domingo, 7 de febrero de 2010


Trauma y esperanza.

Shirin Neshat.
Galería La Fábrica.
Madrid. C/ Alameda, 9.

Fernando Castro Flórez.


El drama y el duelo no cesan aunque nuestro ánimo ya no parezca barroco. Sin embargo, los fastos, las ceremonias y las vanidades tampoco abandonan el gran teatro del mundo. Aquel “entretenimiento para tristes”, ese paso de la “amartía” (el error trágico más que una culpa) heroica a la catástrofe natural del mártir, adquiere en nuestra época más que un tono melancólico (finalmente intensificador de la subjetividad) una dimensión abismalmente depresiva. El melodrama de las historias oscuras y también el patetismo de lo banal obsceno conforman una zona en la que muy pocos artistas son capaces de hacer otra cosa que repetir los clichés. No es el caso de Shirin Neshat que, desde sus primeros vídeos, demostró que tenía un mundo propio de un dramatismo inmenso. Pienso en aquella turbulencia bocal que marcaba la cesura entre hombres y mujeres, su capacidad para presentarnos la cultura del medio Oriente con lo que tiene de violento y desconocido, de próximo y de totalmente ajeno, pero, al mismo tiempo, esa lucidez crítica que la ha convertido en una referencia inexcusable del arte contemporáneo. Dado que nunca rebajó su discurso hasta el nivel de lo panfletario o de las consignas y siempre ha tenido una tonalidad alegórica e incluso poética excepcional, aguanta el paso del tiempo y, sobre todo, el declinar de aquellas modas que imponían una retórica “multicultural”.
Sin duda, el León de Plata que consiguió en la Mostra de Venecia del 2009 por su película Women without Men venía a refrendar su capacidad para ampliar el registro del video-arte y conseguir un aliento de gran ambición narrativa. Porque Neshat no busca el “efectismo” ni se escuda en la glaciación museal o en la academia documental para conseguir abrirse a nuevos públicos. Sus obras tienen una intensidad emocional difícilmente descriptible y una densidad crítica (una capacidad para afrontar problemas de nuestra época) que, por si mismo, le obliga a superar el cenáculo del arte o la recepción neutralizada de antemano.
La exposición en La Fábrica tiene como eje un video, titulado Faezeh, que está vinculado a la novela de Shahrnush Parsinur que dio pie a la película anteriormente mencionada. En menos de veinte minutos Neshat es capaz de presentar una suerte de proceso catártico en torno a una violación de una mujer. Todo comienza ante una puerta metálica que da acceso a una suerte de bosque encantado tras el que ingresa en el desierto; los pasos llevan finalmente a una casa en la que se celebra una fiesta que está claramente vinculada a los preparativos de una boda. La mujer que peregrina por las imágenes se entrega a la oración en un cuarto pero por la ventana divisa a otra figura cubierta por un velo negro que huye entre los árboles. Esa presencia esquiva tiene la dimensión de la obsesión: atrae hacia lo funesto, recuerda el trauma, anuncia lo peor. La escena de la violación anticipa una extraña epifanía de una niña que, al término de la obra, está sentada en el borde desértico que, sorprendentemente, ha florecido. ¿Se trata de una sublimación o de una alegoría del sufrimiento extremo? Una y otra vez aflora en los labios de la mujer que viste el vestido blanco floreado, una expresión de infortunio y también la interrogación por otro ropaje azulado perdido. La fe religiosa termina por tambalearse por causa de la violencia bestial sufrida, un acontecimiento concreto sintetiza los conflictos históricos de Irán.
Como contrapunto de esta historia traumática funcionan las fotografías de la serie Games of Desire (2009), en la que Neshat revisa la tradición del lam, una costumbre de Laos que consiste en ritos de cortejo que son practicados en la actualidad únicamente por ancianos. Las canciones seductoras, proferidas en muchos casos en estados de embriaguez, abren para las mujeres un cauce transgresivo. El contraste entre la mujer obsesionada por un acontecimiento cruel y las parejas que no han dejado que el deseo desaparezca de sus vidas en sus últimos momentos es total. En cierta medida Shirin Neshat evita propagar el nihilismo al retratar a esos ancianos enamorados. Sabemos que la angustia se alimenta de si misma: el recuerdo de los errores amplifica esa sensación abismal. Pero también necesitamos recordar que a través de la angustia surge una singular fuerza, un deseo extraño, una voluntad de superar aquello que parece insoportable. El canto del desconsuelo femenino es, acaso, la prefiguración de una esperanza pensada a pesar de todo.

Chapuza ritual.
Jimmie Durham.
PAC. Proyecto de Arte Contemporáneo Murcia.
Sala Verónicas. Murcia.


Fernando Castro Flórez.



La primera jugada puede, en bastantes ocasiones, ser decisiva. Especialmente cuando los que vienen después tendrán un pie forzado. El Dominó Caníbal que Cuauthémoc Medina plantea, cuestionando la falta de intensidad en la que naufragan algunas Bienales, ha comenzado poniendo el espacio de Verónicas a disposición de Jimmie Durham que ya formara parte de la primera edición de PAC comisariada por Nicolás Bourriaud. Tengo la impresión de que este antiguo activista cherokee, que considera al mundo como “un gran perro estúpido”, es un artista bastante sobrevalorado. Lo cierto es que el lúcido crítico mexicano reverencia cada uno de los gestos que hace ese al que llama “maestro del arte de crear trampas conceptuales” que, según opinión, habría sido decisivo en “la transformación cultural y geopolítica del arte contemporáneo”. Lo que necesitaba el proyecto era, tal y como declaró el mismo comisario, un gesto fuerte, algo que él mismo no pudiera anticipar que tuviera un tono épico o sirviera como jerarquía para el resto de los “jugadores” (Cristina Lucas, Bruce High Quality Foundation, Kendell Geers, Tania Bruguera, Rivane Neuenschwander y Francis Alys). Si lo que se quería era producir una serie de batallas, “a fin de crear un cadáver exquisito del arte contemporáneo”, lo malo es que el comienzo es una suerte de acumulación de fósiles, una patética disposición de residuos en la que no es fácil encontrar intensidad o crítica, sino un facilismo ramplón y una torpeza plástica extraordinaria.
Es una pena que el fiasco se haya producido porque la cosa no pintaba mal. Cuauthémoc Medina, apelando al Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade o aludiendo al proyecto continuo diariamente alterado de Morris, trata de poner en marcha un juego transcultural en el que la procesualidad sea más importante casi el resultado. No se trata de saber quien gana ni cual será el resultado final sino de favorecer las interacciones y obligar a los artistas a reinterpretar lo dado. Aun no podemos saber qué será capaz de hacer Cristina Lucas con los trozos de cemento, los cables, las tuberías, las ruedas y los bidones que ha colocado Durham en la zona común de juegos. Le preguntaron, en una aburridísima conversación en el CENDEAC, si sabía algo de la artista que “seguiría sus pasos” y él con gran frialdad respondió que no. Ni siquiera pensaba que eso tuviera alguna importancia. Bastante tenía con haberse fabricado un monóculo con el tapón de plástico de la botellita de agua mientras escuchaba a sus interlocutores deshacerse en elogios y sobre todo reírse compulsivamente como si todo tuviera una gracia tremenda. Tal vez habíamos perdido el sentido del chiste privado o sencillamente el dominó formara parte de aquel cogitus interrumpus descrito, con su ironía característica, por Umberto Eco.
Durham considera que “la verdadera obra de arte” es el propio edificio de Verónicas, con su arquitectura barroca e imponente. Tras un mes ocupando ese lugar y desplazándose por la Región de Murcia ha compuesto un (auto)retrato contextual; ahí están los rastros de sus caminatas, de los viajes a las minas, de la fascinación por el grafitti tan presente en la ciudad de Murcia. También ha querido dialogar con la historia de ese espacio sagrado y con la memoria de las monjas de clausura. Con todo, siendo la intención de realizar una obra site specific loable, el resultado no deja de manifestarse como decepcionante. Todo tendrá su “simbolismo”, desde unos cables que salen de la cripta a un teléfono en el que está escrita la palabra duda, pero también el conjunto da la impresión de estar deslabazado y, valga la paradoja, colocadísimo. Sin conseguir la rotundidad material del povera ni la tensa inquietud de las instalaciones de Beuys, el montaje de Durham naufraga entre la pretenciosidad y lo trivial. Su desplazamiento, a la manera smithsoniana, hasta las antiguas minas no activa la dialéctica de site/non site, antes al contrario degenera en una extraña escatología “decorativa”.
“El juego –escribe Giorgio Agamben- como órgano de profanación está por doquier en decadencia. El hombre moderno ya no sabe jugar”. Restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea política. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. “En términos generales –leemos en el Elogio de la profanación del pensador italiano- hoy todo puede volverse Museo, porque éste domina simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de experimentar”. Aunque Cuauthémoc Medina divagara sobre la importancia de la noción de Templo y afirmara que la intervención de Durham tenía características profanadoras, estoy convencido de que no ignora que tal cosa es incierta. Porque el convento de Las Verónicas hace ya mucho tiempo que perdió su aura religiosa para albergar la rutina del arte. De hecho toda esa basura que constituye el primer “menú para caníbales” es el plato más tradicional, pura inercia ready-made aderezada con intenciones para-situacionistas. No puede provocar ni apenas da que pensar porque es un gesto convencional y gastadísimo. Lea Vergine estudió en When trash become art esta pasión del trapero que, desde Schwitters a Vostell o de Cornell a Boltanski, ha regalado algunos momentos de rara poesía metropolitana. El problema de Durham es que retoriza lo excesivo, acumula el material y desgasta su potencia plástica al someterlo a una “interpretosis” que no deja de ser otra cosa que un conjunto de topicazos. Tenemos de todo (recipientes de plástico con moneditas o líquidos infectos, una tela plástica azulada para recubrir andamios, trozos de plástico o un ventilador solitario) pero no se produce nada. Una frase incompleta (“Cierra tu boca abre tu”) focaliza la atención en ese almacén residual. La apertura ha sido pésima, ojalá no cierre nada sino que permita a los jugadores sucesivos hacer algo más nutritivo, menos aburrido o, por lo menos, un poco lúdico. De momento tenemos, más que la ruina, una chapuza.