viernes, 4 de enero de 2013


La accidental “exhibición de atrocidades”.

                                                           Fernando Castro Flórez.


            En el repugnante cóctel informativo, el componente principal lo constituyen los accidentes, que forman parte de nuestra vida cotidiana (aviones ultrarrápidos reventados apenas inician el vuelo) y las matanzas (apilamientos de cadáveres servidos, más que para el juicio, por mor de despertar la compasión), los malos tratos (transformados en anecdotario interesante) y las lesiones deportivas (una demencia fisioterapéutica que eleva lo insignificante al rango de la información trascendental), que, en sentido estricto, son resultados del exceso de velocidad, un error producido por la anomalía tecnológica, la furia irracional de la territorialidad nacionalista, el desbarre emocional o la sobrecarga muscular[1]. El modelo catastrófico de una sociedad en trance de jubilación es la estadística de muertos en accidente de automóvil que acontecen en las distintas fechas festivas; buscando el calor delicioso de las playas quedan achicharrados entre los hierros retorcidos de ese coche que, en buena medida, era su carnet de identidad. Los restos diseminados en cuneta, la manifestación de lo que técnicamente se denomina “siniestro total”, junto con los cementerios de la chatarra, auténticamente espeluznantes, podrían constituir una heterotopía crítica, un dispositivo visible frente al que cualquier discursividad queda reducida al nivel de charla estúpida.
El accidente, según apunta Paul Virilio- no es ya identificable por sus consecuencias funestas, por sus resultados prácticos -ruinas y restos esparcidos-, sino más bien por un proceso dinámico y energético, una secuencia cinética y cinemática que no podría parecerse a las reliquias de los objetos destruidos, escombros y cascotes de todo tipo[2]. Sin embargo, en estas visiones del accidente todavía queda una voluntad de aferrarse a la ilusión del final, cuando el tiempo real propiamente ha fallado y el apocalipsis de lo virtual es, en sí mismo, fantasmagórico[3]. Incluso en Crash, la novela de Ballard llevada al cine por Cronenberg, había un deseo turbulento que “conducía” a precipitarse en la muerte automovilística[4], una metáfora extrema en la que aparecen nuevas patologías y el vértigo de una sexualidad extraña que es una mutación, no genéticamente, “sino físicamente, mediante cicatrices, accidentes de coche y automutilación”[5].
El diagnóstico ha sido reiterado hasta la nausea: Baudrillard (la precisión de lo simulacros y la implosión en una política de lo trans), Burgess (el tratamiento Ludovico: la reeducación conductista a través del horror) o Ballard (la exhibición de atrocidades en la búsqueda del placer extinto). No somos, aunque nos guste fantasear con ello, la tripulación del Nostromo que, de vuelta a casa, ha quedado, literalmente, “embarazada” por el horror puro. El alien es un candoroso parvulario comparado con el automovilista atascado hasta el fin de los tiempos y dispuesto a dar rienda suelta a la catarata de las blasfemias. La contrautopía de la llamada ciencia ficción no requiere de seres extraterrestres o fenómenos paranormales, sino una atención a los gestos menores del intercambio doméstico, los movimientos a través de las puertas o una mirada que cruza un balcón. Lo extraño está aquí y, sorprendentemente, tiene un aspecto familiar.
En La exhibición de atrocidades se pregunta James G. Ballard si es posible considerar todavía el coito vaginal más interesante que, por ejemplo, con un cenicero o con el ángulo entre dos paredes. Cuando todas las acrobacias han sido completadas y el plano ginecológico del porno ha provocado el bostezo definitivo podemos aceptar que el sexo es un acto conceptual, “y quizá sólo en las perversiones podamos establecer algún contacto entre nosotros. Las perversiones son algo completamente neutral, despojado de todo indicio de psicopatología; de hecho, la mayor parte de las que yo he probado están fuera de época”[6]. Tiene toda la razón el novelista del mundo sumergido, la sequía o la isla de hormigón, necesitamos inventar una serie de perversiones sexuales imaginarias aunque sólo sea para mantenernos activos. Pero ya no es la criminología (“El minucioso análisis del deseo ilícito, estimulante que el propio deseo”) lo que nos lleva a entrever el dominio del exceso sino la sobredosis de ridículo que genera el reality show. Para los que hemos tenido que vivir, entre otras demencialidades, la “tocata y fuga” de Risto Mejide o la pedestalización de los profesionales del karaoke, la palabra sociópata ha quedado reducida a nada. No ha sido necesario crear los replicantes de Blade Runner porque nosotros, los sedentarios equipados con el mando a distancia, hemos zappeado hasta los rincones más pavorosos del media-landscape.
En un texto publicado en 1990 en Independent on Sunday, Ballard señaló que las películas más interesantes de la actualidad son Terciopelo Azul, Carretera al infierno y los anuncios de treinta segundos de las prostitutas en el canal J de Nueva York, en los que lo que se da a ver es una avalancha de sensaciones puras[7]. Toda esa dramaturgia de la impotencia y la lujuria, de la excitación y el naufragio sin asideros, ha sido sustituida por la teletienda de madrugada o esa agitación de sujetos cuasi-epilépticos que gritan para que alguien llame por teléfono porque “el tiempo se está acabando”.  Parece como si nadie deseara esos premios o, mejor, todos son conscientes del fake. El accidente forma parte de nuestra idea del progreso e incluso nuestra ciencia es catastrófica. Somos, lo sepamos o no, los herederos del Teorema de Gödel y del principio de indeterminación de Heisenberg pero también le debemos mucho a Andy Warhol, calificado por Ballard como el “Walt Disney de la era de las anfetaminas”. La lata de sopa envenenada es el cimiento del tiempo de los asesinos y de la morbosa pasión por el terror. Tras el tiroteo seguimos escuchando una frase mítica pronunciada por el Coronel Kilgore: “Me encanta el olor a napalm por la mañana”.
Ballard lanza un singular elogio del inocente como paranoico, tomando como modelo a Dalí cuya obra tendría el rango de una profecía sobre el presente. El entusiasmo ante el dolor y la mutilación, el sexo entendido como ruedo o peor como una cubeta de cultivo de pus estéril donde poder practicar nuestras “perversiones” o la patología psíquica convertida en juego permitirían una especie de balanceo entre lo concreto y la abstracción[8]. Lo que ha hecho Ballard magistralmente es “redescubrir el presente” a partir de novelas apocalípticas que suceden hoy mismo. Si su imaginario se forjó en el campo de concentración de Lunghua, cerca de Shanghai, supo alimentarlo con toda clase de rarezas, desde las Páginas Amarillas de Los Ángeles a transcripciones de cajas negras, folletos de compañías farmacéuticas o documentos elaborados por “grupos de expertos”, pero también por la escritura de Burroughs o la odisea del espacio de Kubrick. “Los espectros de siniestras tecnologías –escribe en el prólogo a Crash- y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones”[9]. Este pornógrafo que describe los fulgores eróticos y brutales de nuestra época (una suerte de Paraíso atroz) ha sabido atraparnos en sus perversiones. La ingravidez narrativa del final de lo moderno[10] ha tendido que afrontar lo insoportable y así tratar de recuperar, en la misma levedad (la primera de las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino), algo de melancolía o, por lo menos, un poco de indignación.



[1] “El Accidente forma parte de nuestra vida cotidiana y su espectro obsede nuestros insomnios… El principio de indeterminación en física y la prueba de Gödel en lógica son el equivalente del Accidente en el mundo histórico… Los sistemas axiomáticos y deterministas han perdido su consistencia y revelan una falla inherente. Esta falla no lo es en realidad, es una propiedad del sistema, algo que le pertenece en cuanto sistema. El Accidente no es ni una enfermedad de nuestros regímenes políticos, no es tampoco un defecto corregible de nuestra civilización: es la consecuencia de nuestra ciencia, de nuestra política y de nuestra moral. El Accidente forma parte de nuestra idea del Progreso…” (Jean Baudrillard: “El accidente y la catástrofe” en El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 188).
[2] Cfr. Paul Virilio: “El museo del accidente” en Un paisaje de acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 123.
[3] “Ahora bien, hoy por hoy, las nuevas tecnologías son portadoras de un cierto tipo de accidente, y un accidente que ya no es local o está puntualmente situado, como el naufragio del Titanic o el descarrilamiento de un tren sino un accidente general, un accidente que afecta inmediatamente a la totalidad del mundo” (Paul Virilio: El cibermundo, la política de lo peor, Ed. Cátedra, Madrid, 1997, pp. 14-15).
[4] “Sostuve el brazo de Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otros entre los autos arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de mi estómago. Entonces supe que yo ya estaba preparando mi propia muerte automovilística” (James G. Ballard: Crash, Ed. Minotauro, Barcelona, 1979, p. 250).
[5] David Cronenberg entrevistado por Chris Rodley: David Cronenberg por David Cronenberg, Ed. Alba, Barcelona, 2000, p. 281.
[6] James G. Ballard: La exhibición de atrocidades, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 95.
[7] Cfr. James G. Ballard: “El dulce aroma del exceso” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 11-14
[8] “El arte de Salvador Dalí es una metáfora que abarca el siglo XX. En los límites de su genio, el matrimonio entre la razón y la pesadilla se celebra en un altar untado con excrementos, en un culto leído de un manual de psicopatología. Las pinturas de Dalí constituyen un conjunto de profecías sobre nosotros mismos, sin igual en cuanto a su precisión desde El malestar en la cultura de Freud. El voyeurismo, el odio a sí mismo, el horror biomórfico, la base infantil de nuestros sueños y deseos, esas enfermedades de la psique que Dalí diagnosticó y que han culminado en la víctima más siniestra del siglo: la muerte del afecto” (James G. Ballard: “El inocente como paranoico” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 108).
[9] James G. Ballard: Crash, Ed. Minotauro, Barcelona, 1979, p. 7.
[10] “En 1989, la caída del muro de Berlín precipitó el final del siglo XX antes incluso de que empezara el siglo XXI. Para eso habría que esperar al 11 de septiembre de 2001. Mientras tanto, se proclamó, el “fin de la historia”, título de un famoso artículo del politólogo americano Francis Fukuyama. Una especie de entreacto o de descanso entre dos siglos que iba a durar toda una década. Entre estas dos fechas se pedía a los recién llegados que tuvieran paciencia. Fin del totalitarismo, de la disuasión nuclear, del reparto del mundo instaurado en Yalta. Declive de las vanguardias y de lo político… Atrapada en la nasa del tiempo en suspenso, la generación que accedió a la edad adulta en al década de 1990 se encontró en una situación de ingravidez narrativa. Diez años de regresión –de “descongelación”, diría Jean Baudrillard-. La “muerte de los grandes relatos” –según las palabras del filósofo francés Jean-François Lyotard cuyo complejo pensamiento fue reducido  un catequismo posmoderno- se convirtió en la máxima, y la “búsqueda de sentido” en un deber cuasi religioso que halló dónde aplicarse, incluso en el management” (Christian Salmon: Kate Moss Machine, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 41).

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