Nadie puede parar la
música.
Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones.
Comisario: Iván López Munuera.
Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid.
Fernando
Castro Flórez.
Poco antes
de que Reagan y Gorbachov, exponentes de la política estelar-mediática,
preparados para la grandilocuencia y el abracismo, llegaran a Reikjavik para
celebrar una cumbre nuclear, Björk y unos colegas pusieron en marcha una
organización que denominaron Smekkleysa (Mal Gusto) que lanzo un manifiesto
como puesta de largo en sociedad: “Mal Gusto –proclamaron en 1986 con cierta
tonalidad retropunk- se valdrá de cualquier método imaginable e inimaginable,
por ejemplo, la inoculación, el exterminio, los anuncios carentes de gusto, la
distribución y venta de bazofia vulgar y excrementos”. Seguramente a este grupo
gamberro de los Sugarcubes les pilló por sorpresa el éxito que cosechó el tema
“Birthay” aunque la pequeña cantante islandesa supo ir transformando su humor
ácido en un cóctel astuto dado que estaba disponible un magma sonoro que iba
desde Stockhausen a Brian Eno, de Kraftwerk a Public Enemy que en los años
noventa nos dio una voluptuosa bienvenida a “la casa del terror”. Alex Ross ha
sabido, con su habitual finura ensayística, transitar en Escucha esto (Ed. Seix Barral, 2012) desde Mozart, Brahms y
Schubert a Radiohead, Kurt Cobain o Bob Dylan, dejando claro que los tiempos
del “mandarinato cultural” han quedado definitivamente atrás. La magnífica
exposición Pop Politics: Activismos a 33
Revoluciones que ha comisariado con singular lucidez Iván López Munuera
tiene un carácter programático que sitúa, perfectamente, la importancia de los
fenómenos de la música popular para comprender nuestro tiempo. Ya no se trata
de provocar una “masacre” o de recurrir a la retórica de la profanación sino de
asumir perspectivas teóricas que posibiliten una comprensión más intensa de los
modos contemporáneos de constitución de lo común.
Muestras
anteriores como Hypertronix (EACC,
Castellón, 1999), Lost In Sound (CGAC,
Santiago de Compostela, 1999), Rock my
Religion (DA2, Salamanca, 2008), el ciclo expositivo La canción como fuerza social transformadora (CAAC, Sevilla, 2011)
o la revisión de la influencia del grupo Sonic Youth que se realizara en el
2010 en el mismo Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles, constituyen ya un denso
corpus visual, teórico y documental. Iván López subraya que las políticas del
pop son una arena “donde es posible dar voz a realidades marginadas, inaugurar
debates, mantener posiciones y construir posicionamientos”. La estética de
laboratorio y las estrategias híbridas laten en este proyecto que va más allá
de la política de las consignas o del aburrimiento del conceptual
institucional. No se trata de reivindicar la canción protesta (el denominado
“lirocentrismo”) sino de prestar atención a la multiplicidad de aquella
subcultura que describiera Dick Hebdige en 1979. La “agencia intersticial”
contemporánea impulsa a tomar en debida consideración contextos musicales y
culturales en una perspectiva poscolonial que incluya desde la psicodelia al
tropicalismo, del postpunk al garaje, del rap a los rituales de la performance
del dj. En la época del “pensamiento power point” cuando, como apuntó Dylan
Jones parodiando a Descartes, iPod,
Therefore I am, tras el periodo en el que la “indignación” ha sido, valga
la cita manoseada de una canción de Gil Scott-Heron, “televisada”, es
importante plantear qué campo de acción política ha generado la música. No hay
razones para la nostalgia de la Gesamtkunswerk
(la obra de arte total) cuando el do
it yourself es una metodología “tradicional”.
Pop Politics plantea, sin afán
totalizador, una serie de temas que organizan perfectamente las propuestas de
los artistas que, en términos generales, tienen inteligentes dosis de parodia y
codificación cultural, referencias “eruditas” y reciclajes con ribetes
humorísticos, materializaciones inteligentes de lo que el comisario califica
como “micro-espacios de descoordinación”. En la sección de los “Cuerpos a 33
revoluciones” destacan las propuestas del colectivo assume vivid astro focus,
sus dibujos a rotulador afrontando los estereotipos femeninos en revistas de
hip-hop o en Playboy, y las flotantes
derivas musicales de Gabriel Acevedo inducidas por un astronauta peruano; en
“Los estadios de felicidad extrema” contemplamos los rostros de asistentes a
conciertos tomadas por Ryan McGinley, el peruano Luis Jacob sueña con que todo
el mundo pueda tener una luz bajo el sol mezclando lo funk con la utopía, el
colectivo Zira02 mapea la escena musical de Móstoles y penetramos en la
contundente instalación de Till Gerhard Helter,
Skelter, Shelter que convoca la dimensión siniestra de la familia Manson y
la mitomanía que rodea al White Album de
los Beatles; la sección dedicada al fan emancipado nos lleva hasta la
aproximación que Aitor Saraiba hace a los seguidores latinos de Morrissey, el
líder de los Smith (también presente esa banda en la revisión en clave
homoerótica de la serie The Yaois de
Francesc Ruiz), la documentación recopilada por Jeremy Deller & Nick
Abrahams de los seguidores rusos, iraníes o británicos del grupo Depeche Mode,
de un concierto de Amy Winehouse omnipresente en pantalla según Lorena Alfaro a
los collages que Christian Marclay hizo con portadas de discos a comienzos de
los noventa; los dibujos inquietantes de Raymond Pettibon y Robert Crumb
comparten espacio en el bloque titulado “Del Samizdat al Agit Pop”con una
vigorosa instalación instalación de Pepo Salazar o con las serigrafías tipo
fanzine de Azucena Vieites que introducen referencias cifradas al feminismo o
al punk; por último, las “covers versions” que pueden suponer, como hace Daniel
Jacoby, corregir un error gramatical de una canción de The Police o
literalizar, en el caso de Borizar Brazda, el tema “Message in a bottle”
incrustando un disco en un montón de arena, las instalaciones de Icaro Zorbar
sacan de quicio a las cintas magnetofónicas y a los tocadiscos, mientras que el
disco de hielo de Lyota Yagi se deshace ante nuestros ojos. Recuerdo, tras
recorrer esta fascinante exposición, una vieja canción en la voz inconfundible
de Bob Dylan, el exorcista que atraviesa el territorio de la muerte y la decadencia,
que termina por no oír ni el murmullo de una plegaria: “No ha anochecido
todavía pero no va a tardar”. Simon Reynolds, en la entrevista que cierra una
recopilación de textos en el catálogo de esta muestra, apunta que para su
generación la música pudo haber sido una distracción que impidió promover un
cambio real de las cosas y, a pesar de todo, no cae en el discurso del
nihilismo impotente: “El esfuerzo merece la pena en sí mismo”. La música
configura una zona crítica en la que surge la tendencia a cuestionar todo lo
referente a la cultura. Vale la pena, como hace José Manuel Costa, recitar a
Tiqquin para pensar si la cuestión revolucionaria será en adelante una cuestión
musical.