martes, 5 de enero de 2010


El monstruo en el origen.

Ray Harrihausen, creador de monstruos.
Fundación Luis Seoane. Coruña.
Comisario: Asier Mensuro.


Fernando Castro Flórez.


Si San Bernardo cuestionaba la presencia de los monstruos en los capiteles de los claustros de los monasterios como una mezcla anómala de belleza y deformidad, nosotros estamos totalmente acostumbrados a su presencia, tras una pedagogía de lo fóbico que, indudablemente, proporciona placer o, por lo menos, termina por tener carácter anestésico. Aunque seguimos bajo un régimen aristotélico del arte, esto es, si bien nuestra “teatrocracia” apela, a su manera, a la catarsis, eso no supone que tengamos que compadecernos (siquiera sea en una disposición ética) de nada. Por todas partes aparece lo monstruosos, bien sea materializado por el freakismo o en esa proporción mediática y vírica de todo lo que tiene que ver (causa y consecuencia trastocadas) con lo que ideológicamente se denomina “war against terrorism”. Nosotros también tenemos una teodicea por más que sea la que está impresa en el dólar y, por supuesto, en los pilares del imperio y en sus volutas imaginarias están sedimentadas las pesadillas y las angustias sin fondo. “El auténtico monstruo –apunta Alberto Ruiz de Samaniego- es aquél que, como Dios, no podemos ver. Algo tan absolutamente desemejante al contemplador, que su visión se vuelve imposible. Un monstruo es siempre exterioridad. Es la exterioridad misma. Allí donde la soberanía de lo posible se enfrenta al trazado de la mano armónica o razonable”. Efectivamente, eso grotesco es, en realidad, hermano de lo informe de Bataille, algo que desorganiza nuestra concepción de lo real pero, al mismo tiempo, una figura límite de nuestro pensamiento. En Las palabras y las cosas, Foucault advierte que el monstruo y el fósil son la proyección hacia atrás de las diferencia y las identidades que definen, para la taxonomía, la estructura y después el carácter: “El monstruo asegura, en el tiempo y con respecto a nuestro saber teórico, una continuidad que los diluvios, de los volcanes y los continentes hundidos mezclan en el espacio para nuestra experiencia cotidiana”. Ahí está la génesis de la diferencias en la “historia natural” mientras contemporáneamente puede ser tanto el rastro de lo reprimido como de todo aquello que necesitamos mantener a raya.
La exposición sobre Ray Harryhausen en la Fundación Luis Seoane de Coruña es una justa reivindicación a uno de los más importantes creadores de monstruos de la historia del cine. Impresionado por la descomunalidad de King Kong y, especialmente, por el trabajo de Willis O´Brien, puso su habilidad al servicio de la industria de los sueños. Se ha señalado, acertadamente, la influencia que tuvo, en la articulación de su imaginario, Gustave Doré y la sublimidad de John Martin o Joseph Michael Gandy así como las reconstrucciones de dinosaurios que Charles R. Knight realizara para el Museo de Historia Natural de Los Ángeles; debutó, como director de efectos especiales, en El monstruo de los tiempos remotos (Eugène Lourié, 1953), basada en un relato de Ray Bradbury. Asier Mensuro considera que esa película es una clara alegoría del miedo atómico propio de la guerra fría, algo que también podríamos encontrar en El monstruo del mar (Robert Gordon, 1955) donde un pulpo gigante ataca San Francisco y destruye el Golden Gate. Los soviéticos eran la amenaza “satanizada” que los americanos imaginaban como un despliegue bestial o incluso pre-histórico. Si Godzilla era el efecto de la radiación atómica en Hiroshima y Nagasaki, la amenaza extraterrestre que aparece en A 200 millones de millas de la tierra (Nathan Juran, 1957) está clonada, en apariencia, de todo aquello que late de “maligno” en el comunismo.
La herencia visionaria de Harryhausen ha servido como fuente de inspiración para directores como George Lucas, Tim Burton o Steven Spielberg. El ejercito de esqueletos que aquel puso en acción en Jason y los Argonautas (Don Chaffey, 1963) no ha dejado de librar batallas. Tal vez su obra cumbre fuera Simbad y la princesa (Nathan Juran, 1958), primera de las producciones que afrontó en España, concretamente en parajes como Torrente de Pareis o la Cueva de Artá en Mallorca, así como en La Alhambra. Este maestro de la animación stop motion dibujaba minuciosos story boards para las películas en las que, propiamente, era el padre de la criatura. Cuando revisamos los dibujos preparatorios de Jason y los Argonautas o de Furia de titanes (Desmond Davis, 1981), encontramos una suerte de pasión por la serpiente, como esa que monstruosa mujer que danza con cuatro brazos en las aventuras de Simbad. En una fotografía observamos como Ray Harryhausen sostiene, como si fuera Perseo, la cabeza de la Medusa que él ha imaginado como una serpiente de cascabel armada con un arco. La sonrisa que esboza el artífice de lo monstruoso nos hace cómplices de un apóstrofe atroz. Seguramente sabía que no teníamos que temer algo que viniera del cielo, aunque había planificado todo en La tierra contra los platillos volantes (Fred Sears, 1956), y no ignoraba que nuestro fin no tendría nada que ver con el Jurásico. Stephen King indicó, en Danza macabra, cuales eran los rasgos decisivos de los hijos de los cincuenta: “éramos tierra fértil para las semillas del horros, los hijos de la guerra; habíamos nacido en una extraña atmósfera circense de paranoia, patriotismo y orgullo nacional desmesurado”. Algo de eso sigue animando la mentalidad pos-histórica. Habría que recordar, porque las anécdotas son lo que queda cuando todo es nada, que en 1987, Michael Jackson ofreció al London Hospital Medical College un millón de dólares por el esqueleto de John Merrick; el número de diciembre ese mismo año respondió con un chiste fácil que afirmaba que los descendientes del Hombre Elefante habían hecho una oferta mucho menor por los restos de la nariz del autor de Thriller. Volvemos, una y otra vez, a la parada de los monstruos, conscientes de que la lucha de Simbad con el esqueleto, en lo alto de la escalera de caracol, es infinita: agotadora deformidad, mítica rareza.