miércoles, 7 de abril de 2010

Notas descaradas y otras muecas infames.


Fernando Castro Flórez.


“Solo la lanza que causó la herida puede curarla” (Wagner: Parsifal).
“El ejemplo definitivo de esta ambigüedad es posiblemente el laxante de chocolate que está a la venta en Estados Unidos, con su paradójica orden: “¿Tiene estreñimiento? ¡Coma este chocolate!”, o, en otras palabras, precisamente de lo mismo que causa el estreñimiento”[1].


Vigilancia terminal.
En vez de hablar de clausura de la representación es preciso comprender que se ha impuesto un arte terminal. El control ya es una forma del medio ambiente, el horizonte ha sido reemplazado por multitud de escaparates catódicos[2]; aquel estado policial que Foucault analizara casi clínicamente ha mutado. El temor al Gran Hermano está abismado en la acumulación de infinitas secuencias, una parálisis que es consecuencia de la hiperactividad o, en realidad, resultado de un permanecer adormilado ante las pantallas, escuchando todos los teléfonos, recopilando todas las huellas: "después de las antiguas resistencias al control, vemos llegar las nuevas resistencias a la información forzada, a la hipercodificación de las relaciones a través de la información y la comunicación"[3]. Tendremos que admitir que el estadio del video ha reemplazado al estadio del espejo, aunque para Baudrillard no es un imaginario narcisista el que se desarrolla alrededor del vídeo o la estéreoescultura, "es un efecto de autoreferencia desolada, es un cortocircuito que inserta inmediatamente el idéntico en el idéntico y por tanto subraya, al mismo tiempo, su superficial intensidad y su profunda insignificancia"[4]. Al mismo tiempo, las programaciones televisivas, imponiendo un sistema represivo en el que el zapping carece, prácticamente, de sentido, clonan sus programaciones en torno a una estética de la gesticulación y de la (pseudo)transgresión, en esa tómbola de las vanidades vomitivas[5]. El panoptismo disciplinario ha terminado por entregarnos un raro deseo de ser vigilados, es decir, una lógica escópica[6] (para sujetos entregados al sedentarismo domiciliario) en la que, como he indicado desde el principio, gana la alta definición de la transbanalidad. Es curioso que en el momento en el que las artes asumen, radicalmente, la tarea filosófica[7] es también el de la implantación planetaria de estribillos de moda, tarareos intelectuales y, en términos metafóricos, una cultura del karaoke[8]. Uno de los dilemas del arte contemporáneo surge en el deseo de abarcar imágenes y valores que hablen a un amplio público “de un modo sensualmente rico y formalmente experto; por otro, la necesidad de intensificar el estilo conceptual todavía más, recurriendo a técnicas aún no formuladas de evasión, mistificación y desplazamiento de las expectativas normativas de la cultura”[9].

Assujetissement: deseos (del) sujeto.
En Vigilar y castigar, Foucault señala que el hombre del cual se nos invita a liberarnos es en sí mismo el efecto de una sujeción (assujetissement) mucho más profunda que él mismo. Por medio del mecanismo del biopoder, este teórico que resumió su obra como una historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en nuestra cultura, explica el modo en que los mecanismos disciplinarios del poder pueden constituir directamente a los individuos (penetrando en el cuerpo individual y eludiendo el nivel de la subjetivización). Ese proceso de sometimiento puede relacionarse con la idea de interpelación ideológica que desarrolló Althusser[10] que, a su vez, está conectada (por medio de lo imaginario) con el momento del desconocimiento[11]. Recordemos que assujetissement denota tanto el devenir del sujeto como el proceso de sujeción[12]: sometimiento y afianzamiento[13]. “Hoy en día, la lucha contra las formas de sujeción –contra la sumisión de la subjetividad- se vuelve cada vez más importante, aun cuando no hayan desaparecido las luchas contra formas de dominación y explotación, sino todo lo contrario”[14] . Puede que los deseos del sujeto lleven, en cierto sentido, a aceptar la máscara[15].

El siglo inquieto.
Alain Badiou ha señalado que la cuestión ontológica del arte en el siglo XX es la del presente (tiende a centrarse en el acto y no en la obra) y ese aspecto está ligado a la convicción, atestiguada con frecuencia de que el siglo es un comienzo. “En el colmo de su concentración, el arte del siglo –pero también, de acuerdo con sus propios recursos, todos los procedimientos de verdad- apunta a conjugar el presente, la intensidad real de la vida, y el nombre de ese presente dado en la fórmula, que también es siempre la invención de una forma. El dolor del mundo se transforma entonces en alegría. Producir una intensidad desconocida, contra todo un fondo de dolor, mediante la intersección siempre improbable de una fórmula y un instante: tal es el deseo del siglo. Por eso, y a despecho de su crueldad multiforme, éste logró ser, por sus artistas, sus sabios, sus militantes y sus amantes, la Acción misma”[16]. Esa acción es, con frecuencia, una agitación nerviosa, el puro baile de San Vito. “Comprendo –dijo Baudelaire- que se deserte de una causa para saber lo que se experimenta sirviendo a otra. Quizá sería dulce ser víctima y ejecutor alternativamente”.

El retrato de la rostredad.
Chistine Buci-Glucksmann plantea la cuestión de como pintar un retrato, ri-tratto, trazo y línea, cuando la imagen-rostro se derrumba, el cuerpo se ausenta y la violencia de la historia convierte al anonimato de la muerte -pérdida del nombre, del cuerpo, del rostro- en algo tan innombrable como el mal[17]. Puede que sea posible establecer una especie de comportamiento antiproductivo, en relación también con ese ámbito hermético para el nombrar, adentrándose en una práctica del exceso, articulaciones vertiginosos: los retratos pierden individualidad, se transforman en piezas que no remiten a ningún puzzle. El semblante está en vecindad, como sucede en la obra de Lindner, con el engranaje, acaba tomando cuerpo una maquinación desconcertante. El rostro es lo inapresable de todo retrato, es una epifanía que no se puede nunca englobar. Variación y pequeña diferencia remiten a una repetición de desfondamiento, en la que se puede encontrar una potencia de simulación, esto es, junto a la eficacia del desplazamiento, el desfallecimiento de la apariencia en el disfraz[18]. Puede suceder que el rostro no sea más que el telón de una escena que no se manifiesta más que en entreactos, algo sometido a permanente metamorfosis, pero deshacer el rostro no es nada sencillo, Deleuze nos recuerda que se puede caer en la locura. No es azaroso que el esquizofrénico pierda, al mismo tiempo, el sentido del rostro, del suyo propio y del de los demás, el sentido del paisaje, el del lenguaje y sus significados dominantes. “Deshacer el rostro -se afirma en Mil mesetas- es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad”[19]. Hay una dualidad esencial del rostro (entre lo sígnico y un simbolismo incierto)[20], de la misma forma que la piel de esa parte del cuerpo es la más desprotegida y, sin embargo, la certeza de que ese fragmento del sujeto nos representa: “hay en el rostro una pobreza esencial. Prueba de ello es que intentamos enmascarar esa pobreza dándonos poses, conteniéndonos. El rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo, el rostro es lo que nos prohíbe matar”[21]. El semblante es el lugar de una catarsis, el rostro, al que Simmel llamara “lugar geométrico de la personalidad íntima”, está dislocado. Más allá de las fisiognómica, acaso adentrándose en una poética de lo patológico, aparecen en la contemporaneidad profundos conflictos de la identidad, rostros que tienen carácter innombrable. Recordemos que el rostro guarda relación con la estructura de la seducción, como una especie de rito de iniciación, aunque los “retratos contemporáneos”, esas máscaras y muecas limítrofes, no prometen ningún placer, aunque a veces el humor las determine. El intento de construir la prosopopeya encuentra más que un punto y final una suspensión, el tartamudeo del que está “muerto de risa”.

Desde donde yo te veo.
En las manifestaciones creativas actuales se ha cuestionado (o, en los términos anteriormente empleados, se ha generado una interferencia) severamente una de las líneas del pensamiento posmoderno que apartaba el problema del sujeto como si fuera exclusivamente comprensible como principio rector de la metafísica y de su conclusión tecnocientífica. El paradigma lingüístico ha tenido que acabar reconociendo que sin la ley del otro es imposible plantear el proceso imaginario: es el tejido del lenguaje y del deseo el que convierte al sujeto en un acontecimiento relatado. La diferencia de lo idéntico (el cuerpo desnudo femenino, la barba masculina) supone también la manifestación de la disimetría, anclada tanto en el deseo cuanto en la lógica de la mirada: “desde un principio, en la dialéctica del ojo y de la mirada, vemos que no hay coincidencia alguna, sino un verdadero efecto de señuelo. Cuando en el amor, pido una mirada, es algo intrínsecamente insatisfactorio y que siempre falla porque –Nunca me miras desde donde yo te veo. A la inversa, lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y, dígase lo que se diga, la relación entre el pintor y el aficionado (...) es un juego, un juego de trompe-l´oeil: un juego para engañar algo”[22].

Todos llevamos una máscara.
“A partir de los años 50, la psicología social ha presentado un sinfín de variaciones del tema de que todos “llevamos una máscara” en público, y adoptamos identidades que ocultan nuestra verdadera personalidad. Sin embargo, con más frecuencia de lo que creemos, hay más verdad en la máscara que en lo que pensamos que es nuestro “verdadero yo””[23]. Sabemos que en los juegos interactivos cibernéticos se suele adoptar una identidad virtual como un suplemento imaginario, buscando, seguramente, un escape temporal de la impotencia de la vida real. Se trata la habitual combinación de juego y seducción, pero también de una constatación de que el disfraz tiene su propia verdad, esto es, de que la autenticidad puede estar ligada a la ficción. Hay algo tosco en la idea de que al quitarnos las máscaras todo se revela como “auténtico”, de la misma forma que es manifiesto que al acercarnos no siempre conseguimos que las cosas sean más intensas. Por ejemplo, el plano ginecológico del porno, las acrobacias gimnásticas, los jadeos interminables y los ojos desorbitados no pueden apartar la sensación de que todo es una farsa patética[24]. El mítico “llegar al orgasmo” es, lamento decir esta perogrullada, lo más fácil de simular. Pero, como todos sabemos, esa “máscara del placer” nos viene de maravilla.

El arte de vestir santos.
Muchas obras de arte contemporáneo se regodean en lo traumático sin que se llegue a superar lo epidérmico, solidario con el proceso de monumentalización de los juegos infantiles de make-believe[25]. No hay que ser muy perspicaz para ver que han proliferado, en el terreno de las artes, las tácticas melodramáticas[26], intentando, tal vez, en vano, competir con el imperio del patetismo establecido por el reality show. “El arte de vestir santos es, desde luego, un oficio viejo, tan viejo, por lo menos como el arte. Pero nuestras prendas actuales, nuestro hábitos modernos, son trapos llenos de rotos que remendamos con zurcidos. Allí donde el hilo se ha perdido hay que hilvanar con firmeza para que las piezas se mantengan unas junto a otras. La misión imposible sigue siendo la de mostrar en su unidad todos estos retales con que nos defendemos de las inclemencias del tiempo –y no olvidemos que si la atmósfera no tiene clemencia con sus temporales, es en el tiempo donde vivimos en pleno temporal”[27]. El guardarropa está a reventar, el éxito de las estéticas trans ha hecho que estén totalmente fuera de lugar los planteamientos que rehuyen el carnaval, ejemplos de aquellos sujetos a los que se puede maldecir por aguafiestas. Desde aquella práctica ancestral del tatuaje como ritual que nos hace humanos[28] hasta el elogio del maquillaje de Baudelaire (un canto provocador a la belleza como artificialidad) se despliega la necesidad de tapar la piel. No es lo mismo, ciertamente, el rostro blanco e impasible de una geisha que los cojones de Bruce Nauman repintados con morosa lentitud.

Posar (ante la Gorgona).
Puede que sea cierto que posar es ponerse en relación con el falo, aunque, paradójicamente, el sentimiento de estar arrobado provenga de la “presencia” de la madre. Las fotografías, literalmente, nos dejan petrificados, como si volviera aquel horror clásico que surgía ante la Gorgona[29], convierten al sujeto en objeto. Tenemos grandes dificultades para enfocar lo cercano o a lo mejor no queremos contemplarlo; los ojos de algunos sujetos retratados miran a otro lado[30], hurtan el apóstrofe de su locura. En las fotografías comprobamos que no lo visto no es solamente algo que fue en el pasado sino que se hace presente la verdad de que es esto, una suerte de “loca verdad”[31] que tiene que ver con el sufrimiento de amor. Es en los resquicios entre la plenitud de la experiencia y la escasez del simbolismo donde nace el deseo; sin duda las fotografías atrapan la ocasión, aquello que nos toca, algo que tuvo lugar una vez y se mantiene para siempre[32]. “Una fotografía –apuntaba con lucidez Susan Sontag- es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías –especialmente de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado irrecuperable- incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden propiciar las fotografías alimenta directamente los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto del amante escondida en la billetera de una mujer casada, el afiche fotográfico de una estrella de rock colgada encima de la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político abrochado en al solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera del auto todos esos usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica: son tentativas de alcanzar otra realidad”[33]. Desde la estupefacción que nos produce el descubrimiento de nuestra imagen en el espejo llegamos a la conmoción de la fotografía que parece que fuera una forma de resurrección[34]: el retrato retiene al ausente[35]. El sujeto del deseo no es el que ve ni el que es visto, sino el que se hace ver. “El sujeto posa como objeto para ser sujeto”[36]. Y, a su vez, toda fotografía es un objeto único pues nos permite la posesión de una persona o cosa querida. Miramos un rostro conocido, incluso el nuestro, y comprobamos que se ha convertido en un espectro[37].

La mirada del otro.
Podemos aceptar que la mirada del otro tiene algo de mandato, enunciando algo esencial: la urgencia de dejar ser al otro. El encuentro con el rostro no es simplemente un hecho antropológico. Es, hablando en términos absolutos, una relación con lo que es. Quizás sólo el hombre es sustancia, y es por eso por lo que es rostro[38]. El semblante no es una mera presencia silenciosa, al contrario, marca el comienzo de la palabra[39]. Sabemos también que la fantasía gobierna la realidad y que nunca se puede llevar una máscara sin pagar por ello en carne. El Otro puede tener las características de un abismo, de la misma forma que el orden simbólico se encuentra ocultado por la presencia fascinante del objeto fantasmático. “Lo experimentamos cada vez que miramos a los ojos de otra persona y sentimos la profundidad de su mirada”[40]. Como en ese juego infantil en el que hay que intentar aguantar la mirada ajena, pero también derrotarla, obligándola a apartarse o bajar la guardia, como si fuera necesario introducirse al ritual de la insoportabilidad del otro, algunos artistas, como Bernardí Roig, prefieren materializar la ceguera. Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”[41]. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que solo se recupera en la pérdida[42]. Ahí está lo traumático: lo real está es eso que yace siempre tras el automaton[43]. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”[44]. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir.

El resto inevitable.
Tenemos que tener en cuenta que la desubicación afecta no sólo a lo territorial-arquitectónico, sino también a esa corporalidad que consideraríamos el reducto de la “certidumbre”: “lo que yo llamaría el cuerpo (...) no es una presencia. El cuerpo es, cómo decirlo, una experiencia en el sentido de la palabra más móvil (voyageur). Es una experiencia de contexto, de disociación, de dislocaciones”[45]. Como señaló Michaux el artista es el que resiste a la pulsión de no dejar rastros, dejando los materiales en una situación territorial equivalente a la de la escena de un crimen[46]; el rastro es lo que señala y no se borra, lo que nunca está presente de una forma definitiva. En una época en la que hemos asumido, acaso con demasiada tranquilidad, lo que Derrida llama destinerrancia, frente a la ideología de la virtualización del “mundo”, aparecen numerosas situaciones veladas, rastros y rostros de lo diferente, indicaciones que nos empujan a una deriva creadora: “dejamos por todas partes huellas -virus, lapsus, gérmenes, catástrofes-, signos de la imperfección que son como la firma del hombre en el corazón de ese mundo artificial”[47]. Esta urgencia de las huellas, unida con la imposibilidad de hacer desaparecer el resto[48], nos obliga, permanentemente, a prestar atención a lo que suele llamarse accesorio, suplementario, dif(i)erente y necesariamente repetido.

La verdad-Sherman.
La estrategia de refotografiar no impone lo anecdótico ni introduce lo “narrativo” fílmico, sino que, de nuevo, produce una singular veladura: las imágenes detenidas mantienen la vibración, la secuencia produce ese espacio fronterizo abstracto-figurativo. Hay una desintegración del signo, un cuestionamiento de la estética secular de la representación que remite a la certeza de que la descripción, entendida en la situación contemporánea, supone un copiar lo que ya está copiado[49], una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica del mundo, en ese impulso a “captar el momento”. Sabemos que la fotografía produce lo real, creando unas condiciones fabulosas de visión[50], pero también vela, en su enfoque, aspectos del mundo. La imagen fotográfica (una suerte de pantalla) tiene una relación explícita con el deseo y la memoria, pero también con aquello que no se quiere ver, con un inconsciente colectivo o con la parte maldita, con el reverso de aquella realidad que habitamos. Craig Owens señaló que la posmodernidad fue un debate, en muchos sentidos, sobre la fotografía[51]. En la obra de Cindy Sheman no hay yo sino ficciones del yo[52]. Esta creadora no desliga únicamente su obra del objeto como efecto conceptual sino que parece que llegara, indirectamente, a lo que Lacan llamara l´Un-en-plus, el uno que se agrega a sí mismo en la serie, el punto directo de la subjetivación del orden anónimo que regula las relaciones entre los sujetos “reales”. Conviene tener presente que cuando el sujeto se aproxima demasiado a la fantasía se produce el (auto)borramiento. Queda, en último término, la fotografía como aphánisis[53]. En términos más topológicos: la división del sujeto no es la división entre un yo y otro, entre dos contenidos, sino la división entre algo y nada, entre la característica de la identificación y el vacío. “Descentramiento designa así primero la ambigüedad, a oscilación entre identificación simbólica e imaginaria –la indecisión con respecto a dónde está mi verdadera clave, en mi yo “real” o en mi máscara externa, con las posibles implicaciones de que mi máscara simbólica pueda ser “más real” que lo que oculta, que el “rostro verdadero” tras ella”[54]. El descentramiento (en vez de la pantalla cartesiana de la conciencia central que constituye el foco de la subjetividad) es, en cierto sentido, un medio de identificación del vacío. No hay una verdadera Sherman[55]. Lo cierto es que podemos considerar a Cindy Sherman como el caso decisivo del arte postmoderno[56]. Sus fotografías materializan la mascarada. En términos de Joan Riviere, la feminidad debe definirse como una mascarada, esto es, como una máscara que esconde una no-identidad, un bolsillo vacío, otra forma de nombrar lo vaginal)[57].
La mascarada está relacionada con la carencia del falo y el impulso a la jouissance[58].
A lo mejor resulta, después de tanto juego de máscaras, que no hay nada nuevo que fotografiar[59].

El fotógrafo que todavía quería lo autentico.
La singularidad, el carácter y, por añadidura, la obra de arte han terminado por ser suplantados (decorosa manera para describir un gesto que, propiamente, arroja al basurero) por la dinámica de lo espectacular-integrado y, por supuesto, por todas las modas y tarareos pseudo-intelectuales, desde una deconstrucción que termina por convertirse en teología de lo negativo hasta las vulgatas psicoanalíticas o para-estructurales que valen, como no podría ser de otro modo, para una cosa y para su opuesta. Los autorretratos de Duane Michals titulados ¿Quién es Sydney Sherman? Pueden ser entendidos como uno de los sarcasmos más eficaces sobre los topicazos del arte contemporáneo: ataviado con una grotesca peluca rubia compone una serie de poses paródicas a las que añade unos textos en los que desmantela la jerga (lastimosamente fosilizada) de la crítica. Palabrejas como escatológico, sublimatorio, efecto brechtiano, des-corroborante o subterfugio fálico, subrayan una situación clínica de “interpretosis”, es estar instalados entre la complicidad y el malentendido. Desde sus fantásticos retratos (Warhol agitando la cabeza hasta que sus rasgos desaparecen, Balthus reflejado, elegantemente en un espejo, Duchamp tras una ventana como si estuviera “en exposición”, Pasolini en un callejón sentado junto a unos embalajes, Magritte dominado por un sombrero que cobra vida y crece extrañamente) hasta sus ya clásicas secuencias, Duane Michals permanece fiel a sus mitos y obsesiones, trabajando con el pequeño formato para reivindicar lo íntimo y apasionado y, sobre todo, resistirse, en nuestros días, al gigantismo de tanta imagen que revela, únicamente, su vacuidad. Este artista radicaliza la dimensión de la “lectura” a partir, evidentemente, del placer de la escritura que, en su caso, llega hasta lo caligráfico. Los textos intensifican la dimensión poética de las fotografías en las que hay una suerte de permanente mise en abyme, ya sea el pensar sobre el pensamiento que se lee en un libro, los prodigiosos juegos especulares[60], el gesto doble de volver la cabeza para contemplar al sujeto con el que acaba de cruzarse o esa magistral historia en la que las cosas son raras: un juego de escalas y detalles que establecen un plegamiento de unas imágenes sobre otras, algo semejante a lo que hiciera, en el campo literario Borges. “Los procesos de mi conciencia –declaró Michals- son el material de mis fotografías”. Algunas de las figuras oníricas de este creador remiten a los deseos extremos, ya sea en el erotismo, en la tierna y trágica historia del abuelo que muere y el niño que le despide en la ventana o en ese mensaje (acaso llegado de más allá del cerco hermético) que deja completamente abatida a una mujer desnuda. Todos los símbolos hablan de una temporalidad poética en la que la finitud no implica una entrega al patetismo o a la mórbida melancolía. Las micro-narraciones de Michals, en las que el sentido queda abierto para activar una deriva en el que contempla, seducen y atrapan como un laberinto manierista: una historia de un hombre contando una historia de un hombre contando una historia. Sin embargo, estos nudos extraordinarios consiguen escapar del “conceptualismo” y sus tautologías, del efectismo circundante, de la ortodoxia del trauma, para proponernos, como señalara Foucault, “nuevas maneras de ver”. Michals declaró, en una entrevista, que utiliza a menudo la palabra “auténtico” porque “es importante ser auténticos en un mundo lleno de impostores, de gente que posa. Hay un montón de gente que no tiene un valor profundo”.

Apóstrofe.
Rosalind Krauss advierte, en su libro A Voyage on the North Sea (1999) que la moda internacional de las instalaciones y de las obras multimedia o inter-mediales en las arte visuales es esencialmente cómplice con una globalización al servicio del capital[61]. Hace tiempo que el pastiche ocupó el lugar, declinante, del estilo[62] y, por tanto, la manifestación del sujeto hegemónica fue una especie de narcisismo gélido. Altamente consciente de las características de una época en la que las identidades son principalmente ficticias, Dionisio González ha desplegado una serie de retratos de modelos sociales que se ajustan, principalmente, a la juventud postmoderna urbana, “utilizando las estrategias de la sociedad de consumo y los estereotipos publicitarios”[63]. Sabemos en el retrato, entendido como género tradicional, la persona queda implicada en el cuadro[64], pero al mismo tiempo que nunca surge nada del fondo (de la representación) que no sea la propia superficie; como señala Jean-Luc Nancy, el fondo es una mirada: una mirada que custodia (re-gard). Si aceptamos que el arte es un frágil encuentro, tendremos que aceptar que el género del retrato da cuenta, con especial intensidad de ese cara a cara, esto es, del encuentro que nos encuentra. Podemos añadir que la superficie figurada y coloreada o sedimentada en una referencialidad compleja-fotográfica (siempre en un ejercicio con las sombras), establece un radical encuentro del arte con el sujeto[65]. Los personajes que miran de frente en la serie de Dionisio González titulada Levels of Sound son retratos en forma de apóstrofe. Entre la palabra y la visión, tanto como en el seno de esta misma, hay más que un abismo, un apostrophé, esa una figura de estilo que remite a la desviación o desvío. Cuando el héroe homérico entra en el territorio de la muerte comienza a ser nombrado por la memoria; Jean Clair ha subrayado que en los vasos griegos los personajes están por lo general escenificados de perfil, siendo los únicos que no acatan esta norma son las figuras de divinidades marginales como Gorgo, la musa Caliope o Dioniso que aparecen frontalmente. “Con una excepción: cuando se figura al individuo en estado de paroxismo, de terror, de agonía, de locura, o sea, cuando está, como suele decirse, fuera de sí, puede estar representado, de modo excepcional, de frente: desviación aquí también, desvío hacia un espacio diferente del espacio convencional de la figuración para volverse hacia nosotros que lo vemos morir, en agonía, fuera de sí”[66]. El giro de Perseo que no quiere afrontar la mirada de Gorgo se designa con el verbo apostrophein[67]. Tal vez ese apartarse de la muerte, suponga, necesariamente, un perfilarse frente a un espejo atroz. En vez de reflejo, sombra, en la realidad petrificada se proyecta únicamente luz, como una alegoría de la pérdida de la memoria en medio de todas las imágenes. Miramos los rostros y vemos que estos nos interrogan desde su hipertextualidad; temenos que comenzar el proceso de subjetivación una y otra vez[68], tomando la decisión de penetrar ahí con una lectura atenta. La saturación de los apotegmas de esos fragmentos de televisión extrañada introduce una especie de deconstrucción de la voz mediática en beneficio de una escritura que alude a su cualidad suplementaria; recordare algunos de los para-slogans: “La letra es la inscripción del cuerpo en un espacio de signos” o “La palabra viste y prestigia como un abrigo”. En el apóstrofe el yo del orador interpela al tú de los oponentes u oyentes, pero sobre todo nos hace recordar la importancia del prosopon, la máscara o la persona gramatical[69]. También miraban de frente los retratos de El Fayum que han salido del intercambio, de la actividad, “de toda actividad, también ellos se vuelven de frente hacia nosotros, fuera de la situación, fuera de la continuidad narrativa de la vida que circula y se desplaza”[70]. Esas imágenes de la detención contrastan con el mutismo ultrasemiótico de los retratos (de la era cibernética) que compone Dionisio González que subraya que “detrás de toda máscara hay un ambiente viciado”. Los cuerpos femeninos tienen los pechos cubiertos con hojas de parra, con unos patines de hielo “literalizados” con cuchillos, con la urgencia mnemotécnica de los postit o con etiquetas (“la palabra es orbital”, “la publicidad es una performance”, “toda palabra es ambigua”,etc.) entre las que destaca, solitario, el retrato de Warhol, el pionero de la escritura automática del mundo[71]. En la obra titulada Cuanto se necesita (2000) contemplamos el cuerpo cadavérico de un hombre, con anotaciones forenses, sobre el que destaca “THE END”, pero sobre todo la respuesta a un dilema: “¿Fingimos que David, muerto en la realidad, forma parte de una ficción? ¿David simula su muerte para una película de ficción?”. Dionisio González ha especulado sobre la espectacularización de la muerte en la televisión, en una cultura de administración del horror[72], sabe que la fotografía, tal y como Barthes señalara en La cámara lúcida, es el teatro de la muerte, el lugar en el cual el tiempo está atascado[73]. Si el retrato clásico nace tanto de la toma de conciencia de sí cuanto de la necesidad de legar una imagen a la posteridad[74], las poses fijadas en la contemporaneidad ingresan instantáneamente en el abismo del olvido, como si estuvieran atrapadas en la lógica de El fotógrafo del pánico[75].

Extimité ruinosa.
Si es cierto que el video tiene que ver con la disposición narcisista también es manifiesto que algunos artistas han intentado utilizar la sedimentación de lo fotográfico para dar cuenta de acontecimientos que trastornan la idea de un yo estable. Más allá de una especularidad autocomplaciente o de una escritura automática del mundo (completada hegemónicamente por Gran Hermano) surge una posible seducción de los objetos en los que la ironía indigesta ha sido extirpada por una sutil cirugía. Aquella exploración del yo que llevó a la frontera ruinosa del tabú y la trasgresión que asociamos, por ejemplo, al erotismo de Bataille y la exploración perversa con la muñeca de Bellmer, reaparecen, con una lucidez extraordinaria, en la obra de Klauke, un verdadero maestro del arte contemporáneo que ha sabido construir una obra de una coherencia y densidad impresionante. Desde sus dibujos oníricos de los años setenta a sus fotografías donde utiliza el maquillaje para un transformismo que no le lleva tanto a lo femenino cuanto a lo híbrido, este creador ha ido dejando imágenes de una enorme potencia, como aquellas en las que porta en el pecho prótesis fálicas, que han influido o han sido, literalmente, copiadas por otros muchos artistas. Constatamos que, en el mundo contemporáneo, la intimidad ha desaparecido, tal vez porque también están disueltas la comunidad y complicidad que permitían que aquella existiera y resulta muy duro reconocer, aunque eso sea propiamente lo artístico, nuestra nulidad. Lo que tenemos a la mano son las máscaras que nos presentan como distintos de nosotros mismos, los sistemas de protección tanatofílicos, la certeza de que tenemos que cumplir el imperativo de gozar (victorianamente) de nuestro síntoma. No es tanto, en términos foucaultianos, un riguroso arte del cuidado de sí, cuanto una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. En una obra titulada “Proceso de creación artística ruinosa” (1996-97), Klauke aparece, elegantemente vestido, suspendido por unos hilos, como una especie de marioneta, que le dejan casi caer sobre unos recipientes que están llenos de inmundicia, mientras en “Renovación de la existencia” (1996-97), en horizontal, sobre una mesa inicia un balanceo que le lleva a establecer el rozamiento entre dos almohadas: lo abyecto y lo onírico, la repugnancia primordial y el deseo de encontrar un sitio en el que descansar quedan aproximados. El sujeto es, propiamente, una cosa que interviene en un acontecimiento extraño, dejando abierto el sentido, esto es, proponiendo el enigma (la densidad de las metáforas) como aquello que nos aparta, gozosamente, del literalismo banal-glomouroso. Con un humor extraño que le lleva a subrayar la absurdidad, Klauke intenta formalizar el aburrimiento. Sus secuencias fotográficas tienen algo de teatro del gesto, actualizando acaso aquella idea de Kafka de una escena donde cada quien es llamado a representar su propio papel, con todas las dificultades que esto comporta. El escenario está despojado, podríamos decir que asistimos a una obra mínima justo antes de que se apaguen las luces para siempre; unas sillas, unos bastones, una mesa en cuyas patas se han colocado unos globos llenos de un líquido oscuro son, junto a autor, flemático y, al mismo tiempo, bufonesco, los únicos elementos necesarios para componer unas densas alegorías sobre la vida y la muerte, el sexo y el inexorable paso del tiempo. Klauke no teme al ridículo, de hecho él sabe que el destino del yo es ser completamente desastroso. Si la mesa, el escenario del mundo, se eleva y deja caer los globos (símbolos tanto de la fragilidad cuanto de la turbulencia del deseo), los cuerpos desnudos, masculinos y femeninos (localizados en territorios drásticamente separados), esbozan movimientos de una danza que nuestra mirada ansiosa no puede completar. Kevin Power preguntaba si no sería la auténtica perversión de Klauke su aferrarse desesperado a un yo existencial perdido, “su negativa a participar en la coreografía virtual de la danza que él mismo ha elegido”[76]. Nadie sabe lo que puede (hacerse con un) cuerpo. Tal vez, deslizarse hasta el borde de una mesa, a punto de caer, intentando que la espera ofrezca algo, aunque sean acontecimientos de sentidos borrosos, gestos que son una heroica línea de resistencia contra la cultura de la gesticulación.

“Todos los personajes de la siguiente narración son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”.
Sabemos que en “reality show” la gente termina por representarse a sí misma[77], hasta el punto de que pareciera que, inconscientemente, recuperan la idea kafkiana del Teatro Integral de Oklahoma. Lo que está claro es que en la sociedad del patetismo ninguno de los neo-gladiadores (esos que se “arriesgan” a ser expulsados de la pantalla de la fama) adoptan la compostura clásica[78], al contrario, se desmadejan o ponen ya cara de vendidos. Algunos, adictos a la televisión o cínicos de nacimiento, imitan, desde el principio, los gestos lastimeros y se dirigen, compulsivamente a las cámaras de vigilancia que serían el cordón umbilical de la “nación”. Tan sólo tienen sentido y éxito las estrategias del escándalo, la bronca monumental y el polvete acelerado. El zoo visual que genera la televisión necesita que caigan las máscaras[79]. “El reality show bien podría representar un compendio y una exacerbación de la comunicación en la posmodernidad, de acuerdo con un modelo según el cual la realidad está más en las forma de la representación (sus condiciones de visibilidad, su proyección en “escenarios”) que en los contenidos (por otra parte redundantes), con una hipertrofia de los signos que puede llegar hasta lo monstruoso”[80]. La “verdadera” mascarada es la de la televisión embarcada en un proyecto general lúdico-sádico, con todos esos concursos, desde ¿Quién dijo miedo? a El rival más débil o La silla en los que el concursante es insultado o sometido a las pruebas más aberrantes. Lo importante es por cuanto está el sujeto o, mejor, la persona a dejar de serlo para convertirse en algo ridículo y así llegar a las palabras mágicas: “prueba superada”[81]. Aunque todo haya sido un “desastre” es importante impostar la voz, gozar de las chorradas, entregarse al delirio. Si el imitador de voces era, originariamente un poseído[82] ahora es uno que dice lo que escucha por un pinganillo. Recordemos, como una parábola o alegoría de nuestra época, el cuento de Bernhard en el que un imitador de voces es incapaz, precisamente, de imitar su propia voz[83].

Un recuerdo (mínimo) de la psicastenia legendaria
El camuflaje o, para complicarlo más, en lo que Caillois llamara “psicastenia legendaria”, esa suerte de psicosis insectoide, relacionada con el estadio del espejo, en la que se produce una virtual desustanciación del ego[84]. Frente al mantenimiento de la diferencia y la autoposesión, el mimetismo representa, de este modo, una pérdida de la autonomía, de lo diferente, del límite: la confusión con su entorno, la “inscripción en el espacio”, acerca al sujeto a la desposesión, como si cediese a una tentación ejercida sobre él por la vasta exterioridad del espacio mismo, una tentación a la fusión[85]. Recuerdo ahora el cartel repetido de Ciudadano Kane “¡Prohibido el paso!”, nos advierte de que si seguimos adelante entraremos en un dominio extraño[86]. El mundo va muy mal, se desgasta a media que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: “How goes the world? –It wears, sir, as it grows””[87]. En este (des)tiempo el arte es, aunque suene banal, un objeto no identificado. En definitiva podemos pensar en el arte como aquello que no necesitamos, una completa inutilidad[88] que, sin embargo, ofrece sitios gracias a los cuales sea posible preguntar: ¿dónde estoy? Puede que lo que veamos, literalmente, nos repugne: estamos al borde de la putrefacción. Ante la carroña necesitamos apartar la vista, tenemos que apartarnos del cadáver para poder vivir[89]. Y, sin embargo, lo repugnante “quiere”, simultáneamente, la represión y la exhibición[90]. Parece como si algunas manifestaciones del arte contemporáneo se hubieran mimetizado con lo asqueroso para intentar, a la manera aborigen, escapar así del pánico abismal.

Escribe tu trauma.
El trauma está yuxtapuesto a la broma. Aquello que queremos decir tiene que hacerse visible o, mejor, tenemos que escribirlo, como en la serie Signs that say what you want them to say and not signs that say what someone else wants you to say (1992-1993) de Gilliam Wearing. En 1996, esta creadora volvió a fotografiar a personas que ya habían aparecido en su obra con anterioridad, pidiéndoles que relataran, por medio de cartas y textos la vida que llevaban entonces. “Los sujetos se confiesan dos veces, en sus escritos y nuevamente en su actuación ante la cámara, mostrando la locura ordinaria de lo “cotidiano”. Estas imágenes sólo tienen realmente sentido para nosotros dentro de los parámetros de un “cotidiano” construido a través del vídeo”[91].

Compulsiones paródicas.
Es manifiesta, como he insistido en otras ocasiones, la ambigüedad de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil sabe si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica. Los radicalismos terminan por confesar su estructura paródica, la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula. Como Thomas Lawson sugirió, en “Última salida: la pintura”[92], buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académica. Junto a la fetichización, compulsiva, del documento (simultánea a la mixtificación de la procesualidad) va cobrando una importancia inusual la parodia. Conviene tener presente que es imposible representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. Si en la parodia hay una relación de deseo y ambivalencia, en la proliferación de los estilos plagiarios no aparece más que un patético anhelo de notoriedad, una urgencia por conseguir, a toda costa, la fama, por precaria que esta sea, asumiendo, una ironía, en sí misma desgastada, que, finalmente, funciona como una coartada[93]. A lo mejor se trata de producir lecturas escrupulosamente falsas, de llevar hasta el límite extremo el juego, vale decir, de tomar “en serio” nuestro arte de la colusión. Las estéticas desencantadas con el vanguardismo, las estrategias “alegóricas” de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento y acaso cancelación de la historia. Esas estrategias de rivalidad mimética que pudo ser un mero camuflaje del poder que se “obviaba”. Las refotografías de Sherry Levine (siguiendo, entre otros, a Walker Evans), las actualizaciones de Elaine Sturtevant (cuando utiliza material cedido por Warhol para hacer unas flowers), las versiones o mejor remedos de los cuadros de mujeres de Picasso que hace Mike Bidlo, revelan una sintomatología duchampiana, al mismo tiempo que establecen, con enorme lucidez, el zeitgeist post-estructuralista. La idea de Barthes de la cultura como una palimpsesto infinito, las meditaciones foucaultianas sobre la muerte del autor o la diseminación nomadológica tematizada por Deleuze y Guattari planean junto a una aguda certeza de que el destino o, en términos de Baudrillard, la estrategia fatal implica la proliferación de los simulacros. La cultura de la “apropiación” no a producido, como piensan algunos interpretes, un cuestionamiento de la firma, antes al contrario, esta ha multiplicado su fuerza y respeto notarial. Thomas Crow habló del grado preciso de originalidad residual requerido para poner en acción, con toda su eficiencia, la economía del arte. En cierta medida, los críticos ingeniosos encontraron el tipo de manipulación de signos que les convenía, los trucos y parodias que daban juego para la “interpretosis”. El artista actual está condenado a copiarse a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes. Entre los ejemplos que Nicolas Bourriaud da de post-producción en el arte contemporáneo se encuentran el video Fresh Acconci (1995) de Mike Kelley y Paul MacCarthey en el que hacen que actores profesionales interpreten las performances de Vito Acconci, One revolution per minute (1996) de Rikrit Tiravanija en la que incorpora piezas de Oliver Mosset, Allan McCollum y Ken Lum, Pierre Huyghe proyecta un film de Gordon Matta-Clark, Conical intersect, en los mismos lugares de su rodaje o Jorge Pardo que manipula en sus instalaciones piezas de Alvar Aalto, Arne Jakobsen o Isamu Noguchi[94]. Se utiliza lo dado en una estrategia semejante a la del sampler: el artista es un remixador. Hay que darle un valor positivo al remake sin, por ello, caer en el alejandrinismo cool. Somos, no cabe duda, los herederos glaciales de un relativismo de los valores, podríamos convertir en divisa museal aquella observación de Braco Dimitrijevic de que vista desde la luna, la distancia entre el Louvre y el Zoo es escasa. Este artista acentuó la fricción entre lo aurático y lo banal en la serie Tripthychos Post Historicus donde combinaba una obra maestra, un objeto corriente y una verdura o pieza fruta. El literalismo formal era, ciertamente, la manifestación de la honda fascinación o, acaso, del hechizo del Museo sobre el imaginario contemporáneo. El citacionismo, la complicidad, el ludismo cultural funcionan como algo más que un escamoteo, son una forma de encriptamiento ante lo que llamaré, de forma imprecisa, “falta de magia”. Asistimos, en todos los sentidos, al triunfo de la fantasmagoría[95].
Si Cheryl Berstein elogiaba, en su ensayo “Fake as more”[96] escrito a principios de los años setenta, las réplicas que Hank Herron había realizado de obras de Frank Stella, Nick Stove, con mayor sagacidad aún, renunció, tras una complicada trifulca con Roselee Goldberg, a su práctica instaladora y performativa para realizar un erudito estudio sobre Orson Welles que podemos tomar como una meta-crítica de una época de un manierismo inquietante. No se trataba de acabar con la máxima, proferida precisamente por Stella, de “lo que ves es lo que ves”, enredándose en una mezcla de revelación del fetichismo y situacionismo descafeinado, sino de radicalizar los trucos, entregarse, con lucidez, al ilusionismo: Stove citaba, sin oscurantismos, F for Fake, el retrato del artista como prestidigitador de Orson Welles. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. “Soy un charlatán –afirma Welles en su memorable film- Solía ser un mago y aún trabajo en ello”. Pero no debemos dejarnos engañar tan fácilmente, incluso el mago deconstructor, Houdini el maestro de la fuga, es un actor que interpreta el papel de un mago. En “Palimpsest”, un ensayo aún no traducido de Marcia Tucker, encontré una sorprendente comparación entre el magistral director de Citizen Kane y el que ella llama “el perverso Abellaneda (sic)”. Es significativo que en la compilación Art After Modernism: Rethinking Representation, realizada por Brian Wallis y publicada por el New Museum que en ese momento dirigía precisamente Tucker, el primero de los textos con el que nos enfrentamos sea “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges[97]. En ese fascinante “relato” se expone el raro caso de un escritor que trescientos años después de Cervantes intentó producir una páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y un fragmento del capítulo veintidós. “Menard (acaso sin quererlo) –escribe Borges- ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”.

Simulando el desamparo, repitiendo lo ajeno.
En la tragedia del deseo lo sublime y lo cotidiano llegan a ser lo mismo[98]. Las estrategias de rivalidad mimética[99], propias del posmodernismo, emplearon, en muchos casos, la ironía como una coartada. En un texto de 1980 Sherrie Levine habla de su obra en conexión con una anécdota familiar: “Como la puerta estaba entreabierta, vi a mi madre y a mi padre revueltos en la cama, uno encima del otro. Avergonzada, herida, horrorizada, tuve la odiosa sensación de haberme puesto a mí misma ciegamente y completamente en manos indignas. De forma instintiva y sin esfuerzo, me dividí, por así decirlo, en dos personas: una la real, la genuina, siguió por su cuenta, mientras que la otra, una buena imitación de la primera, quedó encargada de mantener relaciones con el mundo. Mi primer yo permanece alejado, impasible, irónico y atento”. Para algunos teóricos, no hay sexo sin algún elemento de “acoso”, ya sea el de la mirada perpleja o el de la que está conmocionada o traumatizada por le carácter ominoso de lo que está sucediendo. Zizek, por ejemplo, subraya que la fantasía paradisiaca fundamental es la de ver a los padres copulando frente a su hijo, quien los observa y hace comentarios. “Aquí debemos volver al concepto freudiano de Hilflosigkeit (desamparo/zozobra) original del niño. [...] el niño está desamparado, no tiene “mapa cognitivo” frente al enigma del goce del Otro, es incapaz de simbolizar los misteriosos gestos e insinuaciones sexuales que presencia”[100]. El desapego, vinculado a la problemática pulsión de muerte, es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”[101]. Debemos entender la pulsión de muerte como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica[102]; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Pero la declaración de Sherry Levine cita otra cosa: “No sólo reconocemos en estas líneas una descripción de algo que ya conocemos –la escena primordial-, sino que nuestro reconocimiento podría incluso extenderse a la novela de Moravia de la que ha sido copiada, puesto que esta descripción autobiográfica de Levine es sólo una sarta de citas robadas de otros. Si la consideramos una manera extraña de escribir acerca de los métodos de trabajo propios, luego quizá debamos remitirnos a la obra que describe”[103]. Resulta que la estrategia de “apropiación” es, descaradamente, una mascarada.

La tradición del plagio.
Resulta que el plagiario tiene un carácter amoroso y fiel, no es el iconoclasta ni el resentido, sino alguien que intenta ajustar, como buenamente puede, la “angustia de las influencias”. Con todo, cuesta aceptar que, como dice Rodrigo Fresán, “los plagiarios plagian por amor al arte y sólo desean que sus productos sean entendidos como invenciones”[104]. El copión suele ser el vanidoso, ese mediocre que intenta ocultar la fuente de la que no solamente ha bebido sino que, con maldad inexplicable, ha dinamitado. El plagio es también vírico, prolifera por doquier, no parece tener vacuna conocida. Basta haber conseguido unos pocos aplausos y unas palmaditas en la espalda haciendo el “mono” para que resulte imposible retornar a otra cosa que no sea el truco y la disimulación. Cuando Costa y Mendíbil hablan del “plagio creativo” están refiriéndose a todas las formas de collage expandido, desde el schatch al sampleado, la emergencia del artista como un post-productor, un sofisticado re-mixador. Podríamos hacer una completa apología del traidor-traductor, de los que convierten las versiones en diversiones, de aquellos que entregados al reciclaje no terminan por quedar atrapados en lo que llamaríamos un “imaginario del micro-ondas”. John Oswald tiene toda la razón del mundo cuando señala que un disco puede ser tocado como una tabla de lavar[105]. No otra cosa quería decir Duchamp al animar a usar un Rembrandt como una tabla para planchar. Somos los herederos del ready-made-ayudado aunque en vez de “pasar a la acción” lo hayamos metido todo en urnas y estemos preocupados manteniendo la temperatura constante. Si ahora aceptamos que el plagio es cultura también habíamos guardado silencio, por si las moscas, ante la manifestación de Bergamín de que lo que no es tradición es plagio.

La habitación destrozada y lo siniestro escénico.
La casa puede estar llena de huellas del amor, aunque éste sea, como afirmó Beckett en Primer amor, una forma increíble del exilio. El sentimentalismo está en franca bancarrota, sobre todo desde que cobramos conciencia (literariamente, de forma ejemplar, en Fin de partida) de que hay que sobrevivir sobre un montón de escombros, sin que se pueda mencionar la catástrofe anterior: solo callando puede pronunciarse el nombre del desastre. Lo que queda en el espacio donde las pasiones se desplegaron es la sombra y las huellas de la pérdida. Pero también es cierto que el amante no fue otra cosa que un cobarde, alguien que se dio a la fuga, aterrorizado por el horizonte de lo “doméstico”. Como escribiera John Le Carré en Un espía perfecto: “Es amor aquello que aún puedes traicionar”. El último acto de ese abandono puede ser la destrucción de la casa, como esa que muestra Jeff Wall en una magnífica fotografía, La habitación destrozada, realizada en 1978. Es verdad que no se necesitan muchas explicaciones cuando vemos ropa dejada, desordenadamente, en cualquier sitio: la depresión impone su lógica de la falta de sentido de todo. Sin embargo, la fotografía no es un documento policial de un acto de vandalismo, sino que eso que parece el resultado de una violencia terrible ha sido dispuesto así, “de hecho, cuando se la examina, parece muy claro que es una especie de escenario teatral, a juzgar por los puntales junto a una de las paredes que vemos a través de la puerta, con lo que esta pared queda reducida a una superficie teatral”[106]. Los cajones revueltos, el colchón rasgado, la pared desconchada y, como remate ridículo, la figura de la bailarina, como “superviviente” de esa violencia que ha sido tratada, en la obra de Jeff Wall, como expresión simbólica (una manera de decir lo que no se puede decir), son elementos de una escenificación del accidente que es, propiamente, lo inhabitable[107]. Visión de lo inhóspito salvaje: el sujeto encuentra todo lo propio destrozado, las cosas fuera de sus lugares “clasificatorios”, el lecho del amor desgarrado como si se hubiera metaforizado el crimen. Aquí tenemos que retornar a aquella noción de lo unheimlich que, según Schelling señaló, es todo lo que, debiendo permanecer secreto y oculto, se ha manifestado. Fue Sigmund Freud el que un conocido texto de 1919, asoció lo siniestro al temor a que un objeto sin vida esté, de alguna manera, animado[108], pero también guarda relación con el pánico ante la posibilidad de perder los ojos, esto es, a ese paradójico verse cegado. Lo siniestro se da cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad, es lo “íntimo-hogareño” que ha sido reprimido y ha retornado de la represión: algo incómodo, familiar, pero, simultáneamente, disimulado. Todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia: “lo siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar en la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión”[109]. Pero, en el caso de la extraordinaria fotografía de Wall (una suerte de espacio “enmascarado), lo siniestro es, propiamente, una simulación. No debemos perder de vista que lo “irrepresentable” se ha convertido en el tropo retórico de un arte y una cultura que convierte la catástrofe en una canción de cuna[110]. Pero cuando la escatología está banalizada (el vómito o el escupitajo han sido sometidos a tanto a la civilización cuanto a la estetización) y se llega a la completa estasis[111], acaso sea importante que la boca vuelva a rechinar[112] e incuso reaparezca el universo estético como verdadero círculo apestoso[113].

Todo a cien. [El derecho al “síndrome”].
“El desierto crece. Lo salvaje está ya en el interior. Pero también, y en el mismo respecto, como una contradicción viva, somos sedentarios, porque ya da igual dónde vayamos. Todo va siendo preparado para que en todas partes nos “sintamos en casa”, esto es: desahuciados. Baste recordar al respecto el slogan de una conocida agencia de viajes alemana: “Déjenos que programemos sus vacaciones””[114]. Estamos afectados por el síndrome de Babel específico de nuestro Multiverso, aunque fácilmente tras en un viaje programado (en los que hay que ver lo que es necesario ver) podemos caer en lo que, vagamente, se llama síndrome de Estocolmo, esto es, la familiaridad con los guías-verdugos e incluso el retorno placentero a la tortura turística como única forma de afrontar el tiempo muerto. Tenemos que marcharnos de casa, sea como sea, aunque finalmente el destino sea, sencillamente, deleznable, un cuchitril en el que se consuma una estafa. Porque, en última instancia, los sujetos son conscientes del carácter inhóspito de la ciudad cainita. Ese primer hombre, que míticamente amuralla el territorio y cimienta el espacio “habitable”, es un delirante, alguien que se desvía del surco. No es raro que encontremos refugio, precarios llenos de miedo, en el búnker, sobre todo cuando se extiende la sospecha de que acaso una casa, a pesar del fuego resguardado en la memoria, no fue nunca un hogar. “Todo “hogar” es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido. “Hogar” es el lugar de la infancia (de la falta de un lenguaje delimitador y clasificador: dominador), el lugar de los juegos, la prolongación cálida y anchurosa del claustro materno. Y es imposible –y si lo fuera, sería indeseable y decepcionante- volver a él”[115]. La casa, ese lugar, por simplificar al máximo, en el que habitualmente se come, es, en muchísimos sentidos, lo indigesto. Algunos individuos, comienzan a acumular en sus casas toda clase de cosas, desde ropas viejas a cartones putrefactos, electrodomésticos inservibles o perros abandonados; sufren el Síndrome de Diógenes aunque les falta, por supuesto, el saber vivir de aquel antiguo sabio que, por lo menos, apartó de sí la “mascarada”[116]. Todos estamos, de una forma u otra, bunkerizados o metidos, tal vez sin saberlo, en la cripta[117] en la que soportamos una claustrofobia intolerable[118]. Virilio ha apuntado que, en época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwefung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom[119]. Todo, incluso aquello que nos atemorizaba, termina por ser grotesco, es decir, ornamental. Resulta, por ejemplo, extremadamente fácil aceptar lo peor cuando asistimos a la universalización de la noción de víctima, transformada en “imagen sublime”[120]. El imperio de los media ha enseñado que la forma de conseguir algo “memorable” tiene que ver con el síndrome de Eróstrato (en recuerdo de aquel griego que prendió fuego al templo de Diana con el único objetivo de que su nombre fuese conocido públicamente y conseguir así pasar a la posteridad) . Finalmente, la salida (en el pantano de la mascarada contemporánea) es la salvajada o la pura y lisa tontería.

Freakismo.
Feria callejera (1933), una fotografía extraordinaria de Brassaï: un individuo, con un megáfono o más bien un embudo metálico invita a entrar en al atracción, tras él otro exhibe una enorme fotografía de una mujer de piernas gordísimas. El rostro del “otro” ha desaparecido para exhibir al freak. El artista está, no cabe duda, zarandeado por la multitud. Pero Brassaï sabe también lo que supone estar solo, metido en las sombras de la ciudad. Acompaña a los vagabundos, observa a las prostitutas, entra en los burdeles, es un verdadero profesional de los bajos fondos[121], su mirada revela la complicidad con lo raro, la excitación ante los pequeños acontecimientos que están en la “sombra”. Hoy, sin embargo, todo eso ya no está marginado, antes al contrario, los freaks han tomado el mando de las operaciones. El freak apuntala la cultura del espectáculo, el monstruo es, de pronto, canónico[122]. Paul Virilio tiene claro que si el arte antiguo era demostrativo, el del siglo XX se convirtió en mostrativo, es contemporáneo del efecto de estupor de las sociedades de masas, sometidas a la turbulencia de la propaganda sin límites. Es cierto que la puesta en abismo del cuerpo o de la figura, en una escala de hiperviolencia presentada por los medios de comunicación, afecta o queda sedimentada en el arte que, con frecuencia, se complace en el juego del porno blando.“Despiadado, el arte contemporáneo no es impúdico, pero tiene la impudicia de los profanadores y de los torturadores, la arrogancia del verdugo”[123]. Entre el conformismo de la abyección, llegando incluso a la tanatofilia, y la banalización del exceso termina por producirse un enceguecimiento o, en otros términos, una alergia generalizada ante la escatologización del arte. Y, de pronto, un tal Massimo Piatelli informa para el Corriere de la Sera que en una remota región Turquía han aparecido cuadrúpedos humanos. Era previsible. Se trata de cinco hermanos que caminan, según queda documentado en fotografías y videos, sobre pies y manos debido a un defecto congénito. Clínicamente definido como el síndrome de Uner Tan (bautizado, como mandan los cánones, con el nombre del descubridor de tamaña anomalía) este cuadrupedismo está unido a un significativo retraso mental. Algunos se han lanzado a señalar que por fin ha aparecido el “eslabón perdido”. Otro científico llamado Tayfun Ozcelik, profesor de genética humana de la universidad de Bilkent de Ankara ha acudido hasta Iskenderun para estudiar el sorprendente descubrimiento y afirma, emocionado, que puede que esto nos ayude a “resolver los enigmas de la evolución humana”. Tiene cojones. Resulta que acabamos de descubrir a unos tipos con callos en las manos, encorvados patéticamente y nos parece algo extraño. Basta volver la vista en derredor para comprobar que todos, incluso yo mismo, caminamos y vivimos de esa manera desde hace muchos años. Nosotros, idiotas perfectos, somos el mítico “eslabón perdido” no hay que explorar nada en Turquía a no ser que les quiera cerrar la puerta de la Unión Europea por retrasados y cuadrúpedos vocacionales. Fake o Freak, tontería abismal o mentira globalizada.

El striptease glacial.
El strip-tease ha sido considerado por Baudrillard como la danza más original de Occidente cuyo se secreto es la celebración auto-erótica de una mujer por su propio cuerpo. Sabemos que el strip-tease parece una masturbación sublime de enorme lentitud, por medio de la cual la mujer marca una “otredad”, en un juego que es tan perverso y ambivalente cuanto narcisista. El mal strip es evidentemente el del desvestirse puro y simple, que no hace sino restituir la desnudez, la pretendida finalidad del espectáculo, y que omite esa hipnosis del cuerpo, para entregarlo a la concupiscencia directa del público. “No es que el mal strip no sepa captar el deseo de la sala; al contrario, sino que la mujer no ha sabio recrear para sí misma su cuerpo como objeto encantado, es que no ha sabido obrar esa transustanciación de la desnudez profana (realista, naturalista) en desnudez sagrada, la de un cuerpo que se describe a sí mismo, se palpa a sí mismo (pero siempre a través de una especie de vacío sutil, de distancia sensual, de circunlocución que, una vez más, como en un sueño, refleja el hecho de que los gestos son en espejo, de que el cuerpo medita sobre sí mismo a través del espejo de los gestos)”[124]. La mujer que baila desnudándose en torno a la barra es, en todos los sentidos, inalcanzable, tiene que permanecer intacta, como la fotografía que nos muestra una realidad anterior “y aunque da una impresión de idealidad, no se la recibe nunca como algo puramente ilusorio: es el documento de una “realidad de la que nos hallamos fuera de alcance””[125]. Hoy la pornografía está en todas partes, es, sin lugar a dudas, la esencia de lo visual y, particularmente, del lenguaje de la televisión[126]. “Precisamente porque en la pornografía la imagen no nos devuelve la mirada -es decir, porque es uniforme, sin ninguna mancha misteriosa que haya que “mirar al sesgo” para que asuma una forma distinta-, la prohibición fundamental que determina la dirección de la mirada de los actores en la pantalla queda suspendida: en una película pornográfica, lo habitual es que la mujer, en el momento del placer sexual intenso, mire directamente a la cámara, encarándonos a nosotros, los espectadores”[127]. Y, en vez de excitarnos, entregados a la masturbación zappeada nos quedamos (retorna la Gorgona) de piedra.

Irrespirable.
El salvajismo está, en el arte contemporáneo, fetichizado[128], esto es, el comportamiento bándalo es materia preferencial de la estrategia bienalizadora. El delirio de tocar el tabú lleva a una máscara sorprendente: aquella que nos permite no morir envenenados por el gas. Santiago Sierra emplaza a todos aquellos que quieran ser gaseados, su “reactualización” del universo concentracionario recibió, como acaso esperaba, el cierre de la censura. Todo aquel escándalo de la instalación 245 Kubikmeter en la sinagoga de Pulheim-Stommein ingresa, rápidamente, en la glaciación museística como imponente “documento fotográfico”[129].

El asunto del otro.
Craig Owens señaló que la fotografía sería el documento de un arresto anterior: “¿qué hago cuando poso para una fotografía? Me quedo inmóvil; de ahí las expresiones parecidas a una máscara, a menudo cadavéricas, de tantos retratos fotográficos”[130]. Algunos grandes fotógrafos, como Sander, son singulares mitólogos, capaces de tender a la generalidad adoptando la máscara, sabedores, por supuesto, de que ésta supone la aparición de la muerte[131]. “El parecido es un don y es siempre inconfundible, incluso oculto tras una máscara”[132]. Pero a veces ese parecido es algo equivalente a la rigidez cadavérica. La cámara, como ya he dicho, petrifica o, de forma más atenuada, el sujeto se detiene ante el fáscinum y la potencia de esa “mirada”. En cierto sentido quien posa tiene que protegerse de la mirada punctual[133]. El “espejo con memoria” (la fotografía) no es solamente el del narcisismo sino que también puede ser semejante a aquel en el que los vampiros no se reflejan; Joan Fontcuberta ha empleado esa dicotomía entre la seducción y la desaparición para establecer la diferencia entre los planteamientos de Diane Arbus y Cindy Sherman[134], el paso de las imágenes del mundo de los freaks a la ficción del yo[135] como algo proyectado, imágenes de imágenes, proyectado en una pantalla. No es que todo lo que se fotografíe siempre se pierda es que el rostro es siempre otro[136]. “En la vida social cotidiana –señala Víctor Burgin-, el portador de la identidad es el rostro, de modo que intercambiar el propio rostro con el de otra persona supone asumir el lugar que el otro ocupa en la sociedad”[137]. La fotografía es el advenimiento de si mismo como otro, el rostro está lleno de signos e indicios que nos obligan a proyectar ahí toda clase de intenciones[138].

El pasmo del simulacro.
Desde el comienzo, la fotografía es un simulacro[139]. En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que encontrar una literalidad del objeto, contra el sentido y la estética del sentido, es la función subversiva de la imagen, que pasa a ser ella misma literal, es decir, lo que es profundamente: operadora de una desaparición de la realidad[140]. Aquella antinaturalidad de la imagen posmoderna[141], esas fotografías de fotografías, pueden producir el hechizo pero también acarrean, con toda su (no)ideología, decepción[142]. Charlotte Cotton ha hablado de una deadpan aesthetics[143] a propósito de fotógrafos como Andreas Gursky, Thomas Sthuh, Candida Höfer, Thomas Ruff o Axel Hütte. Sus retratos, paisajes o interiores están detenidos, tienen algo del estadio final de la máscara[144]. Aunque no conozco la virtudes de la máscara que Barthes llama “lo Neutro”[145], tal vez sea mejor el tancredismo warholiano (uno de los padres fundadores de la mascarada) que los artistas (post)vanguardistas que adoptan la pose bizarra[146].

El dulce placer de hacer el tonto.
Como bien dice Perniola ahora somos todos performers más o menos hábiles y capaces, por ello, aún más comprometedora y apremiante se revela la exigencia de ofrecer una performance única, singular, incomparable. Las dos tradiciones fundamentales del performance, que tienen que ver con lo “espiritual” (usualmente místico-orientalizante) y con lo “atlético” (coreográfico, excesivo, sudoroso)[147], han sido desbordadas por la pasión escatológica y el inmensa tela de araña del reality show. Ciertamente uno de los artistas que con más lucidez ha desarrollado la estilística del foto-performance es Erwin Wurm. La humorística alusión de Wurm a lo “políticamente correcto” acota una serie de acciones “eclesiales”: un cura tumbado en los bancos, otro con una manzana en la boca, uno más orando en un campo de fútbol en el incomparable y sublime entorno de altas montañas. Una fotografía, casi abstracta, focaliza un montón de moscas muertas cerca de un confesionario, mientras un sujeto, acaso el mismo cura extravagante, se oculta tras un tablón. El colmo del desafuero y el patetismo es un anciano que, con los pantalones bajados, intenta fornicar con un muro musgoso. No cabe duda de que las poses fotográficas de este artista que se autorretrata orando piadosamente (sus obras pueden entenderse como oraciones, sentencias, enunciadas con enorme precisión) son francamente divertidas. En tiempos de retórica de la banalidad, por lo menos Wurm da una vuelta de tuerca al canon del “menos es más” y con cualquier cosa, en un minuto, monta el pollo con su humor líquido[148]. Como señalara Martin Kippenberger, en torno a las bufonadas de imitadores baratos: “No puedes hacer el tonto si eres tonto”. Donde está la locura no hay obra. Podemos sentir una singular nostalgia del Rey de los Locos[149], pero, lamentablemente, no siempre es Martes de Carnaval; aquella revolución sustitutoria de los pobres quedó fosilizada en la bohemia y, por supuesto, hoy está transformada en pose “cínica”. Tenemos claro que las transgresiones periódicas de las Ley pública son inherentes al orden social. De hecho la comunidad se reconoce e identifica con formas específicas de trasgresión. Lo que nos corresponde es la banalidad que no es, como podría pensarse, el reino del aburrimiento, sino más bien la generación constante de microdiferencias, “de contenciosos, transgresiones y crímenes en los cuales se reconocen los distintos “bandos””[150]. Un sosias se encarama al techo del Museo y canta algo patético, de remate suelta una meada[151]. Ese destronamiento carnavalesco[152] es aceptado por la Institución como algo “lógico” e incluso necesario. Todos saben que, finalmente, la perversión lo que hace es instaurar la Ley[153].

Muecas ante el espejo.
Zizek ha comparado la invasión del cuerpo por una criatura alienígena, tal y como sucede en las películas Alien de Ridley Scott o Hidden de Jack Sholder, con La Máscara o Mentiroso Compulsivo, ambas protagonizadas por Jim Carrey. Frente al objeto interno externalizado (la mierda o el ser horrendo que nos revienta) estaría la máscara como objeto maligno que tiene vida propia y se apodera del sujeto que se la pone en la cara. Conocemos ese destino gesticulante: ser un personaje de dibujos animados o alguien que intenta compulsivamente decir la verdad como un tortura insoportable[154]. Al final resulta que tenemos que hacer muecas ante el espejo[155] para escapar de la catástrofe. Todas las repeticiones, incluido el retablo de la estupidez[156], han terminado por convertir al mundo en un interminable mascarada. Todavía no sabemos si la pantomima artística contemporánea es subversiva o una mera máscara vacía[157].


[1] Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2006, p. 200.
[2] Paul Virilio: “El último vehículo” en Videoculturas de fin de siglo, Ed. Cátedra, Madrid, 1999, p. 43.
[3] Jean Baudrillard: “Videosfera y sujeto fractal” en Videoculturas de fin de siglo, Ed. Cátedra, Madrid, 1999, p. 36
[4] Jean Baudrillard: “Videosfera y sujeto fractal” en Videoculturas de fin de siglo, Ed. Cátedra, Madrid, 1990, p. 31.
[5] Cfr. Rafael Sánchez Ferlosio: “Hacia una nueva estética” en La hija de la guerra y la madre de la patria, Ed. Destino, Barcelona, 2002, pp. 71-75.
[6] Cfr. Gérard Imbert: “La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura. (Hacia una estética de lo hipervisible)” en Revista de Occidente, n° 201, Madrid, Febrero de 1998, p. 89.
[7] “Al escribir en 1969 sobre Robert Morris, Annette Michelson afirmaba que sus obras “exigen el reconocimiento de la resolución singular con la que un escultor ha asumido la tarea filosófica que, en una cultura no comprometida al completo con el pensamiento especulativo, recae con especial rigor sobre sus artistas”. Thomas Crow ha considerado que esa afirmación “está entre las justificaciones más precisas de los requisitos exactos que las mejores obras del minimalismo y del conceptual imponen a su público. Podemos extendernos y decir que es una cultura en la que la filosofía ha estado mucho tiempo ensimismada en sus intercambios técnicos con profesionales académicos, la práctica artística en la tradición duchampiana ha llegado a proporcionar los lugares más importantes para que las cuestiones filosóficas demandadas pudieran airearse ante un público sustancialmente profano”” (Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 168).
[8] En unas consideraciones en torno a “Anatanatofilias y necrografías” señala Dionisio González que “la escenificación del karaoke y la resistencia a la mutación finales no son sino muestras de la reflexividad del individuo, los planos largos (en suspenso) no hacen sino inquirir que es un significante que no dice más que lo que dice pero que precisamente por eso es molesto. La imagen ha muerto, recojamos la imagen de esa muerte desde ésta necrófaga práctica de la ética de la exceso” (Dionisio González: texto para Panópticos la escritura de lo visible, 2002).
[9] Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 169.
[10] Cfr. Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 267.
[11] “Consideremos la fuerza de esta dinámica de interpelación y desconocimiento cuando el nombre no es un nombre propio sino una categoría social, y por tanto un significante susceptible de ser interpretado de maneras divergentes y conflictivas. Ser interpelado/a como “mujer” o “judío” o “marica” o “negro” o “chicana” puede oírse o interpretarse como una afirmación o un insulto, dependiendo del contexto en que se produzca la interpelación (donde el contexto es la historicidad o espacialidad efectiva del signo). Cuando se dice uno de estos nombres, por lo general existe cierta vacilación ante cómo responder o ante si se debe responder, porque hay que determinar si la totalización temporal efectuada por el nombre es políticamente habilitadora o paralizante, si la clausura, e incluso la violencia, de la reducción totalizadora de la identidad efectuada por esta interpelación concreta es políticamente estratégica o represiva, o si, aun siendo paralizante y represiva, puede ser de algún modo también habilitadora” (Judith Butler: Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción, Ed. Cátedra, Madrid, 2001, p. 109).
[12] “La sujeción es, literalmente, el hacerse de un sujeto, el principio de regulación conforme al cual se formula o produce el sujeto” (Judith Butler: Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción, Ed. Cátedra, Madrid, 2001, p. 96).
[13] “Hay dos significados de la palabra sujeto: sometido a otro a través del control y la dependencia, y sujeto atado a su propia identidad por la conciencia o el conocimiento de sí mismo. Ambos significados sugieren una forma de poder que subyuga y somete” (Michel Foucault: “Por qué estudiar el poder: la cuestión del sujeto” en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermeneútica, Ed. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988, p. 231.
[14] Michel Foucault: “Por qué estudiar el poder: la cuestión del sujeto” en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermeneútica, Ed. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1988, p. 231.
[15] Así el sujeto tendría que asumir la ausencia. “La máscara evoca –hace volver- un ausente; o más bien, el proceso –corrupción- que conduce a la ausencia” (Remo Guidieri: “Sobre lo poco que sabemos de las máscaras” en El museo y sus fetiches. Crónica de lo neutro y de la aureola, Ed. Tecnos, Madrid, 1997, p. 81).
[16] Alain Badiou: El siglo, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2005, p. 184.
[17] Christine Buci-Glucksmann: “La desaparición del rostro” en Galería de retratos, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1994, p. 20.
[18] Cfr. Gilles Deleuze. Diferencia y repetición, Ed. Jucar, Madrid, 1988, pp. 460-461.
[19] Gilles Deleuze y Félix Guattari: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Ed. Pre-textos, Valencia, 1988, p. 191.
[20] “Nuestra cultura en todo momento se refleja en estos dos rostros en los cuales nunca deja de reflexionar: el rostro de los rasgos superficiales y de las emociones preestablecidas y el rostro correspondiente a la categoría simbólica e intensiva de las pasiones. Nuestra cultura usa el primer rostro para enmascarar al segundo al que cubre de disfraces y capuchas o al que descubre (¿con feliz eutanasia?) al mostrar bajo la piel los complicados mecanismos de las desolladuras o al penetrar hasta el profundo subrostro que es la común calavera del cráneo” (Paolo Fabbri: “Las pasiones del rostro” en Tácticas de los signos, Ed. Gedisa, Barcelona, 1995, p. 146).
[21] Emmanuel Levinas: “El rostro” en Ética e infinito, Ed. Visor, Madrid, 1991, p. 80.
[22] Jacques Lacan: “La línea y la luz” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1995, p. 109.
[23] Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2006, p. 196.
[24] “El aspecto negativo de llevar una máscara es la extraña prohibición que hasta hace poco existía en la pornografía dura: aunque lo mostraba “todo”, el sexo real, la narrativa que enmarcaba los repetidos encuentros sexuales era, por lo general, ridículamente inverosímil, estereotipada y estúpidamente cómica, como una especie de vuelta a la commedia dell´arte del siglo XVIII, en la que los personajes no hacen el papel de individuos “reales” sino de tipos unidimensionales: el Avaro, el Marido Cornudo, la Esposa Promiscua. ¿No es esta extraña compulsión de hacer la narrativa ridícula una especie de gesto de respeto negativo: sí, lo mostramos todo, pero precisamente por esa razón queremos dejar claro que todo es una broma, que los actores realmente no están metidos en ello?” (Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2006, pp. 196-197).
[25] “Para comprender las pinturas, las obras de teatro, los filmes y las novelas, debemos dirigir nuestra mirada, en primer lugar, a las muñecas, caballos y camiones de juguete, y osos de peluche. Las actividades en las cuales las obras de arte representativas se encuentran inmersas, y que confieren a las mismas su verdadero sentido, son comprendidas mejor como una continuación de los juegos infantiles de make-believe” (K. L. Walton: Mimesis as Make-Believe: On the foundations of representational arts, Harvard University Press, Cambridge, Londres, 1993, p. 11).
[26] Kate Linker señaló que las obras de Cindy Sherman, Richard Prince o Richard Basman, tenían punto de contacto con los mecanismos del melodrama: “generalmente organizado por la antítesis y la hipérbole, el melodrama presume una relación clara y fiable con su audiencia, animándola a ser absorbida por y a comprometerse con el flujo de eventos. Esto lo consigue a través de efectos exagerados, producidos por los escenarios, iluminación, pose, y pintura, cuyas distorsiones expresionistas generan fantasía” (Kate Linker: “Melodramatic tactics” en Artforum, Nueva York, Septiembre de 1982, p. 31).
[27] José Díaz Cuyás: “Apartamiento” en Florentino Díaz. Mi casa junto a Gropius, Galería Bores & Mallo, Cáceres, 2000, p. 122.
[28] “Las coloraciones azul tinta del tatuaje humano tienen el doble fin de ponerse en evidencia en ser humano, pero sobre todo distinguirse como una parte de él en cuanto especio o grupo. Es necesario pintarse para ser verdaderos hombres, ya que el que queda con su propia piel no se distingue de los animales, el resto de los seres y de lo visible no pertenece al grupo y al domicilio elegido por el pueblo: no “se pertenece”” (Manlio Brusatin: Historia de los colores, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 36).
[29] “Las figuras de pesadilla, como las diosas de la venganza, sedientas y manchadas de sangre, se confundían, en la nublada mente de quien las sufría, con la Gorgona. Su poder fulminante residía en su mirada, al igual que en la tupida maraña de serpientes que aureolaban su cabeza. El imprudente que la miraba directamente a los ojos moría petrificado. La mirada de la Gorgona, como una emanación maligna, convertía a la víctima en una estatua de piedra” (Pedro Azara: El ojo y la sombra. Una mirada al retrato en Occidente, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2002, p. 81).
[30] John Berger señala que en los cinco retratos que Géricault pintó en La Salpétrière, los ojos de los retratados miran a otro lado, de soslayo: “No porque estén viendo algo distante o imaginado, sino porque ya se han acostumbrado a evitar todo lo cercano. Lo cercano provoca vértigo porque las explicaciones ofrecidas no lo explican. Con cuánta frecuencia nos encontramos hoy –en los trenes, en los aparcamientos, en las colas de los centros comerciales- con una mirada semejante, una mirada que se niega a enfocar lo cercano” (John Berger: “Un hombre desgreñado” en El tamaño de una bolsa, Ed. Taurus, Madrid, 2004, p. 187).
[31] “Este sería el “destino” de la Fotografía: haciéndome creer (es verdad: ¿una vez de cuántas?) que he encontrado la “verdadera fotografía total”, realiza la inaudita confusión de la realidad (“Esto ha sido”) con la verdad (“¡Es esto!”), se convierte al mismo tiempo en constativa y en exclamativa; lleva la efigie hasta ese punto de locura en que el afecto (el amor, la compasión, el duelo, el ímpetu, el deseo) es la garantía del ser. La Fotografía, en efecto, se acerca entonces a la locura, alcanza la “loca verdad”” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 192).
[32] “La Fotografía remite siempre el corpus que necesito al cuerpo que veo, es el Particular absoluto, la Contingencia soberana, mate y elemental, el Tal (tal foto, y no la Foto), en resumidas cuentas, la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 31).
[33] Susan Sontag: Sobre la fotografía, Ed. Edhasa, Barcelona, 1981, p. 26.
[34] “La Fotografía no rememora el pasado [...]. El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido. [...] la Fotografía tiene que ver con la resurrección: ¿no podemos acaso decir de ella lo mismo que los bizantinos decían de la imagen de Cristo impresa en el Sudario de Turín, que no estaba hecha por la mano del hombre, acheiropoietos?” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 145).
[35] “La ausencia asumida como ocasión del acto de figurar, como razón del retrato. La escenografía que da cuerpo a su invención es el dispositivo sentimental: la imagen es la retención del ausente, de aquel que va a marcharse “al extranjero”” (Jean-Cristophe Bailly: La llamada muda. Los retratos de El Fayum, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 106).
[36] Craig Owens: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 212.
[37] “Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento más sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 46).
[38] Estoy empleando argumentaciones desarrolladas en diferentes textos por Levinas, por ejemplo, en “El rostro” en Ética e infinito, Ed. Visor, Madrid, 1991, pp. 79-87.
[39] “El rostro es, en efecto, la unidad inaugural de una mirada desnuda y de un derecho a la palabra” (Jacques Derrida: “Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas” en La escritura y la diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona, 1989, p. 194).
[40] Slavoj Zizek: “La sublimación y la caída del objeto” en Todo lo que usted quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1994, p. 145.
[41] Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 31.
[42] “Un objeto, no es algo tan simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, incluso, como Freud nos lo recuerda, no se conquista nunca sin haber sido previamente perdido. Un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad” (Jacques Lacan: “Ensayo de una lógica de caucho” en La Relación de Objeto. El Seminario 4, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 373-374).
[43] Cfr. Jacques Lacan: “Tyche y Automaton” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, pp. 62-63.
[44] Rosalind Krauss: “Fotografía y abstracción” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 232.
[45] Jacques Derrida: “Dispersión de voces” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 159.
[46] Ralf Rugoff ha desarrollado esa noción, analizando el arte norteamericano desde los años setenta en la Costa Oeste, llegando a definir una estética forense, cfr. Ralf Rugoff: “More than Meets the Eye” en Scene of the Crime, The MIT Press, Cambridge, Massachussets, 1997, p. 62.
[47] Jean Baudrillard: “La escritura automática del mundo” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 85.
[48] “[...] El resto del arte sería aquello que en la experiencia artística se opone y se resiste a la homogeneización, al conformismo, a los procesos de producción de consenso masificado, vigentes en la sociedad contemporánea, y, más en general, a las tendencias a reducir la grandeza y la dignidad del arte. Sin embargo, esta orientación no se dirige, en absoluto, hacia la rehabilitación de la obra entendida como monumento. En la noción de resto está implícita una toma de posición antimonumental y anticlasicista” (Mario Perniola: El arte y su sombra, Ed. Cátedra, Madrid, 2002, p. 99).
[49] “Describir [dépeindre] es [...] remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente. Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) [...] Por obra de una mimesis secundaria (el realismo) copia de lo ya está copiado” (Roland Barthes: S/Z, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 46.
[50] “La fotografía, siempre situada entre las bellas artes y los medios de comunicación, es la herramienta privilegiada de una exigencia de realismo que no puede satisfacerse con una producción de objetos autónomos, ni tampoco con la reproducción, por muy distanciada y crítica que sea, de imágenes preexistentes. A través de la reactualización del modelo de la reproducción, como norma histórica de una descripción llamada “realista”, la cuestión de lo “real” es lo que se actualizado, puesto al día y restituido a la experiencia del que mira” (Jean-Francois Chevrier: “El cuadro y los modelos de la experiencia fotográfica” en Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Ed. Llibres de Recerca, MACBA, Barcelona, 1997, p. 211).
[51] “El discurso en el mundo del arte se identificó con lo fotográfico. [...] me refiero a la noción de lo fotográfico en tanto que opuesto a la fotografía per se, a la teorización de lo fotográfico en términos de sus múltiples copias: ningún rastro de originalidad en el original, a la vez la “muerte del autor”, la mecanización de la producción de la imagen” (Craig Owens entrevistado por Anders Stephanson: “Interview with Craig Owens” en Beyond Recognition. Representation, Power, and Culture, University of California Press, Berkeley, 1992, p. 300).
[52] “[...] la ficción que Sherman revela es la ficción del yo. [...] Todas las fotografías de Sherman son autorretratos donde aparece disfrazada representando un drama cuyos detalles no se revelan. Esta ambigüedad de la narración es análoga a la ambigüedad del yo, que es tanto actor de la narración cuanto su creador” (Douglas Crimp: “La actividad fotográfica de la posmodernidad” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 160).
[53] “Hay una brecha que separará eternamente el núcleo fantasmático del ser del sujeto de las formas más “superficiales” de sus identificaciones simbólicas y/o imaginarias –no me s nunca posible el asumir totalmente (en el sentido de integración simbólica) el núcleo fantasmático de mi ser: cuando me le acerco demasiado, lo que ocurre es la aphánisis del sujeto: el sujeto pierde su consistencia simbólica, se desintegra. Y, quizás, la actualización forzada en la sociedad real misma del núcleo fantasmático de mi ser es la por y más humillante forma de violencia, una violencia que mina la base misma de mi identidad (mi “imagen de mí mismo”)” (Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 197).
[54] Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 161.
[55] “No está la “verdadera” Sherman pero entonces tampoco hay un “verdadero” especatador: de hecho, Cindy Sherman desea que el espectador sea “engullido”, “casi aspirado” por sus fotografías, que crea reconocer en determinada postura de un Film Still una escena de cine célebre, mientras que, tal como confiesa la propia Cindy Sherman, dicha escena no existe. Esto significa que a través de los estereotipos, el espectador se convence de que una copia es una copia... es el original y que un lugar común transmitido por la imaginería de masas se convierte en acontecimiento para su mirada, su emoción y su subjetividad2 (Dominique Baqué: La fotografía plástica, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p. 227).
[56] “The work of American artist Cindy Sherman, with its acute invocation of iconic mannerisms from cinematic stills, fashion photography, pornography and painting, is in many respects the primer exemplar of postmodern art photography” (Charlotte Cotton: The Photograph as Contemporary Art, Ed. Thames & Hudson, Londres, 2004, p. 192).
[57] Craig Owens discute esta teoría en “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, pp. 208-211.
[58] Cfr. John Flecher: “Versions of Masquerade” en Screen, 29, n° 3, 1988 y Griselda Pollock: “Mujeres ausentes. (Un replanteamiento de antiguas reflexiones sobre imagines de la mujer” en Revista de Occidente, n° 127, Diciembre, 1991, pp. 92-93.
[59] “La fotografía artística posmoderna, por ejemplo la producida por Sherman, es conocida por su obsesiva reflexión sobre sí misma, por su parasitaria autorreproducción en forma de citas selectivas de la propia historia pictórica de la fotografía. Según críticos como Paul Virilio, “el fotógrafo, dominado por la indiferencia, no parece capaz ya de encontrar algo nuevo para fotografiar” (Geoffrey Batche: Arder en deseos. La concepción de la fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 215).
[60] “La photographie est bien entendu, par excellence, un art du double. Or, précisément, cette fonction de duplication de la réalité ne satisfait pas Duane Michals, il l´a répeté cent fois: “L´important n´est pas l´apparence des coses, mais leur nature philosophique”” (Renaud Camus: “L´ombre d´un double” en Duane Michals, Ed. Nathan, París, 1997).
[61] Cfr. Rosalind Krauss: “A Voyage on the North Sea”. Art in the age of the Post-Medium Condition, Ed. Thames & Hudson, Londres, 2000, p. 56.
[62] “La desaparición del sujeto individual, y su consecuencia formal, el desvanecimiento progresivo del estilo personal, han engendrado la actual práctica casi universal de lo que podríamos llamar el pastiche” (Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Ed. Paidós, Barcelona, 1991, p. 41).
[63] Margarita de Aizpuru: “Realidades, ficciones y seducciones” en Dionisio González. Human Hive, Zona Emergente, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2000, p. 11.
[64] “La persona “in se stessa” è “nel” quadro. Il quadro senza interno è l´interiorità o l´intimità della persona, è insomma il soggetto del suo soggetto: il suo supporto e la sua sostanza, la sua soggettività e il suo essere-supporto [subjetilité], la sua profondità e la sua superficie, la sua stessità e la sua alterità in una sola “identità” il cui nome è ritratto” (Jean-Luc Nancy: Il ritratto e il suo sguardo, Rafaello Cortina Editore, Milán, 2002, p. 22).
[65] Nancy señala que en respuesta a la demanda de encuentro de la edad contemporánea, que simultáneamente excaba y excluye la mirada del retrato, podemos rememorar los semblantes exorbitados de Picasso, el punto lejano al interior de la tela desde el que viene la mirada en Giacometti, el tormento de Bacon o la puesta en evidencia de lo hiperreal, siempre con un fondo de alteridad absoluto: “e così diventa sempre più vertiginosamente lo sguardo che sprofonda nello scorcio dello sguardo stesso, quello del pittore come quello di un alto –l´uno sprofondato nelláltro, nella custodia della fuga stessa: incontro in un lampo del sub e del getto (del supporto e della pittura)” (Jean-Luc Nancy: Il ritratto e il suo sguardo, Rafaello Cortina Editore, Milán, 2002, p. 64).
[66] Jean Clair: Elogio de lo visible, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 234.
[67] Cfr. Francoise Fontisi-Ducroux: Du masque au visage. Aspects de l´identité en Grece Annciene, Ed. Flammarion, París, 1995, pp. 69-70.
[68] “El devenir verdad del sujeto, como devenir-sujeto del tiempo es lo que “hace pasar todo presente en el olvido, pero conserva todo el pasado en la memoria”. Y si el olvido le corta la ruta a todo retorno más acá del presente, la memoria funda, desde ese momento la “necesidad de recomenzar”” (Alain Badiou: Deleuze. “El clamor del Ser”, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, p. 95).
[69] Cfr. Francoise Frontisi-Ducroux: Du masque au visage, aspects de l´identité en Grèce ancienne, Ed. Flammarion, París, 1995.
[70] Jean-Christophe Bailly: La llamada muda. Los retratos de El Fayum, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 144
[71] Hay en Warhol una preocupación obsesiva por el tiempo, pero particularmente por la anulación de la acción: “Andy practicaba el arte de hacer que no pasara nada (“Me doy perfecta cuenta de que se alegran cuando entro por la puerta, porque está pasando algo, y están impacientes por verme hacer que no pase nada”)” (Wayne Koestenbaum: Andy Warhol, Ed. Mondadori, Barcelona, 2002, p. 259). Sobre la celebridad maquinal de Warhol, cfr. Jean Baudrillard: La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 26.
[72] “La televisión que espectaculariza la muerte y le confiere los valores del consumo y del ocio, hace del espectador un modelo elusivo o escapista que observa desde la distancia del luto ritualizado lo que le sucede al “otro”” (Dionisio González: “La imagen ha muerto; registremos la imagen de esa muerte” en Dionisio González. Human Hive, Zona Emergente, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2000, p. 13).
[73] “La fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a sí misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la fotografía excluye toda purificación, toda catarsis” (Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 157). “Lo que las fotografías intentan prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte integrante de cada imagen de la memoria” (Benjamin H.D. Buchloh: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter. Cuatro ensayos a propósito del Atlas, Llibres de Recerca, MACBA, Barcelona, 1999, p. 147).
[74] Cfr. Galienne y Pierre Francastel: El retrato, Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 50.
[75] “El símbolo de nuestra contemporaneidad [...] es Mark Lewis, el protagonista del film: El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) que confiesa no conocer en su infancia un solo segundo de intimidad, inmersa su vida en un seguimiento ininterrumpido de filmación por parte de un padre psicótico-biólogo que pretende un completo estudio del crecimiento humano y de la exploración del miedo. –“Todo lo que fotografío siempre lo pierdo”, confiesa el protagonista haciendo suya la tesis barthesiana de que toda fotografía es siempre esta catástrofe” (Dionisio González: “La imagen ha muerto; registremos la imagen de esa muerte” en Dionisio González. Human Hive, Zona Emergente, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2000, p. 17).
[76] Kevin Power: “Jürgen Klauke: el revestimiento del cuerpo virtual” en Jürgen Klauke. El yo desastroso. Obra reciente 1996-2001, Museo Internacional de Arte Contemporáneo, Lanzarote, 2001, p. 21.
[77] “Resumiendo: que incluso si estos programas son “de verdad”, de todos modos la gente actúa en ellos: simplemente se representan a sí mismos. La nota que aparece habitualmente en las novelas (“Todos los personajes de este libro son ficticios, y cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, es una coincidencia”) también es aplicable a quienes participan en las series de tele-realidad: lo que vemos son personajes ficticios, aunque se estén interpretando a sí mismos de verdad” (Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2006, p. 198).
[78] “Lo que se esperaba que mostrase el gladiador vencido era compostura, un rostro “congelado como el hielo”, “duro como la roca”, impenetrable como una máscara. “Máscara”, exactamente era el significado de la palabra latina “persona”, y no es excesivo imaginar que en el contexto de la cultura romana era esta compostura, esta contención del propio rostro enfrentado al peligro más extremo, a la agonía y a la muerte, la que daría forma y de veras construiría una “persona”. Mostrar compostura, parece, podía transfigurar al gladiador vencido en el verdadero héroe del espectáculo; un héroe que, en lugar de convertirse en un semidiós, se convertía en un icono de la fuerza psíquica requerida para afrontar la debilidad humana” (Hans Ulrich Gumbrecht: Elogio de la belleza atlética, Ed. Katz, Buenos Aires, 2006, p. 108).
[79] Ese era el título Bas les masques de un programa de Mireille Dumas en France 2, un reality show que intentaba, como todos, ir más allá de los tabúes y hacer olvidar las rutinas comunitarias aunque finalmente reforzara las prohibiciones simbólicas y llevara al más abismal de los aburrimientos.
[80] Gérard Imbert: El zoo visual. De la television espectacular a la television especular, Ed. Gedisa, Barcelona, 2003, p. 120.
[81] “De esta manera renuncian a su superyó social, perdiendo todo sentido del pudor, del honor e incluso de la dignidad. La televisión lava de toda sospecha y la pequeña fama conseguida subsume la vergüenza en orgullo de “haberlo superado”. Más que de humillación cabe hablar de sublimación, en una práctica que funciona aquí también como ritual sacrificial: los concursantes se inmolan ante el público se despojan de su sentido del ridículo y de los límites del decoro ante la televisión; ésta es esa amiga íntima ante la cual uno se puede desnudar sin complejos: la televisión es intimidad” (Gérard Imbert: El zoo visual. De la televisión espectacular a la televisión especular, Ed. Gedisa, Barcelona, 2003, p. 159).
[82] “Originalmente, un imitador es, pues, un poseído. Tal vez hay que explicar así el papel de la imitación en las danzas rituales de los primitivos” (Jean-Paul Sartre: Lo imaginario, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 48).
[83] Thomas Bernhard: “El imitador de voces” en El imitador de voces, Ed. Alfaguara, Madrid, 1985, p. 13.
[84] Cfr. Roger Caillois: “Mimétisme et psychasténie légendarie” en Minotaure, n° 7, París, Junio de 1935.
[85] Denis Hollier: “Mimesis and Castration” en October, n° 31, invierno de 1984, pp. 3-16.
[86] Se puede tratar de una repugnante intrusión excremental: “Ahí reside el sentido del famoso cartel de “¡Prohibido el paso!” al principio y al final de El ciudadano Kane: es muy peligroso entrar en este dominio de la máxima intimidad, donde uno encuentra más de lo que busca y, repentinamente, cuando ya es demasiado tarde para retirarse, uno se encuentra a sí mismo en un reino viscoso y obsceno...” (Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 34).
[87] Jacques Derrida: “Desgastes. (Pintura de un mundo sin edad)” en Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 91.
[88] Lyotard señalaba que la imposibilidad de la pintura surge de la mayor necesidad de que el mundo industrial y postindustrial tecno-científico, ha tenido de la fotografía, “al igual que este mundo necesita más al periodismo que a la literatura” (Jean-Francois Lyotard: “Presenting the unrepresentable: the sublime” en Artforum, Nueva York, abril de 1982, p. 67).
[89] “Una llaga de sangre y pus, o el olor dulzón y acre del sudor, de la putrefacción, no significan la muerte... El desecho, como el cadáver, me indican lo que aparto continuamente para vivir. Esos humores, esta mugre, esa mierda son lo que la vida soporta apenas y penosamente de la muerte” (Julia Kristeva: Pouvoirs de l´horreur, Ed. Seuil, París, 1980, p. 11).
[90] “Lo podrido es, efectivamente, medular en una preocupación somática que sólo tiene dos opciones: el camuflaje o la exhibición, la razón apolínea atenta al ser como puro estar o la inmediatez dionisiaca del ser... pasando” (Pere Salabert: La redención de la carne. Hastío del alma y elogio de la pudrición, Ed. CendeaC, Murcia, 2004, p. 117).
[91] Joanna Lowry: “La fotografía, el vídeo y lo cotidiano” en Papel Alpha. Cuadernos de fotografía, n° 5, Salamanca, 2000, p. 9.
[92] Cfr. Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Brian Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 153-164.
[93] Cfr. Judith Butler: “El marxismo y lo meramente cultural” en New Left Review, n° 2, Mayo, 2000, Ed. Akal, Madrid, p. 110.
[94] Cfr. Nicolas Bourriaud: Post-producción. La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004, p. 9.
[95] “La fantasmagoría no sólo es el arte de hacer hablar al fantasma. Por la compleja relación que establece entre la ilusión y la realidad, entre el deseo de ver o de saber y las lagunas de un universo narrativo, cuyas perspectivas contradictorias se sobreponen sin ajustarse, en que las identificaciones tranquilizadoras nos eluden, la fantasmagoría toca las raíces mismas del fantasma. Expresa su evanescencia y el descentramiento, frustrando la mirada en el momento mismo en que la fantasmagoría la llenaba, y constituye así el medio por excelencia de ese vaivén alrededor de los límites, de esa confusión de las pistas y los puntos de apoyo que lleva al lector a afrontar su propia verdad en forma de enigma que no debe tener respuesta” (Max Milner: La fantasmagoría, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, pp. 205-206).
[96] Cheryl Bernstein es un personaje “ficticio” que aparece como una joven crítica de Nueva York, que, según la presentan en Gregory Battcock Idea Art (Nueva York, 1973) habría estudiado en la universidad de Hofstra y conseguido el doctorado en Hunter. Cfr. Thomas Crow: “El retorno de Hank Herron” en Anna María Guasch (ed.): Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, pp. 105-115.
[97] El texto Pierre Menard, autor del Quijote de Borges está, como indico, recogido en Brice Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 3-10.
[98] “Como puso de manifiesto durante toda su vida como enseñante, no es sólo que el deseo sea intrínsecamente “trágico” (que esté condenado, en última instancia, a fracasar), sino que la tragedia misma (en todos los casos clásicos, desde Edipo y Antígona, pasando por Hamlet, hasta la trilogía de Coufontaine, de Claudel), es, en definitiva, siempre la tragedia del deseo. La pulsión, por el contrario, es intrínsecamente cómica, en la medida en que “cierra el bucle” y suspende la fisura interna al deseo, en cuanto que afirma la coincidencia, incluso la identidad, entre lo sublime y el objeto cotidiano” (Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, pp. 108-109).
[99] “En estos últimos años, cada vez se ha considerado más imprescindible como herramienta deconstructiva determinada duplicidad calculada. Tanto en la teoría como en el arte contemporáneo abundan la parodia, el trompe-l´oeil, la disimulación (no simulación, como se viene diciendo); en suma, estrategias de rivalidad mimética” (Craig Owens: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 194).
[100] Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 309.
[101] “La necesidad de que el apego apasionado proporcione un mínimo de ser implica que ya está allí el sujeto en cuanto “negatividad abstracta” (el gesto primordial de des-apego respecto de su ambiente). La fantasía es entonces una formación defensiva contra el abismo primordial del des-apego, de la perdida del (apoyo en el) ser, que es el propio sujeto. Entonces, en este punto decisivo hay que suplementar a Butler: la emergencia del sujeto no equivale estrictamente a la sujeción (en el sentido de apego apasionado, de sumisión a alguna figura del Otro), puesto que para que se produzca ese apego apasionado ya debe estar allí la brecha que es el sujeto. Solo si esta brecha ya está allí podemos explicar la posibilidad de que el sujeto se sustraiga al poder del fantasma fundamental” (Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 310).
[102] “La formación del yo [je] se simboliza oníricamente por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior, cuya forma (a veces yuxtapuesta en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora” (Jacques Lacan: “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos, vol. 1, Ed. Siglo XXI, México, 1989, p. 90)
[103] Douglas Crimp: “La actividad fotográfica de la posmodernidad” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 158.
[104] Rodrigo Fresán: “Apuntes para una teoría del espejo negro” en Plagiarismos, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 21.
[105] Cfr. John Oswald: “Mejorando El Original” en Plagiarismos, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 32.
[106] Arthur C. Danto: “Las expresiones simbólicas del yo” en Más allá de la Caja Brillo. Las artes visuales desde la perspectiva posthistórica, Ed. Akal, Madrid, 2003, p. 74.
[107] “In fact, the accident has suddenly become inhabitable, to the detriment of the substance of the shared world… This is what is meant by the “integral accident”, the accident which integrates us globally, and which sometimes even disintegrates us physically. So, in a word which is now foreclosed, where all is explained by mathematics or psychoanalysis, the accident is what remains unexpected, truly surprising, the unknown quantity in a totally discovered planetary habitat, a habitat over-exposed to everyone´s gaze, from which the “exotic” has suddenly disappeared in favour of that “endotic” Victor Hugo called upon when he explained to us that, “It is inside of ourselves that we have to see the outside –a terrible admission of asphyxia”” (Paul Virilio: Unknown Quantity, Ed. Thames & Hudson, Fondation Cartier pour l´art contemporain, 2002, p. 129).
[108] “E. Jentsch destacó, como caso por excelencia de lo siniestro, la “duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado”, aduciendo con tal fin, la impresión que despiertan las figuras de cera, las muñecas “sabias” y los autómatas” (Sigmund Freud: “Lo siniestro” precediendo a E.T.A. Hoffmann: El hombre de arena, Ed. José J. de Olañeta, Barcelona, 1991, p. 18).
[109] Sigmund Freud: “Lo siniestro” de E.T.A. Hoffmann: El hombre de la arena, José de Olañeta Editor, Barcelona, 1991, p. 28.
[110] “Es así que, por un lado, los dispositios artísticos polémicos, tienden a desplazarse y devienen testimonios de la participación en una comunidad indistinta. Pero, por otro lado, la violencia polémica de ayer tiende a tomar una nueva figura. Ella se radicaliza en testimonios de lo irrepresentable y del mal, o de la catástrofe infinita. Lo irrepresentable es la categoría central del viraje ético de la estética, como el terror lo es en el plano político, porque él también es una categoría de indistinción entre derecho y hecho” (Jacques Ranciere: El viraje ético de la estética, Ed. Palinodia, Santiago de Chile, 2005, p. 39).
[111] Nicolas Bourriaud señala que si la cultura revolucionaria creó o popularizó muchos tipos de sociabilidad, desde la asamblea a la sentada o la huelga, “nuestra época explora el dominio de la estasis: huelgas paralizantes, como la de diciembre de 1995, donde se organizan los tiempos de manera diferente, las free parties que duran días dilatando así la noción de sueño y vigilia; exposiciones visitables durante un día entero y reembaladas después de la inauguración, virus informáticos bloqueando miles de procesadores al mismo tiempo...” (Nicolas Bourriaud: “Hacia una política de las formas” en Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, Ed. Universidad de Salamanca, 2001, p. 443).
[112] “En las grandes ocasiones la vida humana todavía se concentra bestialmente en la boca, el furor hace rechinar los dientes, el terror se concentra y el sufrimiento atroz hacen de la boca el órgano de gritos desgarradores” (Georges Bataille: “Boca” en Documentos, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 141).
[113] “Hay un texto en la obra de Sartre que hace una clara referencia a la circularidad del universo estético. Allí se habla de un tarro de miel en el que estamos sumergidos y donde pasamos el tiempo lamiendo esta dulce sustancia. En esto nos ocupamos hasta el momento en empezamos a sentir nausea de la miel y de nosotros mismos y en que empezamos a vomitar. Esta nausea que nos arroja de la dulce costumbre al espanto, que expresa nuestro propio vacío en oposición a la excesiva abundancia de lo kitsch, es lo que llamamos “ser humano”. Somos huecos, y el mundo está lleno, y cuando nos percatamos de ello, empezamos a vomitar la abundancia desde nuestra oquedad. Este vómito no es sólo un síntoma de evolución al ser humano, sino que es, sobre todo, lo que queremos decir cuando decimos “arte”” (Vilém Flusser: Una filosofía de la fotografía, Ed. Síntesis, Madrid, 2001, p. 179).
[114] Félix Duque: El mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, pp. 126-127.
[115] Félix Duque: El mundo por el dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, pp. 82-83.
[116] “No se sabe si Diógenes tenía grupis. Quizá, pese a todo, logró que se alejaran, que no intentaran encontrarle la falla de la mascarada. En mascarada –término clásico de la literatura analítica desde Joan Riviere- está la máscara, cuyo truco es hacer creer que hay algo detrás. En realidad, la máscara eminente es la que esconde la nada, la máscara de nada” (Jacques-Alain Miller: “Teoría de los postizos” en De la naturaleza de los semblantes. Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Alain Miller, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 167).
[117] “El fenómeno de la incorporación críptica, descrito por Abraham y Torok, ha sido revisado por Jacques Derrida en el texto F(u)ori, en el cual arroja luz sobre la singularidad de un espacio que se define al mismo tiempo como externo e interno: la cripta es, por tanto, “un lugar comprimido en otro pero de ese mismo rigurosamente separado, aislado del espacio general por medio de paredes, un recinto, un enclave”: ese es el ejemplo de una “exclusión intestina” o “inclusión clandestina”” (Mario Perniola: L´arte e la sua ombra, Ed. Einaudi, Turín, 2000, p. 100).
[118] “La disponibilidad general causará una claustrofobia intolerable; el exceso de opciones será experimentado como la imposibilidad de elegir; la comunidad participatoria directa universal excluirá cada vez con más fuerza a aquellos incapacitados de participar. La visión del ciberespacio abriendo la puerta a un futuro de posibilidades infinitas de cambio ilimitado, de nuevos órganos sexuales múltiples, etc., etc., oculta su opuesto exacto: una imposición inaudita de cerrazón radical. Entonces, esto es lo Real que nos espera, y todos los esfuerzos de simbolizar esto real, desde lo utópico (las celebraciones New Age o “deconstruccionistas” del potencial liberador del ciberespacio), hasta lo más oscuramente diatópico (la perspectiva del control total a manos de una red computerizada seudodivina...), son sólo eso, es decir, otros tantos intentos de evitar el verdadero “fin de la historia”, la paradoja de un infinito mucho más sofocante que cualquier confinamiento actual” (Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 167).
[119] “El locked-in syndrom es una rara patología neurológica que se traduce en una parálisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando la facultad del habla y la conciencia y la facultad intelectuales perfectamente intactas. La instauración de la sincronización y del libre intercambio es la comprensión temporal de la interactividad, que interactúa sobre el espacio real de nuestras actividades inmediatas acostumbradas, pero más que nada sobre nuestras mentalidades” (Paul Virilio en diálogo con Sylvère Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 80).
[120] Hablando de Sarajevo señala Zizek que el rasgo clave de la constelación ideológica que caracteriza nuestra época de triunfo mundial de la democracia liberal es la universalización de la noción de víctima: “Esa mirada perpleja de un niño famélico o herido que se dirige a la cámara, perdida e inconsciente de lo que está sucediendo alrededor –una niña somalí hambrienta, un muchacho de Sarajevo cuya pierna ha sido arrancada por una granada-, es hoy la imagen sublime que cancela todas las demás imágenes, la primicia tras la cual están todos los reporteros gráficos” (Slavoj Zizek: Las metástasis del goce. Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 316).
[121] “Brassaï se dedica luego a los bajos fondos y nos sitúa fuera de los límites, en las madrigueras del opio, en los prostíbulos, en la pecaminosa Rue Quincampoix y la sórdida Rue de Lappe. Nos presenta la banda de Albert, a La Môme Bijou, a Kiki, a Conchita y a La Pantera. Encuentra a tipos raros, pero, por lo general, sus personajes de las calles son más elegantes que extraños, obsesionados sobre todo por el porte y el vestido” (Ian Jeffrey: La Fotografía, Ed. Destino, Barcelona, 1999, p. 185).
[122] “La historia de las aberraciones del cuerpo físico no puede ser separada de la estructura del espectáculo. La etimología del término monstruo está relacionada con moneo, “advertir” y monstro “descubrir”” (S. Steward: On Longing. Narratives of Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection, Baltimore, 1984, p. 108).
[123] Paul Virilio: “Un arte despiadado” en El procedimiento silencio, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 55.
[124] Jean Baudrillard: El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 127.
[125] Julia Kristeva: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Ed. Fundamentos, Madrid, 1999, p. 320.
[126] Cfr. Jean Baudrillard: “El complot del arte” en Pantalla total, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, p. 210.
[127] Slavoj Zizek: Mirando al sesgo. Una introducción a Lacan a través de la cultura popular, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 203.
[128] “La grosería, el salvajismo, supuestamente cargados de peligro y autenticidad –como el arte de los enfermos mentales e incluso el arte de los niños, que está cargado de la viveza que presuntamente sólo la violencia latente da-, siguen vivitos y coleando en la posmodernidad, pero han sido fetichizados hasta la inautenticidad, estandarizados hasta la pseudoconciencia” (Donald Kuspit: El fin arte, Ed. Akal, Madrid, 2006, p. 95).
[129] El CAC de Málaga ha editado un enorme catálogo con toda la documentación de la acción que tiene algo de lápida funeraria o, en peores términos, de monumento (encuadernado) a la megalomanía.
[130] Craig Owens: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 206.
[131] La mascara establece una ruptura de la historia del mundo, supone “la partida de los dioses, la aparición de la muerte, la afirmación de lo humano como cultura” (Marc Petit: “Des visages derobés” en Le visage, Ed. Autrement, París, 1994, p. 151.
[132] John Berger: “¿Sera un retrato?” en El tamaño de una bolsa, Ed. Taurus, Madrid, 2004, p. 264.
[133] “Expresada en un “punto de luz, el punto en el que se sitúa todo cuanto me mira”, la mirada lacaniana es punctual: puntúa (detiene, suspende) y punza (pincha, hiere). Si cuando poso para una fotografía me quedo inmóvil, no es para facilitar el trabajo del fotógrafo, sino en cierta medida para resistirme a él, para protegerme de su mirada paralizante” (Craig Owens: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 207).
[134] Cfr. Joan Fontcuberta: “Elogio del vampiro” en El beso de Judas. Fotografía y verdad, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1997, pp. 41-42.
[135] “[...] la ficción que Sherman revela es la ficción del yo. Sus fotografías demuestran que el supuesto yo autónomo y unitario a partir del que esos otros “directores” creaban sus ficciones no es más que una serie discontinua de representaciones, de copias, de falsificaciones” (Douglas Crimp: “La actividad fotográfica de la posmodernidad” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 160).
[136] “El rostro es siempre Otro. Nuestras fotografías, nuestros retratos, incluso la imagen que de nosotros refleja el espejo no nos presentan a nosotros, sino que nos ofrecen a Otro, un ser ajeno, distinto de cómo nosotros mismos nos percibimos” (Charo Crego: Geografía de una península. La representación del rostro en la pintura, Ed. Abada, Madrid, 2004, p. 15).
[137] Víctor Burgin: “Ver el sentido” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 176.
[138] “El conjunto increíblemente complejo de los músculos que accionan los gestos no tienen otra función que permitir a cada rostro manifestar algo a otro rostro. El rostro de cada ser humano solamente existe, desde el punto de vista de la visión, para otro rostro. Es a la vez, para cada persona, el testimonio de una presencia humana y su enigma impenetrable. Por esa razón es imposible, frente a la fotografía de un rostro humano, dejar de proyectar en ella una intencionalidad. En cuanto deja de confundirse con uno mismo y se relaciona con otra persona, el rostro del otro se convierte en una maraña de indicios que hay que descifrar sobre sus intenciones. Pero, incluso en ausencia de todo sujeto humano, una fotografía plantea siempre al espectador interrogantes sobre el lugar que le ofrece. Por último, es propio de toda fotografía –y especialmente de las fotos en blanco y negro- imponer la ilusión de una “mirada de la image”” (Serge Tisseron: El misterio de la cámara lúcida. Fotografía e inconsciente, Ed. Universidad de Salamanca, 2000, p. 92).
[139] “La fotografía, al menos desde el momento en que Fox Talbot introdujo la técnica positivo/negativo, puede parecer el mismísimo ejemplo de lo que Jean Baudrillard ha llamado recientemente el “simulacro industrial” –aplicado a aquellos productos de procesos industriales modernos de los que podemos decir que derivan en cadenas potencialmente infinitas de objetos idénticos, equivalentes” (Christopher Phillips: “El tribunal de la fotografía” en Glòria Picazo y Jorge Ribalta (eds.): Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Ed. MACBA, Barcelona, 1997, p. 59).
[140] Cfr. Jean Baudrillard: “La Fotografía o La Escritura de la luz: Literalidad de la imagen” en El intercambio imposible, Ed. Cátedra, Madrid, 2000, p. 142.
[141] Es precisamente, esa ruptura con la definición del plano de representación del modernismo y el triunfo de la contaminación, algo que Foster y Douglas Crimp encuentran en la obra de Robert Rauschenberg: “La superficie “natural”, uniforme, de la pintura moderna es desplazada, mediante procedimientos fotográficos, por el emplazamiento completamente acultural y textural de la imagen posmoderna” (Hal Foster: “Introducción al posmodernismo” en Hal Foster (ed.): La posmodernidad, Ed. Kairos, Barcelona, 1985, pp. 13-14).
[142] Martha Rosler advierte que la estética posmoderna de las fotografías de fotografías, el imperio del simulacro, hace que sólo podamos imaginar un respiro fuera de la vida social: “la alternativa es edénica o utópica. No hay vida social, relaciones personales, grupos, clases, nacionalidades; no existe más producción que la producción de imágenes. Sin embargo, una crítica de la ideología necesita cierto fundamento materialista para situarse por encima de lo teológico” (Martha Rosler: “Dentro, alrededor y otras reflexiones. Sobre la fotografía documental” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 107).
[143] “The adoption of a deadpan aesthetic moves art photography outside the hyperbolic, sentimental and subjective. […] Deadpan photography may be highly specific in its description of its subjects, but its seeming neutrality and totality of vision is of epic proportions” (Charlotte Cotton: The Photograph as Contemporary Art, Ed. Thames & Hudson, Londres, 2004, p. 81). Esa estética inexpresiva se puede encontrar en fotógrafos como Andreas Gursky, Thomas Ruff, Thomas Struth, Candida Höfer o Axel Hütte.
[144] “La máscara en general es un estado final. El fluido quehacer de metamorfosis no claras, a medias fermentadas, cuya maravillosa expresión es todo rostro natural humano, desemboca en la máscara; termina en ella. Una vez que ella está, nada se muestra de lo que comienza, nada que aún sea amorfo, amago inconsciente. La máscara es clara, expresa algo muy determinado, ni más ni menos. La máscara es rígida: lo determinado no cambia” (Elias Canetti: Masa y poder, vol. 2, Ed. Alianza, Madrid, 1983, p. 372).
[145] “Lo Neutro se presentaría bajo la máscara-farsa (grandilocuente, noblemente liberal) del ni-nismo” (Roland Barthes: Lo Neutro. Notas de cursos y seminarios en el College de France, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pp. 131-132).
[146] “Parece haber dos tipos preferidos de paquetes de la personalidad –dos tipos de personalidad sumamente mercantilizables- en el mundo posartístico, que es esencialmente un mercado de personalidades. Uno lo representa Warhol, que mercantiliza la indiferencia como receptividad (el siguiente paso irónico después de Duchamp), y el otro lo representa Julian Schnabel, que mercantiliza las agresivas bravatas del macho como autenticidad (lo cual muestra su herencia del expresionismo abstracto). (Schnabel se declaró “el artista follador más grande desde Picasso”: evidentemente un refuerzo de las ventas, como lo es cualquier aumento en notoriedad)” (Donald Kuspit: El fin del arte, Ed. Akal, Madrid, 2006, p. 75).
[147] Mario Perniola: El sex appeal de lo inorgánico, Ed. Trama, Madrid, 1998, p. 181.
[148] Cfr. Ralf Rugoff: “Liquid Humor” en Erwin Wurm. I love my time, I don´t like my time, Yerba Buena Center for the Arts y Hatje Cantz Publishers, 2004, pp. 15-22.
[149] “El carnaval antiguo fue la revolución sustitutoria de los pobres. Se elegía un rey de los locos que gobernaba un día y una noche sobre un mundo por principio trastornado. En él, los pobres y los ordenados despertaron sus sueños a la vida como pendencieros y bacantes disfrazados, olvidados de sí mismos hasta la verdad insolente, carnales, turbulentos y blasfemos. Se podría mentir y decir la verdad, ser obsceno y honrado, borracho e irracional. A partir del carnaval de la Edad Media tardía fluyen, tal como mostró Bachtin, motivos satíricos. Los abigarrados lenguajes de Rabelais y de otros artistas del Renacimiento viven todavía del espíritu parodístico del carnaval; el carnaval inspira tradiciones macabras y satíricas y convierte locos y arlequines, bufones y Kasperl en figuras consistentes de una gran tradición hilarante que cumple su función en la vida social en los días que no son Martes de Carnaval” (Peter Sloterdijk: Crítica de la razón cínica, vol. I, Ed. Taurus, Madrid, 1989, pp. 166-167).
[150] Félix Duque: La fresca ruina de la tierra. (Del arte y sus desechos), Ed. Calima, Palma de Mallorca, 2002, p. 166.
[151] Se trata de un performance de Cagon and Crista en DA2 de Salamanca, realizado en el 2006.
[152] “El destronamiento carnavalesco acompañado de golpes e injurias es a la vez un rebajamiento y un entierro. En el bufón, todos los atributos reales se hallan trastocados, invertidos, con la parte superior colocada en el lugar inferior: el bufón es el rey del “mundo al revés”. El rebajamiento es, finalmente, el principio artístico esencial del realismo grotesco” (Mijail Bajtin: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, Ed. Alianza, Madrid, 1987, p. 334).
[153] “La concepción lacaniana de la perversión (el ritual perverso) como un proceso que, lejos de minar la Ley simbólica, supone más bien un intento desesperado por parte del sujeto de escenificar la instauración del imperio de la Ley, su inscripción en el cuerpo humano, nos permite en cambio arrojar nueva luz sobre las tendencias artísticas recientes de las body-performances masoquistas: ¿no se nos presentan ahora como una respuesta más a la desintegración del imperio de la Ley, como un intento de restaurar la Prohibición simbólica? A medida que la Ley se vuelve cada vez menos operativa en función de prohibir un acceso libre (“incestuoso”) a la jouissance, la única vía que queda para preservar la Ley es suponerla idéntica a la Cosa misma que encarna la jouissance” (Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, p. 277).
[154] “La homología es inquietante es inquietante: en ambos casos, el dar rienda suelta a su más íntima Subjetividad es experimentado por el sujeto como un ser colonizado por algún tipo de extraño parasitario que se apodera de él en contra de su voluntad, algo así como cuando nos ronda incesantemente en la cabeza una melodía popular muy común (da igual cómo la combatamos, siempre terminamos sucumbiendo a ella, a su poder mimético, y comenzamos a movernos siguiendo su estúpido ritmo” (Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77).
[155] “Quizá el momento clave en una película de Jerry Lewis acontece cuando el personaje del idiota que representa se ve formzado a darse cuenta de la catástrofe que ha provocado su comportamiento: en ese momento, cuando todo el mundo alrededor de él comienza a mirarle fijamente, incapaz de mantener su mirada, comienza a hacer muecas de esa manera suya tan singular, desfigurando ridículamente su expresión facial, mientras agita a la vez las manos y tuerce los ojos. Este intento desesperado del sujeto avergonzado de borrar su presencia, por borrarse a sí mismo de las miradas de los otros, debe entenderse por oposición a las “muecas” de Carrey, que funcionan de manera prácticamente opuesta (como un intento desesperado de afirmar la propia esencia)” (Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77).
[156] “Tal vez el objeto más alto del arte sea hacer funcionar a la vez todas las repeticiones, con su diferencia de naturaleza y de ritmo, su desplazamiento y su disfraz respectivos, su divergencia y su descentramiento, solapándolas unas con otras, y, de una en una, envolverlas en ilusiones cuyo “efecto” varía en cada caso. El arte no imita, sino que, ante todo, repite, y repite todas las repeticiones, debido a una potencia interior (la imitación es una copia, pero el arte es simulacro, invierte las copias convirtiéndolas en simulacros). Incluso la repetición más mecánica, la más cotidiana, la más habitual, la más estereotipada, encuentra su lugar en la obra de arte, quedando siempre desplazada con respecto a otras repeticiones, y a condición de que se sepa extraer de ella una diferencia para las otras repeticiones. Pues no hay otro problema estético que el de la inserción del arte en la vida cotidiana. Cuanto más estandarizada aparece nuestra vida cotidiana, cuanto más estereotipada, sometida a una reproducción acelerada de objetos de consumo, más debe el arte apegarse a ella y arrancarle la pequeña diferencia que actúa en otra parte y simultáneamente entre otros niveles de repetición, e incluso hace resonar los dos extremos de las series habituales de consumo con las series instintivas de destrucción y de muerte, juntando así el retablo de la crueldad con el de la imbecilidad, descubriendo bajo el consumo el castañeteo de la mandíbula hebefrénica, y bajo las mas despreciables destrucciones de la guerra, nuevos procesos de consumo, reproducción estéticamente las ilusiones y mistíficaciones que configuran la esencia real de esta civilización, para que al fin la Diferencia se exprese, con una fuerza a la vez repetitiva por la cólera, capaz de introducir la extraña selección, aunque no sea más que una contradicción por aquí o por allá, es decir, una libertad para el fin de un mundo” (Gilles Deleuze: Diferencia y repetición, Ed. Jucar, Madrid, 1988, pp. 460-461).
[157] “El cuerpo regresa en el momento de la crítica, de la vacilación de una cultura empeñada, durante milenios, en ocultar, en obturar el “soporte”. Que en la pintura este último se haya convertido en sujeto del cuadro, que los artistas del body art se limiten, no sin contentamiento narcisista, a autoexponerse, a travestirse en escena o masturbarse como un “evento” más: indicios, aunque marginales fehacientes, de este retorno. Queda por saber si ese exiliado que regresa es el mismo expulsado, si el actor que vuelve a dominar, a veces abusivamente, la escena, a controlar los efectos de la representación, es el mismo a quien ese espacio se vedó, o si se trata sólo de su máscara vaciada, de su doble desacralizado: simple impostura pintarrajeada o verdadera subversión corporal” (Severo Sarduy: Ensayos generales sobre el barroco, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1987, p. 97).

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