miércoles, 5 de mayo de 2010


Otra forma de mirar.
Chema Madoz.
Galería Moriarty. Madrid.


Fernando Castro Flórez.


Desde la “posición” del objeto surrealista a la modulación de la magia cotidiana de Joan Brossa fluye una corriente del imaginario como encuentro de lo heterogéno, esto es, de aquello que sugestiona por tanto por su inquietante extrañeza cuanto por su familiaridad. Breton consideraba que todas las apariencias y formas materiales no son más que máscaras y envolturas que permiten adivinar los orígenes más íntimos de la naturaleza; pero también podemos pensar que precisamente lo que la obra de arte late es una conciencia del artificio junto a un afán de abrir la mirada a inmenso dominio de lo inaudito. Precisamente, Chema Madoz, con una obra realizada desde la coherencia ejemplar, ha sabido generar un mundo de imágenes propias que, siendo en todo momento “construcciones”, tienen la apariencia de ser completamente “reales”. Sus fotografías seducen al espectador que, en cierta medida, siente que no está frente a lo extravagante ni ante composiciones arbitrarías sino en contacto con algo que tenía que ser revelado.
Los sueños, la música, el paisaje y, fundamentalmente, lo poético aparecen una y otra vez en las fotografías de Chema Madoz; en una entrevista reciente con Leticia Fernández-Fontecha, declara que la fotografía lleva toda acción a un mismo territorio: “Utilizarla me permite usar técnicas muy distintas y el soporte de la imagen da a todas una cierta unidad. De esta forma, maneras de trabajar que serían propias de la escultura, la poesía visual, las instalaciones… se encuentran en un mismo punto”. Efectivamente, este artista dispone minuciosamente los objetos, modifica lo real, introduce sutiles matices y, después de trabajar en los preparativos de una suerte de “naturaleza muerta”, ajusta, con un virtuosismo compositivo inequívoco, la toma fotográfica. Sus imágenes en blanco y negro están “auratizadas”, marcan el hic et nunc de un proceso metafórico que deja abierta la gozosa grieta hermeneútica
En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que la función subversiva de la imagen es, más que producir un sentido, encontrar lo que llama literalidad del objeto. La implosión de los simulacros es, propiamente, una estrategia de la desaparición que mantiene como un rastro obsesivo las “letanías del crepúsculo”. En cierta medida, el postmodernismo académico ha combinado la geometrización de las fachadas (incluso de los rostros) con las tipologías del desencanto, acaso sin reconocer que el objetivo último era mantener el mundo a distancia. La antinaturalidad de las fotografías desde el “apropiacionismo” hasta la retórica de la escuela de Dusseldorf, con todo lo que tiene de manierismo pretendidamente crítico, acarrea una sombra característica de la decepción. En el caso de Chema Madoz estamos en las antípodas de esa celebración del déjà vu; aunque en sus imágenes reconozcamos una pauta de insistencia y rasgos evidentes de “estilo”, no deja de modular con entusiasmo su forma mágica de mirar el mundo.
Las nuevas fotografías que presenta en la galería Moriarty son sencillamente magníficas. Madoz depura, con una precisión admirable, su imaginación para poner únicamente lo necesario para que se produzca el encuentro feliz: un árbol que tiene en vez de hojas una nube, un sauce de caracteres orientales, un banco con una partitura, un gong que es la Luna, unos bonsáis que han encontrado su lugar en una rama aparentemente seca. La pasión musical, que le lleva a convertir también unos tensores en partituras, está simbolizada como un lúdico “rompecabezas”. En contraste con esas piezas que aluden al placer del sonido o, mejor, a su capacidad de suscitar en nosotros “imágenes”, estaría la fotografía de la pared en la que la palabra ladrillo se repite como si fuera el elemento constructivo. Chema Madoz juega, por recordar el famoso libro de Foucault, con las palabras y las cosas, con aquel desmantelamiento de las semejanzas que Magritte materializó en una famosa pipa que no era lo que “parecía”.
“Mirar una fotografía, más allá de un cierto tiempo –apuntó Victor Burgin- es arriesgarse a caer en la frustración; la imagen que a primera vista nos producía placer se convierte gradualmente en un velo a través del cual desearíamos ver”. Las imágenes compuestas por Chema Madoz no derivan de esa manera hacia lo inane, al contrario, marcan el encuentro de lo extraordinario aunque sea en un efecto mínimo como el de ese vaso con el agua inclinada. El juego de reflejos y artificios de este fotógrafo nos lleva a aceptar el ojo puede ser un caramelo o que incluso en el corazón de una cebolla puede mostrarnos lo poético. Frente al arte de consignas o el conceptualismo críptico, Chema Madoz ofrece unas perspectivas fascinantes para atravesar la fantasía, asumiendo tenemos en nuestras manos la posibilidad extraordinaria de cambiar el mundo, a la manera de Rimbaud, cuando nuestras figuras y visiones dejar de ser estereotipadas. Otra música, una forma diferente de escribir y de mirar surge cuando nos rebelamos contra lo obvio y buscamos lo singular, eso maravilloso que puede latiendo en el más humilde de los vasos.



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