sábado, 29 de diciembre de 2012




Nadie puede parar la música.


Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones.
Comisario: Iván López Munuera.
Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid.


                                                           Fernando Castro Flórez.




            Poco antes de que Reagan y Gorbachov, exponentes de la política estelar-mediática, preparados para la grandilocuencia y el abracismo, llegaran a Reikjavik para celebrar una cumbre nuclear, Björk y unos colegas pusieron en marcha una organización que denominaron Smekkleysa (Mal Gusto) que lanzo un manifiesto como puesta de largo en sociedad: “Mal Gusto –proclamaron en 1986 con cierta tonalidad retropunk- se valdrá de cualquier método imaginable e inimaginable, por ejemplo, la inoculación, el exterminio, los anuncios carentes de gusto, la distribución y venta de bazofia vulgar y excrementos”. Seguramente a este grupo gamberro de los Sugarcubes les pilló por sorpresa el éxito que cosechó el tema “Birthay” aunque la pequeña cantante islandesa supo ir transformando su humor ácido en un cóctel astuto dado que estaba disponible un magma sonoro que iba desde Stockhausen a Brian Eno, de Kraftwerk a Public Enemy que en los años noventa nos dio una voluptuosa bienvenida a “la casa del terror”. Alex Ross ha sabido, con su habitual finura ensayística, transitar en Escucha esto (Ed. Seix Barral, 2012) desde Mozart, Brahms y Schubert a Radiohead, Kurt Cobain o Bob Dylan, dejando claro que los tiempos del “mandarinato cultural” han quedado definitivamente atrás. La magnífica exposición Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones que ha comisariado con singular lucidez Iván López Munuera tiene un carácter programático que sitúa, perfectamente, la importancia de los fenómenos de la música popular para comprender nuestro tiempo. Ya no se trata de provocar una “masacre” o de recurrir a la retórica de la profanación sino de asumir perspectivas teóricas que posibiliten una comprensión más intensa de los modos contemporáneos de constitución de lo común.
            Muestras anteriores como Hypertronix (EACC, Castellón, 1999), Lost In Sound (CGAC, Santiago de Compostela, 1999), Rock my Religion (DA2, Salamanca, 2008), el ciclo expositivo La canción como fuerza social transformadora (CAAC, Sevilla, 2011) o la revisión de la influencia del grupo Sonic Youth que se realizara en el 2010 en el mismo Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles, constituyen ya un denso corpus visual, teórico y documental. Iván López subraya que las políticas del pop son una arena “donde es posible dar voz a realidades marginadas, inaugurar debates, mantener posiciones y construir posicionamientos”. La estética de laboratorio y las estrategias híbridas laten en este proyecto que va más allá de la política de las consignas o del aburrimiento del conceptual institucional. No se trata de reivindicar la canción protesta (el denominado “lirocentrismo”) sino de prestar atención a la multiplicidad de aquella subcultura que describiera Dick Hebdige en 1979. La “agencia intersticial” contemporánea impulsa a tomar en debida consideración contextos musicales y culturales en una perspectiva poscolonial que incluya desde la psicodelia al tropicalismo, del postpunk al garaje, del rap a los rituales de la performance del dj. En la época del “pensamiento power point” cuando, como apuntó Dylan Jones parodiando a Descartes, iPod, Therefore I am, tras el periodo en el que la “indignación” ha sido, valga la cita manoseada de una canción de Gil Scott-Heron, “televisada”, es importante plantear qué campo de acción política ha generado la música. No hay razones para la nostalgia de la Gesamtkunswerk (la obra de arte total) cuando el do it yourself es una metodología “tradicional”.
            Pop Politics plantea, sin afán totalizador, una serie de temas que organizan perfectamente las propuestas de los artistas que, en términos generales, tienen inteligentes dosis de parodia y codificación cultural, referencias “eruditas” y reciclajes con ribetes humorísticos, materializaciones inteligentes de lo que el comisario califica como “micro-espacios de descoordinación”. En la sección de los “Cuerpos a 33 revoluciones” destacan las propuestas del colectivo assume vivid astro focus, sus dibujos a rotulador afrontando los estereotipos femeninos en revistas de hip-hop o en Playboy, y las flotantes derivas musicales de Gabriel Acevedo inducidas por un astronauta peruano; en “Los estadios de felicidad extrema” contemplamos los rostros de asistentes a conciertos tomadas por Ryan McGinley, el peruano Luis Jacob sueña con que todo el mundo pueda tener una luz bajo el sol mezclando lo funk con la utopía, el colectivo Zira02 mapea la escena musical de Móstoles y penetramos en la contundente instalación de Till Gerhard Helter, Skelter, Shelter que convoca la dimensión siniestra de la familia Manson y la mitomanía que rodea al White Album de los Beatles; la sección dedicada al fan emancipado nos lleva hasta la aproximación que Aitor Saraiba hace a los seguidores latinos de Morrissey, el líder de los Smith (también presente esa banda en la revisión en clave homoerótica de la serie The Yaois de Francesc Ruiz), la documentación recopilada por Jeremy Deller & Nick Abrahams de los seguidores rusos, iraníes o británicos del grupo Depeche Mode, de un concierto de Amy Winehouse omnipresente en pantalla según Lorena Alfaro a los collages que Christian Marclay hizo con portadas de discos a comienzos de los noventa; los dibujos inquietantes de Raymond Pettibon y Robert Crumb comparten espacio en el bloque titulado “Del Samizdat al Agit Pop”con una vigorosa instalación instalación de Pepo Salazar o con las serigrafías tipo fanzine de Azucena Vieites que introducen referencias cifradas al feminismo o al punk; por último, las “covers versions” que pueden suponer, como hace Daniel Jacoby, corregir un error gramatical de una canción de The Police o literalizar, en el caso de Borizar Brazda, el tema “Message in a bottle” incrustando un disco en un montón de arena, las instalaciones de Icaro Zorbar sacan de quicio a las cintas magnetofónicas y a los tocadiscos, mientras que el disco de hielo de Lyota Yagi se deshace ante nuestros ojos. Recuerdo, tras recorrer esta fascinante exposición, una vieja canción en la voz inconfundible de Bob Dylan, el exorcista que atraviesa el territorio de la muerte y la decadencia, que termina por no oír ni el murmullo de una plegaria: “No ha anochecido todavía pero no va a tardar”. Simon Reynolds, en la entrevista que cierra una recopilación de textos en el catálogo de esta muestra, apunta que para su generación la música pudo haber sido una distracción que impidió promover un cambio real de las cosas y, a pesar de todo, no cae en el discurso del nihilismo impotente: “El esfuerzo merece la pena en sí mismo”. La música configura una zona crítica en la que surge la tendencia a cuestionar todo lo referente a la cultura. Vale la pena, como hace José Manuel Costa, recitar a Tiqquin para pensar si la cuestión revolucionaria será en adelante una cuestión musical.

Tras tener este blog dormido durante un tiempo prolongado regreso para colgar algunas consideraciones sobre arte contemporáneo.
Comienzo recuperando una crítica de la expo de Colomer en AbiertoxObra.


No va más.
Jordi Colomer.
Prohibido cantar/no singing (obra didáctica sobre la fundación de una ciudad paradisíaca)
AbiertoxObras. Matadero. Madrid.


                                   Fernando Castro Flórez.


            Al final de Casino de Martin Scorsese escuchamos la voz en off que da cuenta del final del heroísmo criminal: todo es un naufragio y, además, simulado patéticamente para una clientela chandalera y viejuna, en la ciudad que anuncia que “nadie lo hace mejor” está edificada sobre los bonos basura. El postmodernismo había “aprendido” de las Vegas (en la clave pop y desenfadada pregonada por Venturi & Cia), la globalización expandió la lógica del “todo incluído” (la maravillosa posibilidad de acumular souvenirs sin tener que sufrir el mal olor o la cercanía del otro exótico) y, en el presente depresivo, asistimos a la materialización cruda de aquella ficción borgiana de La lotería en Babilionia. Si hasta Nadal arruina su imagen impoluta anunciando el poker on line (adicción ante la que toda llamada a la moderación suena a cinismo impecable), no puede extrañarnos que la ley y los contratos se recorten, a la manera bufonesca de Groucho Marx, en beneficio de la promesa del Imperio del Juego que nos traerá el maná soñado del trabajo precario. Mientras un magnate inquietante deshojaba la margarita del emplazamiento de la llamada Eurovegas, algunos comenzaban a recibir el adiestramiento para asumir el rol del croupier. La historia se repite, aberrantemente, una y otra vez como farsa mientras el recuerdo de Bienvenido Mister Marshall se impone en el imaginario de los que sufren el Síndrome de Casandra.
            Jordi Colomer atraviesa la fantasía ilusoria de aquel otro proyecto de una ciudad del juego en los Monegros. De los 32 casinos, 72 hoteles y seis parques temáticos no hay nada de nada, tan sólo queda lo que ya estaba allí: el pueblo de Farlete. Aquel delirio pone en marcha la materialización distópica de Colomer que utiliza su bricolage escultórico como feria cochambrosa en la que actúan los habitantes de aquel lugar que iba a convertirse en paraíso de la suerte y, sin duda, en pesadilla para la gran mayoría a la que le llegan siempre cartas gafadas. Los trileros, la mujer semidesnuda que anuncia que está prohibido cantar y la que trabaja en una cochambrosa taquilla, están azotados por un viento inclemente.
En los últimos días de la ciudad de Mahagonny las comitivas desfilan con carteles sorprendentes: “POR LA GRANDEZA DE LA INMUNDICIA, POR LA INMORTALIDAD DE LA INFAMIA, POR QUE CONTINUE LA EDAD DE ORO”. No hace falta huracán ni tifón, basta con el desvarío que aumenta como un tsunami cuando el dinero brilla por su ausencia. La sexta comitiva lleva un pequeño cartel que sintetiza el desafuero: “POR LA ESTUPIDEZ”. Brecht era el maestro consumado de la interrupción del teatro épico y Colomer ha desplegado lúcidamente su “literalización”, despojando a las escenas grotescas de sensacionalismo temático. Benjamin señaló que en el teatro brechtiano se ponen los acentos no en las grandes decisiones, que están en la perspectiva de la expectación, sino en lo inconmensurable, en lo singular. Antes de contemplar las escenas de la desilusión del casino que “no tuvo lugar” atravesamos la oscura sala desnuda del Matadero y un pasillo que transmite una sensación de gelidez. Los hombres de Mahagonny formaban una banda de excéntricos, los actores improvisados de Farlete están dispuestos a resumir sarcásticamente una aventura empresarial que olía a podrido antes de poner la primera piedra. Sin proponer catarsis alguna, Colomer es el productor de una soberbia parodia que da cuenta de un tiempo en el que la política es un juego de idiotas y, además, todo el mundo lo sabe: la banca siempre gana.