lunes, 6 de diciembre de 2010

Pasos poéticos.

Carlos Garaicoa. “Fin de silencio”.
Abierto X Obras. Matadero. Paseo de la Chopera, 14. Madrid.

Fernando Castro Flórez.

Tengo fiebre y la gripe no parece que llegó para quedarse. Aunque mi estado es calamitoso he sacado fuerzas de flaqueza para volver a visitar la muestra de Carlos Garaicoa en Matadero. Si el día de la inauguración el protagonismo fue de los niños que, encantados de la vida, corrieron, se deslizaron y rodaron como posesos sobre las alfombras (ante la mirada horrorizada de la coordinadora de la muestra que, como es lógico, temía que algún destrozo irreparable se produjera), hoy, un martes otoñal, solo hay dos chicas al fondo de la cámara frigorífica, sombras casi espectrales que añaden misterio a la luminosidad extraña de las piezas que ocupan, parcialmente, el suelo enmoquetado. Había mantenido una conversación con Carlos a mediados se septiembre que grabaron en vídeo en la que le comenté, entre otras cosas, que tenía cierta fobia a las alfombras, un elemento decorativo burgués que, en realidad, sirve para sedimentar suciedad y propagar malos olores. El artista cubano se rió consciente de que lo que tenía preparado eran superficies de un lujo increíble.
He discutido con mis alumnos de la Universidad el sentido de esta instalación y, como suele suceder cuando uno se enfrenta con obras densas, no hemos llegado (afortunadamente) a ninguna conclusión. De entrada, literalmente, lo que más sorprendió a gente joven y ajena, de momento, al mundo del arte, fue que para poder adentrarse tenían que descalzarse. Ese gesto que no carece de resonancias simbólicas (podría uno dejarse llevar por la interpretosis y convocar las páginas de Jacques Derrida sobre la “verdad en punctura” donde propone una suerte de zapatología a partir de la tan citada meditación heideggeriana sobre los zapatos de Van Gogh) también es, en el plano menos sublimador, pura precaución, esto es, la necesaria protección de un material que no debería recoger más suciedad que aquella de la que rinde testimonio.
Frente a los suelos metálicos de Carl André por encima de los cuales nadie desea caminar, las alfombras de Garaicoa son acogedoras. En una de ellas, con la palabra “Pensamiento” como única textualidad, la sombra de un caminante produce el efecto del trampantojo. Ahí está condensada, tal vez, la propuesta de este artista: combinar una sensación física (la de estar, estrictamente, sobre las obras de arte) y la demanda de un pensamiento que sea capaz de trazar un recorrido más allá de la mera apariencia. No basta con reconocer la perfección de estas alfombras, realizadas a partir de fotografías luego retocadas digitalmente, porque la intención de Garaicoa no es, ni mucho menos, producir “objetos manieristas” sino meditar sobre los modos de vida y las posibilidades de cambio social.
Theodor W. Adorno apuntó, en Mínima moralia, que la sociedad parece resuelta a hacer una considerable contribución a la entropía “por medio de una funesta eliminación de las tensiones”. Carlos Garaicoa, a pesar de ser lo que se suele denominar “una artista internacional”, no ha vendido su imaginario por el suculento dossier de la “bienalización” y tampoco ha abandonado su ubicación más intensa que es la que le mantiene ligado a la realidad cubana. No es fácil mantener la singularidad en medio del mainstream cuando cantos de sirena penosos, como los de la ideología “radicante” de Bourriaud, vienen a identificar las migraciones más dolorosas (fruto de la desigualdad económica y la tiranía política) con la experiencia “sedentarizada” de perder el tiempo en Google Earth.
Fin de Silencio tiene que ver con las fotografías, modificadas con troqueles apenas perceptibles, que expusiera en la galería La Caja Negra. Garaicoa documenta, como un etnógrafo, los nombres de antiguas tiendas de La Habana incrustados en medio de suelos formados por hermosas teselas. Esa escritura metropolitana, en la que apenas reparamos, rota y sucia incita a este artista a realizar un intenso ejercicio de “poesía concreta”. Basta copiar algunas de las frases que forma a partir de lo que encuentra en el suelo habanero para comprobar que el aliento poético es evidente: “El Volcán estallan, Iluminados, Esperamos”, “Rey destruye o redime”, “La general tristeza negaron placeres” o “La lucha es de todos de todos es la lucha”.
En toda la trayectoria artística de Garaicoa el tema principal ha sido la ciudad que él ha convertido en maquetas o dibujos realizados con alfileres e hilos, recortables de papel, velas que se consumen, lámparas que transmiten la idea de fragilidad o un receptáculo acristalado para cazar lo que pasa en este territorio empantanado en el que vivimos. Ahora filma los pasos de la gente en La Habana, sujetos anónimos, ritmo de una flanerie silenciosa o silenciada. En una alfombra leemos las permutaciones que dos letras han inspirado a Garaicoa: “Frustración de Sueños, Fin de Siglo, Fatalidad de Saberes, Falsedad de Sombras, Festival de Sangre, Fin de Silencios, Fuck de Siècle”. Aquella mala y antihigiénica costumbre de esconder bajo la alfombra lo recién barrido sirve de contrapunto a esta repentina transformación del suelo en una suerte de arte poético de la denuncia político. Frente a la retórica propagandística y los cartelones envejecidos, las alfombras proponen un pensamiento que implica la sombra del sujeto. Para vivir “sin miedo” es preciso que las palabras y los pasos puedan darse con esta libertad que la obra de Carlos Garaicoa, con tanta lucidez crítica cuanta intensidad poética, reclama.
Notas sobre el complot (desactivado) artístico contemporáneo.


Fernando Castro Flórez.


“El exceso de información produce un efecto paradojal, lo que no se sabe pasa a ser la clave de la noticia” .



Flüchtige Notizen.
Uno de los manuscritos de Warburg, fechado en 1929, está titulado “Notas fugitivas” y en él trata de elaborar algunas hipótesis sobre la disposición de su atlas. Así enumera cuestiones como la Antigüedad Oriental, Grecia, Asia Menor, Sarcófago trágico, Culto (danza), Roma, triunfo y Mitra. Orden veloz o, en otros términos, transitorio, inacabado: sedimento de ideas que están a punto de estallar. Flüchting o fusées, recopilación de pensamientos erráticos o bifurcantes con los que tal vez pueda hacerse una arqueología de la cultura. Lo que constituye el sentido de una cultura es a menudo el síntoma, lo impensado, lo anacrónico. Seguramente equivocamos el trayecto hermeútico cuando atendemos obsesivamente a la realidad impuesta como show pero también ahí late lo síntomático aunque sea de un trauma simulado. Vamos del reality show para cretinos a la autovalorización de los pícaros, comprobando que, en el terreno artístico y también en la moda, la protesta se convierte en espectáculo y, por supuesto, deviene mercancía. No cesan las exhibiciones de culpabilidad, descaradamente cínicas o tristemente vacías, en el reino mediático de lo infame e indistinto. Las mentiras han terminado por adquirir un valor inmenso en las tácticas del storytelling . Tanto en la política como en la estrategia militar es obligado difundir noticias falsas , asumiendo, como hace Boris Groys, que los mass media no son sólo el canal de comunicación sino la máscara que oculta el vacío absoluto. “Nuestros dirigentes –advertía Susan Sontag- nos han informado que consideran que la suya es una tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La política, la política de una democracia –que conlleva desacuerdos, que fomenta la sinceridad- ha sido reemplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos” . Lo malo es que, tal vez, la “comunidad venidera” sea la forma en la que estamos unidos soportando, mal que bien, lo indigesto o deambulando por una paisaje, literalmente, de naderías.
La meditación benjaminiana sobre el “carácter destructivo” ha quedado, en gran medida, obsoleta y, por supuesto, la flanerie no tiene ya carácter intempestivo sino, al contrario, es un elemento de la “cultura del ocio” que busca, antes que nada, matar el tiempo. Aquel desafío de los escaparates de los pasajes es el lejano fundamento genealógico de las horas placenteramente perdidas en un gran almacén de bricolage o en el infierno cool de Ikea. En el Living City Survival Kit de Archigram (expuesto en el ICA de Londres en 1963) se incluían, entre otras cosas, discos de jazz, Coca-Colas, copos de trigo inflado, Nescafé, una pistola, unas gafas de sol y la revista Playboy. El hombre ocioso sobrevive en el paraíso de los bienes de consumo, asumiendo importantes dosis de infantilismo e incluso llegando a encarnar el síndrome de Peter Pan. Hasta la violencia extrema adquiere un carácter bobalicón como sucediera con Lucas J. Helder, aquel estudiante americano que organizó una serie de explosiones de bombas para que dibujaran una luna sonriente.

Cosas duras.
“Creo que el horror supremo del nazismo y las crueles matanzas de la Segunda Guerra Mundial fueron decisivas para un cambio radical de orientación al representar la violencia ejercida contra el cuerpo. Dejemos de lado ahora el universo proteiforme de la cultura de masas (cómics, pornografía y cine popular), que obedece a otra dinámica ideológica: en el seno de la alta cultura se tendió a mostrar la violencia mediante una especie de autocastigo ritual” . No es infrecuente que la dimensión estética funcione como aquello que hace “soportable” lo traumático, una suerte de mecanismo de supervivencia . Nos encontramos en una situación mediática en la que todos los pretextos son válidos para hacer del espanto una costumbre: la televisión, por ejemplo, se basa hoy más en la repulsión que en la seducción. Pero también la descripción sin lugar propia del arte presenta imágenes desgarradoras como sucede en la pieza Bringing the War Home de Martha Rosler, un collage en el que vemos a un niño vietmanita muerto llevado en brazos en un apartamento amplio y luminoso americano. Lo que en ese caso es montaje político se torna, con estrategias casi clonadas, cinismo del marketing en Toscani, el maestro del branding “escandaloso” . La lógica de la culpablidad-compasiva (esa necesidad de provocar un sentimiento e culpa al mirar una imagen tremenda que, finalmente, sucede a distancia) es rentable en todos los sentidos.
En la dureza del arte contemporáneo no falta, ni mucho menos, el mecanismo del chivo expiatorio aunque sea fuera de la dinámica sacrificial y sin posibilidad de transitar hacia la razón judicial. Uno de los artistas que encarnó con más determinación el procedimiento autopunitivo fue Chris Burden, desde su prueba cuasi-chamánica de resistencia al encierro en Five Day Locker Piece (1971) al ya mítico disparo que hizo que ejecutaran sobre su brazo. Tal vez se trataba de una serie de demostraciones en las que el autocastigo solamente era algo que también se puede hacer . Esos actos desaforados y verdaderamente peligrosos han generado, como era previsible, una corte de epígonos. Sarah Thornton relata un incidente tremendo que sucedió en la clase de crítica de UCLA donde un estudiante, vestido con traje oscura y corbata roja, “se situó frente al curso, sacó una pistola de su bolsillo, cargó una bala de plata, hizo girar la recámara, apuntó el arma a su cabeza, la amartilló y apretó el gatillo. Sólo hubo un clic. El alumno huyó del aula, y fuera se escucharon varios disparos. Cuando volvió a entrar, ya sin el arma, sus compañeros se sorprendieron de verlo con vida, y la clase prosiguió, tambaleante, con una lacrimosa discusión grupal” . Este exagerado “homenaje” a la performance Shoot (1971) de Burden, llevó precisamente al artista californiano a dimitir de su cargo de profesor, tras veintiséis años, en la universidad donde se había producido el incidente. Censuró duramente la actitud de la decana de asuntos estudiantiles que no hizo nada y tomo la cosa como “puro teatro”. Sin embargo aquello era una violación gravísima de lo permitido, una acto temerario y, lo peor de todo, real. “No quiero ser –apostilló Burden- parte de esta insensatez. Gracias a Dios ese alumno no se voló los sesos, porque si lo hubiera hecho [ajustó su ataque al decano] tú habrías tenido graves problemas”. El que si parece que podía haber perdido la cabeza era Serge Oldemburg III el 28 de mayo de 1964 cuando en el Festival de Libre Expresión en un Centro de Estudiantes Americanos en París subió al escenario con un revolver y, con enorme determinación, realizó un disparo, a la manera de la ruleta rusa en su mentón, salvando, afortunadamente la vida al no estar la bala ahí. Esta pieza titulada Solo pour la mort ha sido considerada por Paul Ardenne el ejemplo perfecto de creación “extrema” . Conociendo o no esa acción, Tania Bruguera, en una “conferencia” en el Fear Pabillion en la Bienal de Venecia del 2009 y Guillem Bayo, en una fotografía de su exposición Sin norte (2010), han repetido, de forma demencial o por puro afán de notoriedad, el gesto, “presuntamente”, suicida, aunque sin consecuencias fatales. De forma mucho más lúcida, en la película El club de la lucha, se revela la esencia violenta del sujeto en la escena en la que el protagonista se autoagrede en el trabajo ante su jefe .
A veces el tiro no se ejecuta sobre sí mismo sino apuntando a otros o a símbolos colectivos, como hizo Oscar Bony con una fotografía de las torres gemelas que habían sido perforadas por dos balazos certeros en una premonición del Atentado Fundacional del siglo XXI. El artista moderno ha sentido la tentación del terror con demasiada frecuencia e incluso se ha disfrazado como el delincuente; basta tener presente Wanted de Marcel Duchamp o las imágenes de Chris Burden disparando a los aviones en el aeropuerto o encapuchado como si fuera a cometer, de forma inmediata, el atraco a un banco o un atentado de consecuencias imprevistas. Mitchell ha señalado que el horror real de los terroristas suicidas encapuchados no es que haya una cara monstruosa oculta tras la máscara, sino que cuando se quite la máscara la cara puede ser la de una persona perfectamente normal, idéntica a cualquiera. La paranoia colectiva, evidentemente inducida por el poder, ha llevado a imaginar al terrorista como clon, algo perverso infiltrado desde la infancia . El imperio del miedo no impide que se mantenga la fascinación de lo macabro. Ya Burke habló de la exposición pública de las decapitaciones como parte de lo sublime y Hegel en La fenomenología del espíritu consideraba que esas demostraciones de justicia crearon la verdadera igualdad entre los hombres. El crimen horrendo y el castigo brutal son parte de la historia emocional del sujeto moderno que pretendería guiarse por criterios racionales . La biopolítica contemporánea no ceja en el empeño de servir, a todas horas, dosis inmensas de terrorismo, accidentes, testimonios de víctimas, detalles de asesinatos, juicios “paralelos” o incidentales, series con temática forense o centradas en la enfermedad, etc. Podríamos pensar que lo real-tremendo-catastrófico, la dimensión colosal del atentado, bloquea el proceder crítico, estamos literalmente embarrados de una “realidad” incapaz de generar procesos simbólicos , pero también tenemos que certificar que hay una proliferación de narraciones y lo que llamaría “efectos plásticos” que dan cuenta de lo que pasa, esto es, que tienen por materia y temática obsesiva lo cruel, las cosas más duras e impenetrables, eso que, como ya advirtiera, Platón en La República, es aquello que no queríamos ver pero que, finalmente, vence las resistencias y se convierte en un espectáculo que no termina por saciarnos.

Art is the theater of good fear
Frente a los que convierten la pintura en formas sustitutivas (Erzatzbildungen), quizá en coraza de protección de cara a los instintos destructivos, que en ellos consumen su existencia “ilegal” los deseos reprimidos por el principio de realidad, Jonathan Meese comprende que la pintura no tiene necesariamente que ocultar su afán de mostrar la heterogeneidad. No necesita refugiarse en la estrategia irónica ni ponerse los ropajes “cultistas”. Meese está convencido de que el arte tiene que ser más radical que la realidad, “de modo que los espíritus malignos no dispongan de ninguna posibilidad”. Este artista parece que no hubiera roto ningún plato si le contemplamos secando uno junto a una anciana a la que mira de reojo, aunque también da la impresión de que ahí puede pasar algo tremendo. En la mente de este tipo bullen toda clase de imágenes y declaraciones; lo mismo puede escribir “We are Bayreuth” que aproximar a Stalin y John Wayne, mencionar Hot Sushi, algo acaso indeseable, o pintar una Cruz de Hierro.
Stalin John Wayne. “El arte –apunta Meese- es algo independiente de la influencia humana, con su propio instinto, su propia realidad y su propia confusión”. Con evidente humor perverso e instinto de trasgresión genera una obra camaleónica pero no camuflada en la que es manifiesto el horror vacui. Sabe afrontar lo contradictorio y es capaz de tratar al mismo tiempo de eros y tánatos, del deseo, la historia y la ansiedad, de la opresión, la represión y la sublimación con una perspectiva de homo ludens . Paul Klee señaló que el caos como antítesis del orden no es propiamente el verdadero caos, dado que este permanece siempre imponderable e inconmensurable, en cierta medida es el centro de la balanza. “El caos no es relativo a nada, no es lo opuesto a nada. Toma todo. Por tanto, él pone en cuestión ya desde el comienzo todo pensamiento lógico del caos” .
Meese rechaza el papel de “enterrador de la pintura” (sin auténtico trabajo del duelo) para el que, por cierto, hay candidatos de sobra. Tampoco está de acuerdo con el canon del “menos es más” o con un cerramiento de lo histórico; porque precisamente sus obsesiones le llevan tanto a la acumulación vertiginosa de signos y materiales cuanto a la turbulencia del pasado. ““Don´t let´s be beastly to the germans. Love Nöel Coward”, escribe con trazo grueso. En el ring, semidesnudo como si fuera un luchador de sumo convoca la infamia nazi o propone la danza de los dictadores, Hitler y Mussolini a la cabeza . Se trata de una indagación visceral que le lleva, como hicieran Adorno y Horkheimer, a desentrañar el lado oscuro de la Ilustración, consciente de que, por recitar una frase goyesca, el sueño de la razón produce monstruos que hay que intentar exorcizar de alguna manera . Frente a la tradición moderna de lo sublime y el regodeo en lo “inexpresable” , Jonathan Meese tiende a la ridiculización, llevando las cosas al extremo, exagerando sin miedo.
Basta citar alguna de sus declaraciones programáticas para comprender el entusiasmo intempestivo de Meese: “Art is the theater of good fear. Art is my tired baby face of love. Art is Dr. Fra Gnosisis. Art is light of speed. Art is light of power. Art is light of light. Art is the most neutral weapon of total hermetic”. El tono no es idéntico a aquel que le llevó a Nauman a escribir en neón “The true artist helps the world by revealing mystics truths” que era, lisa y llanamente, algo irrisorio o inverosímil. Jonathan Meese está convencido del poder revolucionario o mejor rebelde del arte, aunque su visión de lo que pasa le lleve a imaginar una escalinata de Las Vegas llena de muñecos mutilados, dibujos fálicos y esqueletos. Lo macabro (una estricta danza de la muerte) acompaña al tono sarcástico. Seducir y asustar o, por lo menos, provoca e incomoda como también hacen Franz West o Paul McCarthy. La multiplicidad creativa de Meese, que plantea una suerte de Gesamtekunstwerk en la que hay collages, fotografías, performances, esculturas, instalaciones y, por supuesto, pinturas, fue calificada por Harald Szeemann, a raíz de su participación en la Bienal de Berlín de 1998, como “confusionismo”. No está nada mal ese término, especialmente si responde a la dificultad que siente el crítico o el curator para encajar todo el desorden en su mentalidad hiper-burocrática. Habría sido, con todo, mucho más directo decir que las obras de este artista son tan desagradables como una cagarruta. En la discusión sobre la sesión del seminario lacaniano titulada “¿Qué es un cuadro?”, respondiendo a una cuestión sobre la relación entre el gesto y el instante de ver, de repente se ofrece un argumento que tiene algo de interpolación: “la autenticidad de lo que sale a la luz en la pintura está menoscabada para nosotros, los seres humanos, por el hecho de que sólo podemos ir a buscar nuestros colores donde están, o sea, en la mierda” . Penoso consuelo el de este descubrimiento de que la creación es una sucesión de pequeñas deposiciones sucias, con independencia de que sea el paradigma de la frialdad o la reinstauración del fascinum que llama el psiconanalista “mal de ojo”. Cuando entramos en la escatología artística no podemos dejar de nombrar a Manzoni cuya mierda no está sencillamente “enlatada” (neutralizada, invisible, incolora e inodora, como el dinero), en realidad, está escrita, es el signo de un desagrado. Pero, como Barthes sugiriera a propósito de Sade, el lenguaje posee esa facultad de negar, de olvidar, de disociar lo real, una vez que se escribe la mierda no huele. Con todo, culturalmente el olor es lo innombrable y lo bello surge de la eliminación del olor, “concomitante al proceso de individuación del desperdicio y a su instauración en la esfera de lo privado” . Hay una antinomia esencial entre lo excremental y lo estético (un non olet primordial), puesto que aquél se resiste a ser un signo. Y, sin embargo, los paladares acostumbrados a lo pompier y a lo “descafeinado” seguramente sentirán que la propuesta de Meese es too much, demasiado heavy y, sobre todo, tan escatológica que resulta “insoportable”.
Aunque el fracaso sea nuestro destino (algo que sabe de sobra un artista que ha encarnado múltiples personalidades y que se ha autorretratado como el anti-héroe) no podemos acertar que el arte sea una especie de gran máquina de soberanía castradora . El pintor que ritualiza en un gran caos su sacrificio (esas “crucifixiones” de vértigo en las que lo pulsional destroza la posibilidad de una visión clara) no duda en afirmar, casi candorosamente o de forma burlona, que el arte es totaltotaltotal, porque permite que estén cerca lo más seductor y la cursilada sin asideros, lo abyecto y lo histórico: la mujer de belleza que pasma y el peluche que nos acuna .

El museo como musa.
El testimonio constituye, según Ricoeur, “la estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia”. El museo que, tal y como le gustaba decir a Adorno, guarda con el mausoleo algo más que una relación etimológica, ha terminado por convertirse en musa del arte contemporáneo. Harald Szeeman no tiene duda al enumerar los momentos decisivos de la historia de la organización de exposiciones: “Boîte en valise de Duchamp (1935-1945) fue la exposición más pequeña; la que diseñó Lissitzky para el Pabellón ruso de la Pressa de Colonia en 1928, la mayor. Durante Documenta V, hice una sección de Museos por Artistas que incluía a Duchamp, Broodthaers, Vautier, Herbert Distel y el Mouse Museum (1965-1977) de Oldenburg; pienso que fue importante. El maestro de la exposición como medio es, en mi opinión, Christian Boltanski” . Momentos fundacionales del arte hiper-museístico, de esa conceptualización que se repliega en la máxima institucionalidad. Una de las obras más conocidas de Michael Asher (realizada en 1974) consistió en quitar, en la galería Claire Copley de Los Ángeles, la pared que separaba la oficina del espacio para exposiciones, enfocando así la atención en la parte comercial que suele ser “invisible”. Este gesto de desnudamiento del espacio expositivo ha terminado por ser completamente académico cuando los museos decidieron acoger el discurso político (presuntamente) antagonista para generar, más que nada, desconexión . A Vito Aconcci le molestaba el término “performance” (representación) por sus asociaciones con el teatro. “Odiamos esa palabra. No podríamos ni llamaríamos “performance” a lo que hicimos porque esa palabra tiene un sitio, y ese sitio, por tradición, es el teatro, un lugar al que se acude como a un museo”. Para los performers actuales, como Tania Bruguera, la única obsesión es la de ser integrados, de cualquier forma, en el museo aunque para ello tengan que hacer actos patéticos o infantiles como los de mear en una esquina del Pompidou o chupar una de las planchas de acero cortén de Richard Serra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Ya Burckhardt hablaba de ein wahrer übergang aus dem Leben in die Kunst (“un verdadero paso de la vida al arte”). A pesar del acuerdo generalizado en que el arte es una cuestión vital lo cierto es que el tono contemporáneo es deprimente y funerario. En vez del tono apocalíptico, domina la escena una especie de retórica de las despedidas y de los finales pretenciosos. Birnbaum considera que la Bienal de Venecia del 2003, dirigida por Francesco Bonami, pero articulada por la participación de varios co-comisarios, entre ellos artistas como Gabriel Orozco o Tiravanija, puso fin a la Bienal como forma experimental . Ese final, como reconoce el comisario, no supone el final de ese mega-género: tras el funeral los espectros aumentan sin cesar o, por recordar a Don Juan, “los muertos que usted mata gozan de buena salud”. Ni el museo es la tumba ni podemos detectar dónde se encuentran las barricadas. Según Clausewitz “la guerra aparece, ante todo, en el arte del asedio”. Cuando los “antagonistas” están instalados en el Olimpo Museístico no es necesario tanto oponerse a los museos cuando catalogar la documentación de sus gozosa “neutralidad”. También, en ese abismo de cartelas, luces y temperatura graduada, se puede charlar . En voz baja, por favor.

Globalización del vacío.
Nicolas Bourriaud parece que está especializándose en lanzar ensayos breves en los que propone una visión de la época y, particularmente, de las tendencias artísticas con afán general o global. Desde Estética relacional y, obviamente, con las exposiciones que comisarió en el Palais de Tokyo junto a Jerome Sans, ha conseguido un prestigio internacional enorme. No me andaré con rodeos: tengo la impresión de que su discurso está, como el silencio de Marcel Duchamp, sobrevalorado. Aunque apela a la fragmentariedad benjaminiana o dice que las lecturas de Georges Bataille le enseñaron que “la exposición de un tema por jirones, una escritura fragmentaria y vagabunda, permite a veces delimitar su objeto mejor que muchos desarrollos rectilíneos” , lo cierto es que sus argumentos son bastante insatisfactorio, los ejemplos están en muchos casos traídos por los pelos y la capacidad de unir lo teórico con la experiencia de las obras de arte o su descripción ultra-rápida no termina de generar ninguna instancia crítica. Todo queda apenas apuntado, nada termina de concretarse, en una impresión de zapping mental en el que falta además esa pizca de ironía o sentido del humor que podría diluir el tono singularmente pretencioso. No hay, a pesar de lo que anuncia enfáticamente la editorial en la solapa de Radicante, nada de brillantez en ese texto, en todo caso lanza algunas hipótesis que no desarrolla con amplitud y enfoca, a la carrera, la obra de algunos artistas por los que tiene especial querencia.
Sin duda, Radicante es un libro apresurado y de tono menor, incluso comparado con Postproducción que, por lo menos, daba cuenta del momento sampleado de la cultura y de la situación de reciclaje que sirve como estrategia a tantos creadores. Anteriormente salpimentó, en su descripción de la relacionalidad, tópicos situacionistas pero sin el tono polémico originario con la constatación de que la comunidad como proyecto político era algo prácticamente intratable. Ahora pretende abordar la cuestión de la globalización tomando como punto de partida la caída del Muro de Berlín y la polémica exposición Los Magos de la Tierra. Con ciertas concesiones (mínimas todo hay que decirlo) a lo biográfico y deslices narrativos bastante torpes, revisita nociones como post-historia, post-modernismo, multiculturismo o hibridación, proponiendo frente a ellas una altermodernidad que es capaz de describir con claridad. El presente, la experimentación, lo relativo y lo fluido son las características que Bourriaud defiende justo en el momento en el que define la tarea: “imaginar lo que podría ser la primera cultura verdaderamente mundial” .
No faltan fórmulas que pueden funcionar como un slogan o una frase para una camiseta: “ya no existen tierras incógnitas. Vivimos en la era de Google Earth” . Recoge el data de que unas 175 millones de personas viven fuera de su país natal y a partir de ahí comienza una cantinela sobre la movilización, los desplazamientos y lo que se permite llamar “éxodo” o incluso “exilio”. Es bastante patético que se confunda el turismo con la diáspora, lo que Néstor García Canclini ha llamado arte-jet (al que sin duda Bourriaud pertenece aunque pretenda camuflarlo) con la cruda experiencia de aquel que tiene que jugarse la vida en una patera. Aunque cite la creolización de Édouard Glissant, lo hace en un marco de completa tergiversación, arrojando a la basura la dimensión política y de absoluta desigualdad que tenemos que reconocer en los distintos modelos del “viaje”. No es cierto que sean únicamente las raíces como pretende este pensador “débil” ni todas las prácticas artísticas que describe son propias del semionauta.
En este texto de corta y pega, introduce una digresión sobre Víctor Segalen, concretamente el Ensayo sobre el exotismo, donde propone una “estética de lo diverso”. Finalmente la cosa consistiría en “viajar para volver a sí mismo”. Así el pensamiento radicante entendido como la organización de un éxodo tendría como base la certeza estoica de que podremos replegarnos en un juego sofisticado y, además, políglota. Da por sentado que la deconstrucción colonial contribuyó a reemplazar un idioma por otro, limitándose el uno a subtitular el otro, “sin empezar el proceso de la traducción”. Es muy difícil saber a qué se refiere Bourriaud con reflexiones tan vagas y carentes de rigor. ¿Ignora acaso que la deconstrucción, como apuntara Derrida en su “Carta a un amigo japonés”, es precisamente la cuestión de cómo traducir cuando se ha producido la destrucción de la metafísica? Si uno ignora la crítica del monolingüismo efectuada por ese filósofo y no ha leído, por ejemplo, su ensayo sobre Joyce y lo babélico, puede soltar cualquier parida de forma impune. También cabe la posibilidad de ridiculizar los “cultural studies” al denominarlos “cacofonía impotente” sin tampoco demostrar, en ningún momento, que se tiene la más mínima noción de lo que allí se propone.
Al recurrir a la teoría de la precariedad cobra conciencia de que estamos en el momento de la obsolescencia planificada. Los propios textos de Bourriaud forman parte de ello. “Nada resalta porque no estamos comprometidos con nada realmente” , apunta hacia la mitad de este libro descoyuntado. Tal vez él piense que baste con citar, en una sola página a Bauman y su modernidad líquida, Beck y la sociedad del riesgo, Zizek con sus identificaciones múltiples y Michel Maffesoli dando cuenta del periodo politeísta, ecléctico y pluralista, para que ya esté suficientemente diseñada la identidad en movimiento . La diferencia entre lo que denomina “universo radicante” y la postmodernidad no es, ni mucho menos, evidente, como tampoco encuentro nada nuevo con respecto al rizoma o la nomadología de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Bien es verdad que, insisto, Bourriaud actúa como un propagandista light y le basta y le sobra con soltar algunas consignas (“vivimos en el universo Apple”) y nombrar artistas más o menos interesantes (obsesivamente a Tiravanija que parece la salsa adecuada para todos los platos). La conclusión de todo este tour operator es que el arte contemporáneo tiene un proyecto político coherente: “llevar a la precariedad al núcleo mismo del sistema de representaciones por el que el poder genera los comportamientos, fragilizar cualquier sistema, dar a las costumbres más arraigadas el aspecto de ritual exótico” . Para alguien adiestrado en el Bienalismo y que piensa que el museo ya no es un aparato predominante puede ser suficiente con decir tamañas perogrulladas. Para ese viaje no hacen falta alforjas y, tampoco, es preciso deformar o malinterpretar descaradamente casi todo. Ni siquiera el gesto de “santificación” duchampiana aplaca la sensación de que este ensayo encarna algo peor que la precariedad: la cruda y estricta vaciedad.

El derecho a no decir nada.
Recordemos el gran tongo de Florida en las elecciones presidenciales norteamericanas del 2000. Un par de cientos de votos “decidieron” quien sería el presidente. Finalmente Al Gore aceptó la situación que era, por decirlo suavemente, escandalosa. En las semanas de incertidumbre que siguieron a las elecciones, Bill Clinton hizo un apropiado y mordaz comentario: “El pueblo estadounidense ha hablado; es sólo que no sabemos qué ha dicho”. En realidad no había ningún mensaje detrás del resultado. En el capitalismo caliente (incluso podría calificarse como “recalentado”) no faltan dispositivos adecuados para la masturbación multimedia. Si en la “teoría crítica” pretende contestar con la fluidez radicante a los herederos del “there is no alternative” pronunciado como un mantra por Margaret Thatcher, los políticos, aprovechando la enigmática crisis para desmantelar lo poco que quedaba del Welfare State, entonan discursos “esperanzadores” tomando, lisa y llanamente, a los ciudadanos por una panda de cretinos.
La televisión está embarcada en una consolidación del patetismo, acribillándonos con charlas sin sentido, "cantidad de dementes, de palabras e imágenes. La estupidez nunca es ciega o muda. Así que el problema ya no consiste en que la gente se exprese, sino en proporcionar pocos resquicios para la soledad y el silencio en los que quizás acabaran encontrando algo que decir. Las fuerzas represivas no impedirán que la gente se exprese; más bien la forzarán a hacerlo. Qué alivio no tener nada que decir, el derecho a no decir nada, porque sólo entonces existe una posibilidad de enmarcar lo raro, o incluso lo más raro, lo que puede ser digno de decirse. Lo que nos invade en la actualidad no es un bloqueo de la comunicación, sino de las declaraciones sin sentido" . Estamos obsesionados por demostrar nuestra existencia aunque sea haciendo pública nuestra perversidad, potenciando los "rituales de la transparencia" . El arte moderno lanza su último cartucho en una dilatada "desaparición" en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que realidad ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía: "la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en la imagen (...) reside la obscenidad de nuestra cultura" . En la actualidad proliferan las figuras de la obscenidad y las habitaciones, los procesos sexuales, la revelación de lo traumático o la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, están generando un cierto manierismo.
Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. “El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente” . Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La opinión común da por sentado que el sistema nos sumerge en un torrente de imágenes del horror que nos vuelve insensibles a la realidad banalizada. “Lo que nosotros vemos en todas las pantallas de noticias televisadas es el rostro de los gobernantes, expertos y periodistas que comentan las imágenes, que dicen lo que éstas muestran y lo que debemos de pensar de ellas. Si el horror está banalizado, no es porque veamos demasiadas imágenes de él. No vemos demasiados cuerpos sufriendo en escena, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos, cuerpos que son el objeto de un habla sin tener ellos mismo la palabra” . La charlatanería es entrometida o, para ser más preciso, usurpa el tiempo y el espacio en el que podría, tal vez, enunciarse algo con un mínimo sentido. Tenía, antes de la época del definitivo empantanamiento, Bartleby para reiterar sus negativas: “I want nothing to say to you” .

Riesgo con red.
Hace 50 años se realizó uno de los actos decisivos del arte del espacio moderno: Yves Klein saltó al vacío. En Dimanche del 27 de noviembre de 1960 apareció la famosa foto sobre la que hay un titular enfático: “UN HOMME DANS L´ESPACE!”. Según cuenta Sidra Stich todo comenzó en el mes de enero ese mismo año cuando este karateka (cinturón negro cuarto dan) ejecutó una “demostración práctica de levitación” a la que, como suele ser habitual, llegó tarde el crítico de turno que no era otro que Pierre Restany. A falta del testigo crucial tenía un tobillo torcido como prueba del delirio. La proeza “invisible” fue, todo hay que decirle, tomada con cierto pitorreo por los colegas del artista que decidió repetir el arriesgado “vuelo” en la Galería Rive Droite donde los presentes parece que vieron cosas variadas: unos declararon que saltó sobre una mesa mientras otros sostenían que se lanzó escaleras abajo. Lo cierto es que un hombro seriamente dañado que tuvo vendado durante meses justificaba la verborrea de Klein. Finalmente a mediados de octubre, desde siete metros de altura en el número tres de la calle Gentil Bernard en el suburbio parisino de Fontenay-aux-roses, realizó la acción documentada fotográficamente por Harry Shunk.
A finales de los sesenta Paul McCarthy ejecuta el que considera su primer performance que no es otra cosa que una “versión” de la heroica caída de Klein mientras que Tehching Hsieh también intentaba la proeza en Jump Piece con el resultado de dos tobillos rotos. Como si hubiera una epidemia del batacazo, Bas Jan Ader amplió el repertorio arrojándose desde un árbol o en bicicleta a un canal. Tal vez no estaban al corriente de que el gesto místico-alquímico de Klein era un perfecto montaje: unos judokas sostenían una red para que el admirador de Bachelard no se rompiera la crisma. Al final de Arte de Yasmina Reza, tras discutir acaloradamente sobre un cuadro en blanco que llega a ser calificado como una mierda, resulta que alguien encuentra un sentido: eso que parece nada representa “un hombre que atraviesa un espacio y desaparece” . En la zona astutamente “borrada” del salto al vacío aparece un ciclista que en realidad no estaba allí. Ese hombre que pedalea de espaldas a lo artístico es el punctum que me toca.
Debajo de la foto que hoy contemplamos como “canónica” hay un texto que no tiene desperdicio y, por tanto, merece la pena citarlo: “Hoy, el pintor del espacio debe internarse de verdad en el espacio para pintar, pero sin trampas ni trucos, y sin aeroplanos, paracaídas o cohetes. Debe ir allí mismo con una fuerza individual y autónoma. En una palabra, deber ser capaz de levitar” . Klein tenía la desfachatez de emplear palabras como “honestidad” o “verdad” e incluso entre paréntesis advertía que su levitación dinámica se hacía “con o sin red, arriesgando su vida”. Si conseguimos escapar de la mistificación hagiográfica podremos ver con claridad que el Teatro del Vacío es un fake y que aquella “existencia eterna” que buscaba el artífice de las antropometrías (realizadas con mujeres desnudas) mientras vestía con el traje impecable del farsante cabal no era otra cosa que una forma astuta del marketing. Du vertige au prestige, por emplear los términos estrictos de ese “proceso mítico”.
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable, como si lo decisivo fuera un perfume (aquel Aire de París duchampiano) o un look asimilado solo por escasos iniciados. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia, 2004) o a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos. Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente. Con el llamamiento generalizado a no desentonar, Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer.
En mi delirio interpretativo he llegado a pensar que el ciclista que pasa de largo tiene algo que ver con Bartleby, aquel personaje que actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra, como esos performers que, aparentemente, se tomaron en serio el salto de Klein. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración . Una carta siempre llega a su destino , sobre todo si no ha sido enviada y el secreto, valga esta atmósfera lacaniana, ha sido dejado al descubierto. No es fácil heredar una frase lapidaría: “Preferiría no hacerlo”. Pero es mejor que celebrar ritualmente la impostura o aceptar que no hay otro riesgo que el simulado. No es que nos falte la red o, como suele decirse, brille por su ausencia, sino que el testimonio (escenificado) de la caída atrapa, desde el principio, un amargo vacío.

Belleza grunge.
Nietzsche decía que los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: “son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la decadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo”. E incluso en medio de su mejor momento, una sociedad tiene que producir basura y materiales de desecho . El arte contemporáneo acarrea y sedimenta materiales para la filosofía de la escatología posindustrial. La estética fascinada por el criadero de polvo y el arte que ha promovido “la tortura artística, la automutilación estética y el suicidio considerado como una de las bellas artes” , son cómplices, en la deriva bienalística, con ciertas apelaciones “regresivas” a la belleza. “El retorno de lo Bello –apunta Jameson polémicamente- en lo posmoderno debe verse justamente como una dominante sistémica: una colonización de la realidad en general por formas espaciales y visuales, que es a su vez una mercantilización de esa misma realidad intensamente colonizada en una escala mundial” . La belleza que, en la época de la transgresión convertida en norma, “no es ya un espectáculo o un objeto de contemplación, sino una performance” .
La afirmación demenciada del sujeto, a la manera del slogan de L´Oreal “Porque yo lo valgo”, es un mecanismo compensatorio en la cultura del casting permanente. Si el arte, como sugiere Michael Asher, surge del fracaso , la belleza glamourosa no puede ocultar su preocupante anorexia. Kate Moss, centro de polémicas “de moda”, fue “esculpida” en el año 2000 por Marc Quinn en un bloque de hielo y expuesta en una suerte de nevera diseñada de forma tal que pudiera disolverse lentamente día a día como una metáfora del carácter efímero de toda actividad. La gente, según el artista, podía respirarla literalmente y “consumir” su belleza. El perfume del arte contemporáneo comienza como aire de París y llega a su conclusión en el marketing de la Obsession .

La confesión de Perry Smith.
Una cultura que rechaza su propia memoria está tan abocada a la impotencia como una cultura inmovilizada en la perpetua conmemoración. Freud advirtió que lo consciente y la memoria se excluyen mutuamente. “El recuerdo no es, a menudo, sino una amnesia organizada, un señuelo, un obstáculo a la verdad, más allá de toda exactitud fáctica, una función de pantalla, en suma” . Hasta un criminal despiadado puede sentir asco al recordar una escena trivial, como le sucedía a Perry Smith cuando retomaba aquel instante en el que en vez de reventar una caja fuerte estaba robando un dólar de un modero de juguete. Truman Capote indica en A sangre fría que ese asesino sabía que había hecho algo “imperdonable” pero no era capaz de sentir responsabilidad o remordimiento por ello. En cierta medida, se considera inocente de una oscura manera. Justo antes de ser ahorcado pronunció unas palabras con un hilo de voz apenas audible: “No tendría sentido alguno pedir disculpas por lo que he hecho. Ni siquiera sería apropiado hacerlo. Pero es así. Pido disculpas”. No hay pena ni perdón posible, el dilema de eso que se dice sin sentido (sin sentirlo) es total. Marcuse preguntaba, en las últimas páginas de su ensayo sobre la dimensión estética, si en la sucia buhardilla donde Jack el Destripador trama sus manejos y el horror alcanza su culminación es posible todavía la catarsis o al menos cierta facultad de afirmación. Incluso el grito final de rebelión ha sido sofocado.
A sangre fría es una clave que va más allá de lo que allí se narra, no es únicamente el testimonio de un proceso y de una ejecución, adquiere, en la época de la grabación ininterrumpida de lo real, la proporción de categoría estético-filosófica. No es únicamente una reduplicación aburrida de lo (poco) que (nos) pasa, sino que, como David Foster Wallace sugirió, la megamirada, principalmente televisiva, genera la apariencia autoconsciente de la falta de autoconciencia. “La catástrofe no consiste en la desintegración sino en la reproducción e integración de lo que es” . No hay pausa posible para la escritura del desastre ni ocasión en la que esté de más una imagen cruel. Desde la fotografía de Kevin Carter de una niña del Sudán hambrienta que se arrastra por el suelo al borde del agotamiento mientras que un buitre permanece detrás de ella, esperando la presa hasta la serigrfía de Richard Hamilton Kent State 1970, en la que aparece Dean Kahler disparado y paralizado por su propia Guardia Nacional durante las protestas por la guerra de Vietnam en la universidad, se impone el literalismo de lo atroz.
Cuando Alex, el protagonista de La naranja mecánica, es sometido a la primera sesión del Tratamiento Ludovico, con la proyección de escenas de brutal violencia, hace el siguiente comentario: “La primera película es muy buena. Una de ésas al estilo de las que hacen en Hollywood. Es curioso que los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla”. Lo natural es la violencia, lo raro y desconcertante lo artístico . Las famosas imágenes del atentado del World Trade Center eran conectadas, por el público planetario, con lo que habían visto en el cine sin tener apenas conciencia de que el imperio no solamente contra-ataca sino que masacra vilmente urbi et orbe . El estado, a la manera weberiana, tiene el monopolio para el uso legítimo de la violencia, define al terrorista y transforma sus reacciones desproporcionadas en “guerra justa”. Lo único que le importa a la “conciencia imperial”, experta en des-información, de que lo único que importa es imponerse y, para ello, necesita, entre otras cosas, mantener anestesiado al auditorio, videando, a la manera del gamberro que viola al ritmo de Singing in the rain, los “colores del mundo real”, transmutando la sangre en ketchup.
“Las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate. Contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, lo decible y lo pensable; y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible. Pero lo hacen a condición de no anticipar su sentido ni su efecto” . Lo épico es lo que corta o rasga el velo, eso que desactiva la mistificación, pero aquello que prolifera en el presente son las cantinelas que abren el cortejo de lo insignificante . Ilusorias terapias de grupo y el síntoma alejandrino (la estetización de la existencia y la tendencia a lo conmemorativo: Faro, Museo y Biblioteca, sintetizados en el paradigma de la Bienal) impiden la emergencia de lo imprevisto, aunque eso no impide que lo catastrófico aparezca “simulado”. Otto Mühl, llevado por el delirio furioso, consideraba que todo merecía ser expuesto, hasta la violación y el asesinato que forma parte integrante de la sexualidad: “En mis películas futuras, los humanos serán masacrados. Masacrar humanos no debe seguir siendo un monopolio del Estado. Será pronto una obligación ética saquear los bancos cargarse al azar a un lisiado”. Afortunadamente ese asesinato, de tradición surreal , ha quedado en suspenso o, para ser más preciso, lo tremendo (para)sacrificial ha sido suplantado por la verborrea que cita a Bataille o a quien sea oportuno para cargarse de tanta legitimidad cuanto sea posible en proporción directa a la escala de la indecencia cínica implícita.
Fredric Jameson diagnosticó, El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que la inmersión en la esquizofrenia era cómplice con la entronización del pastiche o la moda de la “nostalgia” , en un momento en el que el todo vale del kitsch puede travestirse, posteriormente, en el estilo cuáquero, e intentar curarse con el antídoto universal del “menos es más”. La parquedad del nuevo international style acaso oculte que tampoco hay mucho que decir: la mediocridad lujosa como criterio definitivo. A Baudrillard no le faltaba tampoco razón al apuntar que cuando lo real desaparece la nostalgia cobra todo su sentido. En la época de la rebeldía integrada, del exceso asumido, de la accidentalidad (trucada) del reality show, la fobia de lo repetitivo y el miedo a aburrir terminan por provocar lo mismo: el aburrimiento compulsivo. “No es sano –leemos en el best seller de Douglas Coupland Generación X- vivir la vida como una sucesión de pequeños momentos cool aislados. […] O hacemos de nuestra vida una novela o nunca saldremos adelante. […] Por esto, como bien sabemos, lo hemos abandonado todo para venir al desierto, para contarnos historias y hacer de nuestras vidas unas novelas que se sostengan”. La desertificación propia del glamourama no tiene nada que ver con las dead-wall reveries de las que es un pionero Bartleby, “el inquilino inmóvil de una habitación vacía” . Hay innumerables fiestas, variétés, fatrasies , sarcasmos en sordina , relatos de “asesores” de todo tipo, ocurrencias sin acontecimiento, chistes bastante malos. El letrero funesto en el que leemos “reservado el derecho de admisión” no está pensado para los radicales de toda la vida que saben de memoria la famosa despedida de Guy Debord a Isou y los letristas (“Todo lo que contribuye a mantener algo erguido ayuda al trabajo de la policía”) pero que, por razones tácticas (faltaría más) han perpetrado el complot en franca complicidad con los comisarios. Han conseguido instalarse en la institución, son profesionales del arte de “cuestionar desde dentro”, disponen de una jerga oportuna y extensa, trabajan en red o atrapan en ella lo que pueden. No tengo claro que pillen la gracia de uno de los diálogos enloquecidos entre Groucho y Chico Marx: “¿Qué digo?”, “Diles que no estás aquí”, “¿Y si no me creen?”, “Te creerán cuando empieces a hablar”.

lunes, 22 de noviembre de 2010

EL MIÉRCOLES 24 DE NOVIEMBRE A LAS 19 H. IMPARTIRÉ EN "AMBITO CULTURAL" DE EL CORTE INGLÉS (c/ SERRANO, 52) LA PRIMERA DE LAS CONFERENCIAS DEL CICLO "SEIS PROPUESTAS PARA EL PRÓXIMO MILENIO". ESTARÁ DEDICADA A LA CRÍTICA DEL BIENALISMO Y A LAS FORMAS QUE ADOPTA EL ARTE ACTUAL. ESTAIS TODOS, SI OS APETECE, INVITADOS.
fernando castro flórez.

jueves, 13 de mayo de 2010

He experimentado un placer orgiástico al leer el artículo de Vicente Verdú en el que tiene la "genial" idea de compararme con Calvo Serraller. No hay sabor ni saber más excelso. Tengo que mandarle un jamón de pata negra de regalo.
VERDÚ
Entre el vómito y el voto
VICENTE VERDÚ 13/05/2010


Hasta el próximo 13 de junio se expone en el CaixaForum de Madrid obra abundante de Miquel Barceló, acaso el pintor más mimado del arte español en los últimos 30 años y propicio objeto de polémica. Barceló, con apenas 25 años, fue el único representante español en la VII Documenta de Kassel (1982) y el único representante español en la LIII Bienal de Venecia (2009).

Miquel Barceló
A FONDO
Nacimiento:
08-01-1957
Lugar:
Felanitx
La noticia en otros webs
webs en español
en otros idiomas
Parte de la crítica española ha afilado sus herramientas ante Miquel Barceló
No basta conocer mucho de arte, para apreciarlo se requiere paladar
La envidia envenena a sus colegas y, paralelamente, una parte de la crítica española ha afilado sus herramientas. Sin duda, Barceló concentra los atributos personales y profesionales más apetitosos para hacer rodajas, sea por el lado de no permitir profetas en su tierra sea por el lado de hacer croquetas con uno de los artistas que se manifestaron envueltos en el "club de la ceja", tal como recordaba pronto Fernando Castro Flórez en su lacerante texto del semanario cultural ABCD el pasado 27 de marzo.
En tácita réplica a ese artículo, semanas después, Francisco Calvo Serraller publicó en Babelia (8-5-10) un artículo tan largo como el de Castro Flórez pero en sentido inverso. Si Castro afirmaba que la pintura de Barceló "está en el límite de la mediocridad y no ha aportado nada a la historia del arte reciente", Calvo declaró que se "está frente a un artista muy sólido e importante... que ha entrado en la historia de nuestro país de una manera insoslayable".
La crítica de Castro Flórez enardece al lector porque dice lo que pide el calor del cuerpo, mientras Paco Calvo, con más reflexión y frialdad, se vale de la mente y su memoria para describir el relevante itinerario de Barceló, desde su exaltación en Kassel al aprecio que ya le han prestado los mejores galeristas y acreditados museos del mundo. Esto sin contar con el privilegiado andamiaje que física y simbólicamente han supuesto sus obras en la catedral de Palma y en la cúpula para la ONU en Ginebra.
Para quien conozca personalmente a estos famosos críticos no será una sorpresa que el primero escriba acalorado y el segundo sin sudor alguno. ¿Quién tiene la razón? ¿Barceló mediocre o excelente? ¿Sicario de Zapatero, según Castro, o continuador de "Tàpies, Gaudí, Miró y la gran tradición histórica que se remonta hasta Ribera", según Calvo?
La política, no cabe duda, lo enmerda casi todo y, en el caso de Barceló, sus astracanadas escultóricas embarullan su obra, de por sí proteica. Con todo, la polémica Castro / Calvo procura luz e higiene no ya sobre el caso concreto de un pintor, sino sobre la condición del crítico con o sin mediación ideológica pero, sobre todo, con o sin gusto, un don susceptible de perfección pero insustituible en origen.
El gusto será en el crítico como el gen creador en el artista. Ni las escuelas, las clínicas, las drogas o la veteranía logran inculcar el buen gusto en quien no lo tiene. Es lo mismo que en el buen criterio para elegir la ropa. A despecho de sus infinitas posibilidades, todos los años se publican listas de las mujeres, ricas y famosas, peor vestidas del mundo. Y no sólo "peor" sino, en absoluto, mal vestidas. Más que sufrir de mal gusto, carecen de él y ni el dinero, los consejos o los desfiles logran superar esa mutilación.
No basta conocer mucho de arte; para apreciarlo se requiere un buen paladar. Sin esta condición, casi orgánica, el crítico se desorienta o se emberrenchina ante aquello que no le sabe porque la repetida insipidez pone de muy mal humor. Esto explica el tono desabrido en el que, a veces, se expresan: no se trata de que esa obra no les guste sino que no les sabe y el sabor, como anuncia su etimología, es la base consecuente al saber.
No he tenido la experiencia de ver ninguna exposición con Castro Flórez, siendo sobresaliente en su conducta el exabrupto. He paseado, sin embargo, con Calvo Serraller ante numerosos cuadros y lo memorable de esa experiencia, siendo Paco Calvo un tipo raro, fue su sosegada degustación. Cada cual escoge la guía que prefiere pero no es verdad que sobre el gusto "no hay nada escrito". En esta polémica, por ejemplo, hay un gusto y un disgusto escritos respecto al mismo menú. Y un vómito y un voto servidos sobre el mismo plato.

miércoles, 5 de mayo de 2010



Contraseñas trágicas.

Fernando Castro Flórez


Ya era hora de que una mujer recibiera el Premio Velázquez y si además ha recaído en una creadora tan honesta e intensa como Doris Salcedo pues podemos tener motivos para alegrarnos. Y, sin duda, lo haremos a partir de una obra que es, en todos los sentidos, trágica. Desde aquella serie de zapatos metidos tras un velo de piel que aludían a los asesinados y al dolor de las gentes de Colombia hasta los muebles encementados que llegamos a ver en exposiciones como “Cocido y Crudo” (comisariada por Dan Cameron en el MNCARS en 1994), de las sillas ocupando un solar que dispusiera en la Bienal de Estambul (2003) a la impactante instalación Schibboleth en el Hall de las Turbinas de la Tate Modern (2007), Doris Salcedo no ha dejado de imponer contundentes metáforas visuales que hablan del desgarro y de las heridas que sufrimos. La intervención de la Tate consistía en una serie de grietas que surcaban el espacio como el resultado de un terremoto. El público queda literalmente estupefacto y no faltaban las preguntas sobre cómo se había hecho aquello, si el suelo “original” había sido destruido o había algún tipo de “truco”. Pude charlar con ella , en compañía de Laura Revuelta y Alberto Ruiz de Samaniego, con José Antonio de Ory como excepcional anfitrión en Bogotá. Estaba sumamente desgastada por las polémicas que rodeaban esa pieza que incluso llegaban a ser denuncias por parte de gente que se había tropezado o fracturado algún miembro. Aunque quise convencerla de que era una obra memorable no dejaba de apuntar, obsesivamente, que había sido algo “demasiado duro” para ella. Más allá de la literalidad del agrietamiento estaba evocando el poema homónimo de Paul Celan. Schibboleth es una palabra hebrea que podemos traducir como “contraseña” y aparece en el capítulo 12 del Libro de Los Jueces en un relato de inclusión y exclusión, de reconocimiento de aquellos que son parte de una tribu frente a todos los que ni siquiera podrían pronunciar la palabra clave. Derrida dedicó uno de sus libros más bellos a ese poema de Celan (autor de Fuga de muerte el texto que rinde testimonio del campo de concentración) indicando que aquello que se torna impronunciable es lo que nos encadena al problema humano de la traducción. Tal vez Doris Salcedo quería con su impresionante intervención recordar que estamos constantemente cruzando fronteras, saltando por encima de precipicios, sintiendo el suelo que tiembla bajo nuestros pies y que olvidamos con frecuencia el poder del símbolo para construir una comunidad. Esta mujer que ha condensado de forma esencial la violencia contemporánea sin caer en el literalismo ni la obviedad, impone ahora su reflejo en el espejo velazqueño. Si ahí estaba la cifra de la heterotopía, en términos de Foucault, no cabe duda de que Doris Salcedo ha sabido, a través de grietas inquietantes, plantear operaciones metafóricas inauditas y de una belleza trágica.

“Riesgo” con red.


Fernando Castro Flórez.



Hace 50 años se realizó uno de los actos decisivos del arte del espacio moderno: Yves Klein saltó al vacío. En Dimanche del 27 de noviembre de 1960 apareció la famosa foto sobre la que hay un titular enfático: “UN HOMME DANS L´ESPACE!”. Según cuenta Sidra Stich todo comenzó en el mes de enero ese mismo año cuando este karateka (cinturón negro cuarto dan) ejecutó una “demostración práctica de levitación” a la que, como suele ser habitual, llegó tarde el crítico de turno que no era otro que Pierre Restany. A falta del testigo crucial tenía un tobillo torcido como prueba del delirio. La proeza “invisible” fue, todo hay que decirle, tomada con cierto pitorreo por los colegas del artista que decidió repetir el arriesgado “vuelo” en la Galería Rive Droite donde los presentes parece que vieron cosas variadas: unos declararon que saltó sobre una mesa mientras otros sostenían que se lanzó escaleras abajo. Lo cierto es que un hombro seriamente dañado que tuvo vendado durante meses justificaba la verborrea de Klein. Finalmente a mediados de octubre, desde siete metros de altura en el número tres de la calle Gentil Bernard en el suburbio parisino de Fontenay-aux-roses, realizó la acción documentada fotográficamente por Harry Shunk.
A finales de los sesenta Paul McCarthy ejecuta el que considera su primer performance que no es otra cosa que una “versión” de la heroica caída de Klein mientras que Tehching Hsieh también intentaba la proeza en Jump Piece con el resultado de dos tobillos rotos. Como si hubiera una epidemia del batacazo, Bas Jan Ader amplió el repertorio arrojándose desde un árbol o en bicicleta a un canal. Tal vez no estaban al corriente de que el gesto místico-alquímico de Klein era un perfecto montaje: unos judokas sostenían una red para que el admirador de Bachelard no se rompiera la crisma. Al final de Arte de Yasmina Reza, tras discutir acaloradamente sobre un cuadro en blanco que llega a ser calificado como una mierda, resulta que alguien encuentra un sentido: eso que parece nada representa “un hombre que atraviesa un espacio y desaparece”. En la zona astutamente “borrada” del salto al vacío aparece un ciclista que en realidad no estaba allí. Ese hombre que pedalea de espaldas a lo artístico es el punctum que me toca.
Debajo de la foto que hoy contemplamos como “canónica” hay un texto que no tiene desperdicio y, por tanto, merece la pena citarlo: “Hoy, el pintor del espacio debe internarse de verdad en el espacio para pintar, pero sin trampas ni trucos, y sin aeroplanos, paracaídas o cohetes. Debe ir allí mismo con una fuerza individual y autónoma. En una palabra, deber ser capaz de levitar”. Klein tenía la desfachatez de emplear palabras como “honestidad” o “verdad” e incluso entre paréntesis advertía que su levitación dinámica se hacía “con o sin red, arriesgando su vida”. Si conseguimos escapar de la mistificación hagiográfica podremos ver con claridad que el Teatro del Vacío es un fake y que aquella “existencia eterna” que buscaba el artífice de las antropometrías (realizadas con mujeres desnudas) mientras vestía con el traje impecable del farsante cabal no era otra cosa que una forma astuta del marketing. Du vertige au prestige, por emplear los términos estrictos de ese “proceso mítico”.
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable, como si lo decisivo fuera un perfume (aquel Aire de París duchampiano) o un look asimilado solo por escasos iniciados. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia, 2004) o a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos. Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente. Con el llamamiento generalizado a no desentonar, Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer.
En mi delirio interpretativo he llegado a pensar que el ciclista que pasa de largo tiene algo que ver con Bartleby, aquel personaje que actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra, como esos performers que, aparentemente, se tomaron en serio el salto de Klein. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración. Una carta siempre llega a su destino, sobre todo si no ha sido enviada y el secreto, valga esta atmósfera lacaniana, ha sido dejado al descubierto. No es fácil heredar una frase lapidaría: “I want nothing to say to you”. Pero es mejor que celebrar ritualmente la impostura o aceptar que no hay otro riesgo que el simulado. No es que nos falte la red o, como suele decirse, brille por su ausencia, sino que el testimonio (escenificado) de la caída atrapa, desde el principio, un amargo vacío.




Otra forma de mirar.
Chema Madoz.
Galería Moriarty. Madrid.


Fernando Castro Flórez.


Desde la “posición” del objeto surrealista a la modulación de la magia cotidiana de Joan Brossa fluye una corriente del imaginario como encuentro de lo heterogéno, esto es, de aquello que sugestiona por tanto por su inquietante extrañeza cuanto por su familiaridad. Breton consideraba que todas las apariencias y formas materiales no son más que máscaras y envolturas que permiten adivinar los orígenes más íntimos de la naturaleza; pero también podemos pensar que precisamente lo que la obra de arte late es una conciencia del artificio junto a un afán de abrir la mirada a inmenso dominio de lo inaudito. Precisamente, Chema Madoz, con una obra realizada desde la coherencia ejemplar, ha sabido generar un mundo de imágenes propias que, siendo en todo momento “construcciones”, tienen la apariencia de ser completamente “reales”. Sus fotografías seducen al espectador que, en cierta medida, siente que no está frente a lo extravagante ni ante composiciones arbitrarías sino en contacto con algo que tenía que ser revelado.
Los sueños, la música, el paisaje y, fundamentalmente, lo poético aparecen una y otra vez en las fotografías de Chema Madoz; en una entrevista reciente con Leticia Fernández-Fontecha, declara que la fotografía lleva toda acción a un mismo territorio: “Utilizarla me permite usar técnicas muy distintas y el soporte de la imagen da a todas una cierta unidad. De esta forma, maneras de trabajar que serían propias de la escultura, la poesía visual, las instalaciones… se encuentran en un mismo punto”. Efectivamente, este artista dispone minuciosamente los objetos, modifica lo real, introduce sutiles matices y, después de trabajar en los preparativos de una suerte de “naturaleza muerta”, ajusta, con un virtuosismo compositivo inequívoco, la toma fotográfica. Sus imágenes en blanco y negro están “auratizadas”, marcan el hic et nunc de un proceso metafórico que deja abierta la gozosa grieta hermeneútica
En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que la función subversiva de la imagen es, más que producir un sentido, encontrar lo que llama literalidad del objeto. La implosión de los simulacros es, propiamente, una estrategia de la desaparición que mantiene como un rastro obsesivo las “letanías del crepúsculo”. En cierta medida, el postmodernismo académico ha combinado la geometrización de las fachadas (incluso de los rostros) con las tipologías del desencanto, acaso sin reconocer que el objetivo último era mantener el mundo a distancia. La antinaturalidad de las fotografías desde el “apropiacionismo” hasta la retórica de la escuela de Dusseldorf, con todo lo que tiene de manierismo pretendidamente crítico, acarrea una sombra característica de la decepción. En el caso de Chema Madoz estamos en las antípodas de esa celebración del déjà vu; aunque en sus imágenes reconozcamos una pauta de insistencia y rasgos evidentes de “estilo”, no deja de modular con entusiasmo su forma mágica de mirar el mundo.
Las nuevas fotografías que presenta en la galería Moriarty son sencillamente magníficas. Madoz depura, con una precisión admirable, su imaginación para poner únicamente lo necesario para que se produzca el encuentro feliz: un árbol que tiene en vez de hojas una nube, un sauce de caracteres orientales, un banco con una partitura, un gong que es la Luna, unos bonsáis que han encontrado su lugar en una rama aparentemente seca. La pasión musical, que le lleva a convertir también unos tensores en partituras, está simbolizada como un lúdico “rompecabezas”. En contraste con esas piezas que aluden al placer del sonido o, mejor, a su capacidad de suscitar en nosotros “imágenes”, estaría la fotografía de la pared en la que la palabra ladrillo se repite como si fuera el elemento constructivo. Chema Madoz juega, por recordar el famoso libro de Foucault, con las palabras y las cosas, con aquel desmantelamiento de las semejanzas que Magritte materializó en una famosa pipa que no era lo que “parecía”.
“Mirar una fotografía, más allá de un cierto tiempo –apuntó Victor Burgin- es arriesgarse a caer en la frustración; la imagen que a primera vista nos producía placer se convierte gradualmente en un velo a través del cual desearíamos ver”. Las imágenes compuestas por Chema Madoz no derivan de esa manera hacia lo inane, al contrario, marcan el encuentro de lo extraordinario aunque sea en un efecto mínimo como el de ese vaso con el agua inclinada. El juego de reflejos y artificios de este fotógrafo nos lleva a aceptar el ojo puede ser un caramelo o que incluso en el corazón de una cebolla puede mostrarnos lo poético. Frente al arte de consignas o el conceptualismo críptico, Chema Madoz ofrece unas perspectivas fascinantes para atravesar la fantasía, asumiendo tenemos en nuestras manos la posibilidad extraordinaria de cambiar el mundo, a la manera de Rimbaud, cuando nuestras figuras y visiones dejar de ser estereotipadas. Otra música, una forma diferente de escribir y de mirar surge cuando nos rebelamos contra lo obvio y buscamos lo singular, eso maravilloso que puede latiendo en el más humilde de los vasos.



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miércoles, 14 de abril de 2010

“¡No tienen nada bajo control, ni siquiera se controlan a sí mismos!”.
[Noticias de ninguna parte y otros desatinos que nos entretienen].




Fernando Castro Flórez.





“Sandra Orgel realizó una pieza de colaboración en la Casa de la Mujer de los Ángeles (1972). Iba sin maquillaje, con una bata barata y zapatillas usadas, con rulos y un cigarrillo colgando de la boca. Colocó la tabla de planchar y enchufó una plancha. Cuando ésta se calentó, escupió sobre ella. El siseo de la evaporación era el único sonido. Durante diez minutos, silenciosa y metódicamente, planchó una sábana y, cuando acabó, la plegó y se fue”[1].




(Des)memorias.
En sus consideraciones sobre la memoria perdida de las cosas, Trías señala que en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de la ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas: “Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la conciencia de la ausencia que sustenta este mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe ser contrarrestada con una conciencia viva con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[2]. Aquella “agorafobia espiritual” de la que hablara Worringer en su libro Abstracción y naturaleza[3], queda corregida en esta visión de nuestro tiempo como crisis de la memoria, como una ausencia de lo concreto que lleva a una visión totalizadora.
El psicoanálisis atribuye un lugar central a la memoria. Así, se considera que la neurosis descansa sobre ese trastorno particular de la relación con el pasado que consiste en la represión.En Mas allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte[4]. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías en La memoria perdida de las cosas- surge la presencia de una reminiscencia”[5]. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad. Gerhard Merz, con una tonalidad épica, parodiando la eternidad museal, “representa” el estilo de la cultura autoritaria, intenta mencionar la Historia aunque para ello tenga que situarse en el peligroso filo de lo ornamental-monocromático[6].
La memoria no se opone en absoluto al olvido. Aunque podríamos penar que vivimos en el país de los lotófagos, también tendríamos que estar prevenidos contra el uso retorizado y, finalmente, banal de aquella “Historia” que acaso sea, tal y como Nietzsche apuntara en su segunda Consideración intempestiva, la fuente de una enfermedad que tiene en el cinismo uno de sus síntomas. Más allá del “delirio conmemorativo”[7] podríamos comenzar a recordar de otra manera. Puede que ciertas operaciones metafóricas-fotográficas, como la de Boltanski, Thomas Demand o Sophie Calle, nos muestren algunos de los senderos por los que transitar, conscientes de que no queremos ni podemos compartir el destino de Funes, aquel personaje de Borges que “sabía las formas de las nubes australes del amanecer de mil ochocientos ochenta y dos y podría compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebrancho”[8]. En fin, una memoria que era, literalmente, un “vaciadero de basuras” y un ejercicio que provocada perplejidad.
Si tenemos la obligación de recordar y el derecho al olvido. Evocamos al Temístocles y a su voluntad de evitar que todo sea sometido al criterio memorístico sobre todo cuando tenemos la sensación de que la preocupación “estatal” o política por el pasado puede servir, entre otras cosas, para desentenderse del presente. “La repetición ritual del “no hay que olvidar” no repercute en ninguna consecuencia visible sobre los procesos de limpieza étnica, de torturas y de ejecuciones en masa que se producen al mismo tiempo, dentro de la propia Europa”[9]. La historia tiene algo de enmarañamiento narrativo, de férreo sistema organizado que finalmente deja todo aquello que no “interesa” en la sombra definitiva. Algunos artistas han tratado de investigar en torno a lo olvidado por la historiografía tradicional[10]; se trata, más que de un mirar hacia atrás, de una voluntad de decir el pasado de otro modo[11]. Ese impulso revisionista y, al mismo tiempo, descontructor choca frontalmente con la movilización permanente, con la prisa informativa y con la amnesia de todo lo que no sea divertido o escandaloso. Como apuntara Zizek, para deshacerse realmente del pasado no hace falta destruir los monumentos, porque resulta mucho más efectivo hacer que formen parte de la industria turística.

El archivo de la era de la ausencia.
El archivo, centro de nuestra economía y configuración epistemológica, se localiza o domicilia en la escena del desfallecimiento de la memoria, “no hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”[12]. La estética de la desaparición, característica de lo que Weibel llama la era de la ausencia, asume que estamos en transformación, navegando por nuevos terrenos, como el double digital, en la disolución del cuerpo o en sus mutaciones, contemplando la dificultad para dotar al tiempo de plenitud. Acaba planteándose una encrucijada para el arte contemporáneo: “no ya vanguardia o tradición. Sino compromiso, formal y temático, con una nueva sensibilidad temporal, con un uso creativo (y, en consecuencia, crítico) de las imágenes. O desaparición en la técnica, fundido en esa unidad técnico-comunicativa que constituyen los lenguajes hiperestetizados de la cultura de masas. En definitiva, estamos asistiendo al necesario nacimiento de una nueva moral de la actividad artística o a su disolución”[13].
Leon Kass, el consultor bioético de George W. Bush, sostiene en Beyond Therapy que existen muchas posibilidades de que en un futuro próximo surja un “management” farmacéutico del recuerdo con consecuencias definitivas para la sociedad humana. Lo sorprendente es que este profeta de la memoria expandida no haya sido capaz de evitar que el largo y funesto mandato del Presidente sea otra cosa que la materialización de la “política del loco”; afortunadamente, eso (esperemos antes de ingresar en la previsible decepción) formará pronto parte del inmenso solar del olvido. La época de la estrategia del terror imperial ha sido también la de la aceptación planetaria de los simulacros. Todo ha estado orientado, según Hans Magnus Enzensberger, a que podamos advertir cada vez más cosas pero a corto plazo. Almacenamos toda clase de datos, confiando ciegamente en los sistemas digitales, pero sabemos de sobra que lo que estamos haciendo es colaborar para que nada sea recordado. La inmensidad de los archivos es, en todos los sentidos, disuasoria. Nuestra contemporánea “teatrocracia” propicia los espectáculos de patetismo exhibicionista al mismo tiempo que desacredita como templos de lo rancio e inútil las instituciones tradicionales de la memoria, especialmente la biblioteca. Foucault comprobó que ese lugar estaba ocupado más por el polvo que por los libros y, en su indagación arqueológica, tomó partido por el archivo, esto es, por eso que habla sin imponer desde el principio el sentido o la dinámica del pensamiento. Con enorme lucidez Miguel Morey señaló, en las XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid dedicadas a la cuestión del “mal de archivo”, que el archivo tiene por función cobijar aquello que no tiene sentido guardar en la memoria[14].
Lo que suena, según Jacques Derrida, en el mal de archivo (Nous sommes en mal d´archive) es una pasión que nos hace arder: incansablemente buscamos, allí donde lo real termina por sustraerse, un ámbito de sedimentación, el archivo para la confianza definitiva. Pero, finalmente, allí algo se anarchiva: “Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún “mal-de” surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo”[15]. Esa pasión domiciliaria no es propiamente popular, antes al contrario los principales interesados son los arcontes que tienen el poder de interpretar los archivos y establecer (su) ley. No podemos dejar de subrayar que esta topo-nomología es paternal y, a pesar de sus promesas, radicalmente desordenada. Aunque es bastante frecuente que la reivindicación del archivo y de su “política” esté en boca de pretendidos “progresistas”, en última instancia ese sistema de consignación es instituyente y conservador. Derrida ha deconstruido, a partir de la letra freudiana, la economía archivística que estaría sustentada por una pulsión de pérdida: “El archivo tiene lugar en (el) lugar del desfallecimiento originario y estructural de dicha memoria”[16]. Aquí se produce la capitalización de todo en un gesto que introduce el a priori del olvido y de lo archivolítico en el corazón del monumento.
Tenemos claro que la estrategia de la desfetichización que hizo furor en el post-conceptual de los años ochenta fue, en muchos sentidos, una manifestación completa de la impostura. El mercado mostró su capacidad adaptativa al conseguir colocar en el Museo los documentos de un presunto radicalismo, encantado de contar con colaboradores-crítico-institucionales. Lo importante era enmarcar e incluso ampliar al máximo todo aquello que tenía rasgos procesuales o era manifiestamente efímero. Con la coartada de contar “otra historia” podía producirse una tergiversación del sentido sin dejar por ello de ornamentar cínicamente el discurso con citas situacionistas o guiños de complicidad con el post-estructuralismo que aparecía como el perfecto aliado para darle el golpe de gracia a la Historia. El mal radical lo encarnaba el autor y, por supuesto, su excrecencia irrelevante: la obra de arte. El desbarre bienalístico tenía bastante con el vértigo del dossier y, por supuesto, con la cimentación del parque temático, mientras en el bunker glacial de la museística santificaban la documentación convencidos de que suena mejor archivo que almacén o tesoro. Hal Foster ha sostenido que la dialéctica de la reificación y la reanimación continúa precisamente cuando la reordenación digital transforma los artefactos en información; no se produciría la benjaminiana desaparición del aura sino una suerte de proyección compensatoria que hace que todo, incluso lo insignificante, sea objeto de admiración. “Cada vez más –leemos en “Archivos de arte moderno” uno de los ensayos de Diseño y delito- la función mnemónica del museo se traslada al archivo electrónico, al que se podría acceder casi desde cualquier parte, mientras que la experiencia visual se traslada no sólo a la forma exposición, sino al edificio museo como espectáculo”[17].
En una entrevista con Laura Revuelta, publicada en este mismo suplemento, Manuel Borja-Villel confesaba que en un Museo hay que ir creando ritmos: “es un poco como ser un disc-jockey”. Acaso esta declaración sea únicamente una parodia de la “estrategia MUSAC” pero no deja de ser extraño que el sampleado tiente incluso a aquellos que los que confían en las virtudes emancipatorias del archivo. La exhaustividad archivadora del MACBA, que presenta actualmente miles de fotografías, puede dejar, literalmente exhausto. Kracauer señaló, en un ensayo sobre la fotografía publicado en 1927, que nunca una época ha estado tan enterada acerca de sí misma y, simultáneamente, tan entregada a una suerte de culto a la amnesia[18].
Vivimos, de nuevo, en el país de los lotófagos; nuestra “obediencia retardada” es la de tener todo expuesto para que no se recuerde, si es posible, nada. “La sustitución de la biblioteca por el archivo –apunta Morey- conlleva un punto de crisis, quizá el más violento de nuestra sociedad, en el fracaso educacional con el que nos amenaza, el fracaso formativo”[19]. En la repetición archivística o en la amalgama documental[20] puede revelarse la imposibilidad de cualquier pedagogía. Los documentos indistintos disponibles en el archivo ponen en tela de juicio la venida del porvenir y, en su desproporción, frenan cualquier rapto interpretativo. “Nada – leemos al final de la “Tesis” derridiana de Mal de archivo- es menos seguro, nada está menos claro hoy en día que la palabra archivo”[21]. Nada es más turbio ni más perturbador. Todos los documentos a la vista, la realidad completa digitalizada, suspendido el recorte y la selección. Ya no estamos, como en la canción, buscando en el baúl de los recuerdos, sino, adoctrinados por los arcontes, narcotizados o amnésicos por la documentación babélica. “Se me olvidó –canta el Cigala acompañado al piano por Bebo- que te olvidé a mi que nada se me olvida”.

Topetazos familiares con las noticias.
Las imágenes, como ha indicado lúcidamente David Le Breton, convierten al mundo real en inagotable, siempre idéntico y siempre renovado, introducen lo inteligible o la mirada allí donde reina la incoherencia o lo invisible. Al deformar el flujo de lo real o de los trazos de las cosas, deforman el contenido, pero ofrecen, de estas realidades inaprensible de otro modo en su espesor y complejidad, una imagen que permite el inicio de una comprensión o, al menos de un acercamiento. En cierto sentido, las imágenes sirven de consuelo ante la imposibilidad de aprehender el mundo.
En la imagen hay una homeopatía de la angustia que nace de la parte carente de sentido, de la irracionalidad ética que acompaña la vida del hombre como su insalvable sombra.
“La distancia respecto del acontecimiento queda abolida al convertirlo en imagen que desarma la irreductibilidad. La fijación de lo que es infinitamente pequeño o de lo infinitamente alejado, el acoso fotográfico o televisivo del mundo en la incansable búsqueda de la “imagen-choc”, de lo “nunca visto”, de la “hazaña”, del “horror” responde a la preocupación del hombre moderno por tener a la vista todo lo que pueda escapar a la mirada”[22].
En nuestro grand guignol no se tolera la distancia ni el secreto: termina por imponerse la transparencia o, mejor, una visibilidad que no debe ahorrar nada. No es sorprendente que Muhamad Saeed al-Sahaf, el Ministro de “Información” iraquí terminara hasta por caer bien. Su actividad era, lisa y llanamente, la de negar los hechos como si la guerra no fuera otra cosa que una mala película filmada en Hollywood. El delirio (des)informativo era, ciertamente, la mejor manera de dar cuenta del descontrol bélico[23]. Nos topamos, literalmente, con toda clase de noticias y sucesos que tienen las características de lo inesperado y de lo familiar. Y, sin embargo, no tienen nada de siniestro. Constituyen la ración de “antiestamínicos informativos” necesarios para que la alergia siga siendo crónica. Recordemos como Bataille se topó un día con Artaud en la esquina de la calle Madame y la calle Vaugirar: “me estrechó la mano enérgicamente. Era la época en que yo intentaba tener una actividad política. Me dijo sin preámbulos: “Supe que está planeando grandes cosas. Créame: ¡debemos hacer un fascismo mexicano!”. Y se fue sin insistir. Eso me dejó una sensación desagradable, aunque sólo a medias: me asustó, pero también me dio una rara impresión de estar de acuerdo”[24]. Esta situación no nos es desconocida: estar de acuerdo sin saber, a fin de cuenta, de qué se está hablando. El absurdo impone su ley sin escenario ni público.
Las noticias que nos hipnotizas son incomprensibles o se han vueltas rarísimas[25]. En cierta medida, la información e incluso el arte servirían para escenificar fantasmas que están radicalmente desubjetivados, que nunca podrían ser asumidos por el sujeto. “Esto nos lleva a un problema crucial: si nuestra experiencia de la “realidad” está estructurada por el fantasma, y si el fantasma sirve como pantalla que nos protege del peso insoportable de lo real, entonces la realidad misma puede funcionar como fuga del encuentro con lo real. En la oposición entre sueño y realidad, el fantasma queda del lado de la realidad, y es en los sueños donde nos encontramos con lo real traumático. No es cierto que los sueños son para aquellos que no pueden soportar la realidad; por el contrario, la realidad es para aquellos que no pueden soportar (lo real que se anuncia en sus) sueños”[26]. Todo cae en una especie de pozo sin fondo: desde los viejos ideales políticos a Lehman Brothers. Estamos, no hace falta insistir en ello, en una bancarrota total[27]. Puede que también en el arte se haya producido, sin que nadie quiera responsabilizarse, otra estanflación. Con todo, la catástrofe o los accidentes en cadena, estaban más que estudiados: documentados hasta el último detalle. “Ed Ruscha recopiló un libro con imágenes de un drama en una autopista desierta. Una vieja máquina de escribir Royal fue arrojada desde un coche a toda velocidad. Se realizó una documentación fotográfica con cuidadosas mediciones de los rastros esparcidos por la carretera –un “informe oficial” del accidente (1967)”[28]. Aquí la especulación no termina de llegar a su fin.

Todo por el tongo.
Es deprimente que no tengamos etimologías de las palabras más importantes: matarile, matute, tongo. Menos mal que el Diccionario de la Real Academia, como suele ser el caso, no pasa de todo y, por lo menos, da cuenta de ese grito de guerra que surge de todas las gargantas cuando el fraude es manifiesto: “Tongo: En los partidos de pelota, carreras de caballos, etc., trampa que hace uno de los participantes, dejándose ganar por razones ajenas al juego”[29]. En el Wikcionario comienzan constatando que nos falta la raíz de la palabreja para luego dar una variante del sentido en Argentina: “golpe dado con los nudillos en la parte superior de la cabeza”. Algo peor que una colleja, un toque traicionero digno de un malaje de la escuela o de un profesor arcaizante. Los amantes del noble arte del boxeo han visto de todo: campeones de hierro que mordían la oreja del challenger, armarios roperos que se desplomaban sin haber sido ni rozados, cloroformo en el rincón, una toalla al vuelo y unos mafiosotes frotándose las manos. Desde la contracción facial de “Rocky” Stallone hasta la melena indecorosa de Mickey Rourke en El luchador discurre una carretera parcheada en la que los héroes han ido moldeando su musculatura con extraordinarios ejercicios de patetismo. Desde que Ridley Scott convirtiera al gladiador en una suerte de semiólogo de las batallas históricas, traicionado por las legiones romanas pero dispuesto a reintroducir la disciplina militar entre los ejecutantes del pulgar ascendente o descendente, todo ha desbarrado en pirotecnia culturista (sea esto lo que sea). Por lo menos Kirk Douglas en su papel de Espartaco no dejaba que el tupé perdiera turgencia ni su cuerpo dignidad sublime aunque estuviera pasando el mal trago de la crucifixión. La época punk de Mad Max cedió el testigo a Pulp Fiction donde el boxeador es incapaz de cumplir con su papel de perdedor estricto y finalmente está a punto de que le den por el orto conclusivo. El pistolón de Harry el sucio deja a la altura del betún al esforzado de Arma letal por más secuelas que emprendan. Incluso el increíble Hulk Hogan quedó fosilizado y, lo peor de todo, alopécico.
Mientras el conflicto no cesa, desde el terrorismo vírico a los crímenes de Estado, la lucha adquiere la dimensión de espectáculo hiperbólico. En realidad tras toda la parafernalia de máscaras, pelos sudorosos, cuerpos depilados, bíceps descomunales y paquetes embutidos en tangas delirantes, puede advertirse que lo que sucede sobre el ring no es, propiamente, una pelea ni nada que se le parezca. El agonismo es estrictamente verbal, como ya sucediera en el comienzo de la épica. La cólera de Aquiles es, tal vez, menos enfática que la de cualquiera de los campeones de Smackdown. Aunque el público está deseando ver como esas moles musculares vuelan desde las cuerdas o terminan por huir, literalmente, con el rabo entre las patas, lo que acontece es un rifirrafe de verborrea con el micro de mano en mano como si fuera el cetro de los aqueos. El ritual del desafío y la provocación al público con la subsiguiente agarrada pseudo-barriobajera de los contendientes introduce una dimensión de “verismo” que provoca, más que nada, la risa floja. He comprobado que los luchadores de traje y corbata están, ciertamente, fuera de lugar, incómodos, como los actores porno que en los pasajes “dialogados” tienen un nerviosismo indisimulado. Acostumbrados a estar en pelotas o casi necesitan hacer lo que sea para que la camisa se desgarre y los pantalones queden hechos unos zorros. En última instancia todos tienen algo que enseñar: el miembro, el pantalón de lentejuelas o el traje de superhéroe.
En el cartel de The Wrestler de Darren Aronofsky no dudaron en poner la palabra clave “La resurrección” que no es otra que la del actor Mickey Rourke. Porque, más allá de la trama y de la nostalgia ochentera, lo que importa es asistir a la epifanía del decadente convertido en un niño desproporcionado que inspira ternura. Por obra y gracia del gimnasio y el estricto plan de adelgazamiento puede darse la anhelada redención. Lo malo es que esta fantasmagoría hace olvidar la cantidad de bodrios en los que este tipejo ha participado. Tal vez todo le fue de pena por hacerse el macho-men demasiadas semanas. Incluso llegó, en la cúspide del pedo, a amagar una serie de golpes sobre el malogrado Potro de Vallecas. Hizo todo lo que estaba en su mano para convertirse, tal y como propugnara Rimbaud, en un monstruo: dejó bien cimentado el currículum de crápula. No era, ni mucho menos, un heredero del Santo Job ni siquiera una encarnación de aquel potlatch festivo que Bataille convirtiera en una de las claves sociales[30]. Estaba esperando el momento oportuno para suscitar una combinación pastelera de pena y admiración, pasando, oportunamente, por taquilla. Es, no cabe duda, el ejemplo diamantino del tongo, el retorno de lo reprimido que es, al mismo tiempo, el salvaje irreductible y el canalla sin media hostia.
Son múltiples los estragos causados por el lodazal fílmico perpetrado por Jean-Claude Van Damme y sus secuaces, participando como el burro en la noria en el campeonato mundial de kill-boxing en memoria de un hermano, amigo o cuñado asesinado a traición por un impresentable de rasgos asiáticos o comunista confeso. Por un momento Fight Club de David Fincher nos ofreció una salida: bajar al sótano y disfrutar dando y recibiendo con los puños desnudos. Finalmente aquello no era otra cosa que la esquizofrenia. Esa camaradería de los iniciados a puñetazos es infinitamente más digna que el capón traicionero. Roland Barthes señaló que el match es una pantomima inmediata: “Este vaciamiento de la interioridad en provecho de sus signos exteriores, este agotamiento del contenido por la forma, es el principio mismo del arte clásico triunfante”. Esa Comedia Humana en la que la parafernalia es inmensa, auténtica mangonada de la catástrofe. “El público –leemos al comienzo de las Mitologías- grita “¡Tongo!”, no porque deplore la ausencia de sufrimiento real, sino porque condena el artificio”[31]. Esto no es, ni mucho menos, verdad: lo que ama la masa vociferante, atragantada por el perrito caliente, es el simulacro. La farsa mayúscula es la de la resurrección del luchador. El único combate digno sería el de Rourke con Undertaker. Que se vaya preparando y, para entrar en la caja, que le corten primero esas greñas.

Cantinelas.
Toda recordamos que significa Sympathy por the Devil. Como rastros de la pirotecnia punk o del fondo de un pantano surgen frases sueltas: “At home he feels like a tourist”. Lo malo es que la mad parade hoy es “global. No son los escupitajos verdes o los insultos más descarnados lo que nos afectado para siempre. En plena regresión infantil sabemos donde comenzó el trauma. Para Kelley, Disney, el autor de Fantasía, encarna la verdadera cultura oficial de nuestra época –la forma más limpia y transparente del pop-, respecto a la cual el arte sería un ritual paralelo que ocurre fuera de la cultura[32]. Todas aquellas fábulas animalísticas materializan lo unncany, ese retorno de lo reprimido (la reiterada revelación de pulsiones ocultas e inconfesables) tan extendido en las prácticas artísticas.
Lo cierto es que todo el esfuerzo estético está destinado a ingresar en el olvido: dieses Nichts an Stimme. Aquel fantástico cuento de Kafka sobre el canto de Josefina, la ratita, comenzaba apuntando que eso no era nada del otro mundo. Se trataba de algo banal que, sin embargo, suena como si fuera extraordinario[33]. Una vez más triunfa lo que llamaremos la excepcionalidad de lo trivial. El canto de Josefina se te mete en la cabeza. En realidad Josefina no canta sino que silba y ese sonido se toma como si fuera un himno: “Además el silbido, el gesto de silbar, connota a la vez la autoridad de la llamada (se silba para llamar a alguien o para controlar a una muchedumbre) y la fragilidad de lo efímero (se silba para señalar una desaparición súbita o improvisada)”[34]. También silbamos entre las ruinas o por puro miedo. No es inusual que nos entreguemos al placer de tararear la cantinela de turno. Eso que, como en el pueblo de los ratones, es un perfecto himno a la nada. En el momento del éter estético[35] nadie parece incomodarse con las raciones glamourosas de cosas que están completamente desordenadas. Esa “cronología” pretendidamente “fenomenológica” no es tanto un modo de hacer mundos[36] cuando la contundente manifestación de que, aceptada la consigna punk de que no hay futuro, lo mejor que algunos pueden hacer es dejar que las cosas estén a la mano, dispuestas sin orden ni concierto, facilotas para todos los amantes del canturreo intrascendente. Karaoke, de verdad, para todos los públicos.

Autorretrato del performer como un idiota monumental.
Este artista es, no cabe ninguna duda, un perfecto idiota. Y, a pesar de su terquedad, es también admirable. Algunos han llegado a calificar su comportamiento como el de un “maratoniano” del performance, en realidad es un pesado de tomo y lomo. No quiero, ni mucho menos, descalificar sus míticas acciones, pocas pero contundentes, caracterizadas por durar exactamente un año cada una. La historia ha sido contada en bastantes ocasiones: Tehching Hsieh llega, como un emigrante más, desde Taiwan a Nueva York después de haberse formado en su país en las todavía llamadas “bellas artes” y haber intentado, con catastróficas consecuencias para su menudo cuerpo, repetir la acción del salto al vacío de Klein sin acaso saber que se trataba de un fake fotográfico. A pesar del lógico batacazo, decidió desarrollar en la ciudad babélica que eligió para vivir unas acciones que, en términos generales, respondían al topicazo de unir el arte con la vida. Como incluso en lo estético aparece un ansia de totalidad y un afán de hacer algo decisivo y, por supuesto, conclusivo, Hsieh tomó, algo habitual en los lectores declaradamente epigónicos, las cosas literalmente y así consideró que lo mejor era no dejar ni un minuto de la vida ajeno a esa “coartada” que calificamos como arte. Comenzó en 1978 encerrándose en una celda en el segundo piso del 111 de Hudson Street, en 1980 colocó en su estudio un reloj de esos que se emplean en las fábricas para chequear que no todos llegan a la hora que les da la real gana y, por no perder la costumbre, comenzó su rutinaria tarea de picar cada hora ahí durante un año enterito. Su tercera acción consistió en estar literalmente en la calle desde el 26 de septiembre de 1981 hasta el 26 de septiembre de 1982 sin entrar en ningún edificio ni subir al metro al tren o a un avión; tampoco buscó refugio en alguna cueva o en una precaria tienda de campaña. Para su cuarto performance contó con la colaboración de Linda Montano a la que se ató con una cuerda para llevar esa vida cuasi-matrinonial de nuevo durante 365 días. Acaso estaba cansado del mundo del arte y por eso a mediados de los años ochenta decidió realizar algo fácil de entender: no hacer arte ni hablar de eso ni verlo ni leer nada relacionado con las cosas que se exponen o acontecen; por supuesto tampoco entró en galerías ni en museos. “I just go in life”, escribió con cierta soberbia. Tan sólo rompió con su modus operandi cuando en 1986 inició la última de sus “piezas” que consistió en estar trece años “haciendo arte” pero sin presentarlo públicamente. Reapareció el día en el que justamente cumplía 49 años, el 31 de Diciembre del 1999. Singular coincidencia de cambio de milenio y paso a la condición de cincuentón.
La ventaja de este tipo de comportamiento es que resulta mucho más fácil de describir que casi todo lo que hacen el resto de los artistas contemporáneos. En cierta medida se trata de algo sumamente “obvio” e incluso previsible. Lo que es bastante más difícil de comprender es el furor repentino que Tehching Hsieh ha despertado en las instituciones museísticas más importantes de Nueva York. Resulta que, al mismo tiempo, se le rinde “homenaje” en el MoMA y en el Guggenheim, recibe una beca en una edad que en bastantes sentidos es la de la “jubilación” y los críticos de arte e incluso gente periférica a la pomada como Deborah Sontag lanzan encendidas loas al pionero, al maestro de la coherencia y, por supuesto, al sujeto que ha sido capaz de “sobrevivir” a la experiencia del arte. En la prestigiosa editorial de MIT acaba de aparecer un tomo dedicado a sus “Life Works” titulado Out of Now[37]. Basta darle un vistazo superficial a este libro para comprobar que estamos asistiendo a una suerte de canonización o, mejor, ajuste académico de un performer que si nos dejamos llevar por el viento dominante sería la quintaesencia de lo filosófico. Adrian Heathfield escribe un ensayo que ocupa 61 páginas con 121 notas que comienza, nada más y nada menos, que con dos citas de Heidegger y Derrida, tampoco faltan a la ceremonia de la (confusa) entronización fragmentos de Nancy, Cixous, Bergson o Levinas. Yo mismo cometo, con demasiada frecuencia, este tipo de desafuero consistente en sobre-interpretar algo que, de ningún modo, tiene intenciones teóricas o metafísicas. ¿Qué sentido tiene montar este tinglado que hasta el propio escritor considera un “acto de restitución”[38]? Puede que la pulsión de archivo, la voluntad taxidérmica y el afán de documentar lo anodino sean, esto es lo decisivo, consustanciales a la pretendida “superación del arte” que Hsieh certifica.
Aunque la mala lectura puede ser poéticamente fértil, lo cierto es que la forma en la que el MoMA ha decidido presentar el trabajo de este performer no puede ser calificada sino como una completa tergiversación. En varias paredes está fijada una retahíla de pequeños retratos de Tehching Hsieh en los que vemos que por lo menos le crece el pelo y, en un cuarto en penumbra, han instalado la celda de madera en la que se recluyó voluntariamente. Podría incluso parecer que estamos ante una “escultura”. Es muy triste que alguien haya intentado hacer algo “épico” para finalmente dejar que los residuos sean tratados como reliquias. Ya sea por inconsecuencia o por debilidad, como reacción al canto de sirenas de la fama o el cotidiano afán de comercializar algo, lo cierto es que la clonación del espacio de un performance adquiere la dimensión de la impostura cabal. ¿Dónde está Hsieh mientras sus declaraciones y fotografías e incluso el lavabo, el cepillo y el camastro adquieren la dimensión de lo “aurático”? Seguramente encantado de la vida al comprobar que todo ha sido encuadernado en tapa dura y no hay una sola ficha del reloj sin fotografíar y, por tanto, todo, hasta lo más banal, ha sido reproducido. Al revisar esta documentación sometida a la transubstanciación museal he reparado en que este tipo tiene casi siempre cara de estar aburrido hasta extremos indescriptibles. Los que han decidido darle una beca (consumando la estrategia del pseudo-radicalismo-subvencionado) han cometido un lamentable error: lo que este presunto performer ha estado buscando es un trabajo. Tanta reclusión y rigor temporal es propio de alguien que hasta podría llegar a formar parte del comité de empresa. Su pretendida singularidad, el carácter romo de su existencia y la unicidad carente de misterio hacen que, sin seguramente pretenderlo, este individuo que anunció al comienzo de un milenio demoledor “I kept myself alive”[39], sea, lo digo desde la fervorosa estupefacción, un idiota incluso en años bisiestos.

Oportunismo sin condiciones.
Tiene razón Pablo Helguera cuando señala que el oportunismo es la tendencia estética que ha proliferado en las últimas dos décadas, reemplazando los últimos ismos del arte. “El oportunismo es más un estado mental que una corriente unívoca, pero como teoría estética utiliza la regla básica de que cualquier obra de arte que se realice debe tomar la forma de la oportunidad que en un momento dado se presenta. Por ejemplo, si a un artista que nunca ha hecho vídeo, se le presenta la oportunidad de mostrar vídeos, debe inmediatamente realizar uno […]. Un artista que nunca ha tocado el tema de, por ejemplo, el amor, deberá confeccionar lo antes posible una obra sobre dicho tema cuando un curador le mencione que está trabajando en ella. El creador oportunista es muy flexible y su aparición ha coincidido afortunadamente con la del curador artístico, quien gusta de tener temas a priori para entonces buscar a los artistas que quieran realizarlos”[40]. En última instancia para que funcione el híbrido monstruoso de las bienales y del sistema del arte hace falta una combinación elevada de cinismo y oportunismo que son, como apuntara, Paolo Virno, la “tonalidad emocional de la multitud”.
El afán de presentar, una y otra vez, la misma agenda de temas, pretendidamente críticos, en el white cube, en una suerte de oxímoron[41]. Llevamos varias décadas empantanados en la fake authenticity, esa autenticidad falaz de la que ha hablado Joshua Glenn: pantalones lavados a la piedra, objetos degradados, muebles decapados, café sin cafeína, coca-cola light. Pero también arte crítico-institucional, esto es, radicalismo subvencionado. El neo-ruralismo de los pijos y lo políticamente correcto pueden ir de la mano, de la misma forma que la última vuelta de tuerca del kitsch es cómplice de toda la grandilocuencia de la “comunidad inconfesable”. No ha sido tan difícil el triunfo del homo faker, de ese trilero que es, en todos los sentidos, un esteta de lo inauténtico. Por lo menos Juan Muñoz explicaba el truco o usaba para mover la bolita vasos de plástico transparente. En Scharaffenland esa tierra de Jauja, un mundo fabuloso en el que se tiene todo lo que se desea[42], no falta de nada, desde las vasijas Grayson Perry, el travestido alfarero que sedimenta motivos alusivos al maltrato infantil, a las imágenes de la actividad iconoclasta en el tiempo de la República al alcance de los monjes de Silos. Oportunidades y oportunismo, falacias incondicionales. Nuestra impunidad es también el signo de la impotencia[43].

Trapero finisecular.
Si frente a algunas obras antiformales de finales de los años sesenta algunos críticos pensaron, inmediatamente, en el acto de barrer la inmundicia[44], bastantes obras contemporáneas tienen el carácter de la basura perfecta. Thomas Hirschhorn, a la manera de Merz que acogió los desechos en un universo de ruina total[45], saquea lo real para proponer alegorías críticas de un tiempo de violencia generalizada. Benjamin habló de los artistas que utilizan lo arbitrario constructivo frente al romanticismo orgánico, esto es, de esos que parten de la desilusión; seguramente Hirschhorn pertenece a la estirpe de los que despliegan el “carácter destructivo”, no para hacer arte político sino arte políticamente. Sus montajes, una suerte de arte povera excesivo, quieren implicar, el sujeto también está in progress, completamente precario. Da la sensación de que este creador ama la basura, se regodea en ella, maneja con singular maestría el cartón, ese material que a veces ofrece refugio a los que carecen de casi todo[46]. En sus instalaciones que se asemejan a altares, encontramos libros de todas clases, textos, anotaciones, tachaduras, registros de la catástrofe del significado, un verdadero guirigay en el que se mezcla lo retórico con lo burlesco. Una suerte de potlatch del discurso artístico político.
La destrucción de los bienes más preciados puede tener una función reveladora de valor, como sucede en el caso del potlatch; donar puede ser una forma de adquirir poder, desde el frenesí insensato del gasto al ardor bélico o la dilapidación de las energías corporales. Nuestra sociedad de excedentes y plusvalías tiene que entregarse, de distintas formas, al derroche, algo que no tiene por que ser un juego sino que puede tener aspectos trágicos. Los poderosos, los señores, “rivalizan para ver quién se mostrará capaz de destruir más”[47], el lujo necesita de una sombra, una tumba o una pira en la que desaparece. “El verdadero lujo y el potlatch profundo de nuestro tiempo se encuentran en el miserable, es decir, en el que se arroja al suelo y se margina. El lujo auténtico exige un completo desprecio de las riquezas, la adusta indiferencia de quien rehúsa el trabajo y hace de su vida, de una parte, un esplendor infinitamente ruinoso y, de otra parte, un insulto callado a la mentira laboriosa de los ricos. Más allá de una explotación militar, de una mistificación religiosa y de una malversación capitalista, nadie en el futuro podría volver a encontrar el sentido de la riqueza, lo que presagia de explosivos, de prodigio y de desbordante, si carece del esplendor de los andrajosos y de la sombría provocación de la indiferencia. Finalmente, si queremos, la mentira consagra la exuberancia de la vida a la revolución”[48]. Esta poética apología de la miseria puede utilizarse para apuntalar el cinismo político, dando carta de naturaleza a una visión mistificada de los márgenes. Conocemos la tendencia a retratar constantemente la pobreza, amparándose en una “compasiva” preocupación por la condición humana[49].
El display de Hirschhorn sofoca al entendimiento, revelando una intensa guerra contra el virtuosismo. “En Les Plaintifs, yuxtapone la foto de una multitud de cadáveres envueltos en mantas en un mercado kosovar y la foto de una de sus primeras instalaciones, y el comentario preciso: ESO ES LO QUE ME HACE TRABAJAR. En Hirschhorn aflora un hombre furioso”[50]. En sus emplazamientos hay demasiadas cosas, ha conectado cosas que no tienen relación conceptual, llevado por la necesidad de decirlo todo. Como en esa instalación en la que muestra un McDonald´s desmantelado o en su uso de materiales de bricolage, dando la impresión de que su estética fuera un detournement de la “república independiente” de Ikea. Su imaginario es tan vital cuanto viral. Este artista que suelta numerosas invectivas tiene sin embargo la vergüenza de dar la cara en medio del barullo[51]. La guerra, el desastre, la basura y la calcinación de todo hacen que, finalmente, no pueda verse nada: los restos nos dejan para el resto. Ángel González no cree que la vindicación de lo excluido de lo común haga plausible el regreso de aquello otro que ha sido expulsado del arte: “Bien podría ser lo mismo, por otra parte. La operación es política, desde luego; pero a gran escala. “Gran política”, como decía Nietzsche. Vindicación y reivindicación de lo excluido; de lo expulsado. De lo residuos; del resto; de lo que falta... “Es en los residuos”, ha dicho Ernst Jünger, “donde hoy en día se encuentran las cosas más provechosas”. Allí, seguramente, encontraremos lo que falta: el resto, que por serlo, es parte maldita, parte excluida. A los críticos les toca buscar entre las basuras; los residuos, los restos. Lo que nadie quiere, ni siquiera para construirse una dudosa reputación de maldito...”[52].

El ready-made ritualizado.
Conviene tener presente que el humor duchampiano era superficial. Como todo: no hay secreto, ni siquiera allí donde no sabemos la causa del ruido. “Como una adición a la historia del pensamiento, el Readymade es un paradigma del modo en que los humanos hacen y deshacen la cultura, Mejor que la filosofía “pura” y las ciencias sociales, un buen Readymade puede “encarnar” los límites irónicos de la teoría tradicional que afirma que la realidad no es sino la proyección de una o varias mentes. Duchamp, un sagaz suscriptor de esa tradición, sabía, supongo, que la metafísica, la teología, la ciencia y el arte no eran más que “ficciones útiles” (la frase es de Hans Vaihinger). El artista o intelectual no necesita más que un mero consenso persuasivo para lanzar una idea al mundo. “Con todo, el acto creativo no es realizado solo por el artista”, dijo Duchamp en una charla de 1957. De otro modo, la ficción sería inútil, sólo una ficción y no una realidad. El Readymade es, así, tanto un fotómetro como un embaucamiento”[53]. Lo malo es que la compulsión de repetición del ready-made ya no nos puede decir nada[54]. El devenir del arte pirotecnica o ritual efímero[55] no impide, a pesar de todo, que asistamos a una especie de enigma sin grandeza. Incluso la voz de Josefina, la ratita, puede se entendida como un ready-made[56], una nada que el pueblo acepta extasiado. Todo su poder surge del lugar que ocupa.

Los secretos indecentes de Guantánamo.
“No estoy seguro del propósito que tendría revelarlas”, declaró el general Antonio Taguba, responsable de la investigación abierta por el Pentágono sobre las torturas en Guantánamo. Las fotografías tenían que permanecer guardadas, en secreto, ajenas a la mirada pública. “La mera descripción de estas imágenes es suficientemente horrenda”. El militar hace, con frialdad, una ekfrasis del horror al modo de un resumen o sumario de lo que él si ha visto: soldado norteamericano violando a prisionera, traductor americano-egipcio sodomizando a prisionero masculino, uso de tubos fluorescentes, porras y cables como herramientas de tortura sexual. “Las fotos muestran torturas, abusos, violaciones y muchas otras indecencias”. A pesar de su profesión de fe, en tiempo electoral, en que había que hacer públicas las imágenes de Guantánamo, Obama ha tomado la decisión de no hacerlo que dijo, cumpliendo una de las máxima de la democracia: decepcionar descaradamente y cuanto antes. Bryan Whitman, portavoz del Pentágono, declaró al periódico británico The Daily Telegraph que “ha mostrado una incapacidad de hacerse con los datos correctamente” y que ninguna de las fotos en cuestión “muestran las imágenes que se describen”. En la misma línea pseudo-argumental, el jefe de prensa de la Casa Blanca, Robert Gibas, afirmó ayer que “ninguna de las fotos muestran las imágenes que se describen”. Es singular este modo de negar algo que no puede verse y que además es “secreto militar”. Una especie de asimetría entre el discurso y las imágenes convierte a todos en perfectos mentirosos. El mismo Obama dijo que “la publicación de las fotos no añadiría ningún beneficio a nuestra comprensión de lo que hicieron en el pasado un pequeño número de individuos”. Cuando remonta a una temporalidad pretérita los hechos lo que quiere, a toda costa evitar, es admitir que eso sigue pasando y, al mismo tiempo, su cínica forma de aludir a los militares como “un pequeño número de individuos” no puede servir como coartada a un estado que, por derecho propio, ejemplifica la indecencia y el comportamiento encanallado. “Su difusión –continua el presidente del “Yes we come”- inflamaría el antiamericanismo y pondría a nuestras tropas en peligro”. Sin duda, el fundamentalismo del Imperio prefiere cometer crímenes contra la humanidad que poner el peligro a uno solo de sus soldados o, para ser más preciso, de esos “individuos” que sitúan sus acciones siempre bajo el paraguas de la ley de la impunidad. “No estoy seguro –concluye el presidente más mediático desde Kennedy- del propósito que tendría revelarlas. Pondría en peligro a nuestras tropas cuando más las necesitamos”.
Tal vez el único propósito digno de hacer públicas esas imágenes sería el gesto de aceptar que las torturas se han cometido sistemáticamente. Porque tampoco tendría sentido colaborar a la extensión del apofatismo del horror. Vale la pena releer aquel famoso pasaje de La República de Platón en el que Leoncio, subía del Pireo por el exterior de las murallas de la ciudad, cuando vio unos cadáveres que yacían junto al verdugo. De pronto sintió el deseo de mirarlo, pero a la vez experimentó repugnancia y quería apartarse. Tensión paradójica que hacía que luchara contra sí mismo lo que llevó a cubrirse el rostro; sin embargo, como cuenta Sócrates, terminó por ser vencido por el deseo y abrió los ojos de par en par: “Y finalmente se dirige a sus ojos, sus propios ojos desorbitados, semejantes a los de las potencias diabólicas: “Mirad, dijo, “genios del mal, hartaos de este hermoso espectáculo””[57]. El horror es una de las más potentes categorías estéticas y, ni siquiera el miedo, frena la curiosidad morbosa, ese deseo enrarecido de encontrar placer en la contemplación de la carroña. “El arte –afirma Jean Clair- ha domesticado todos los demonios del mundo visible e invisible, los animales, las plantas, los mares y los campos, las ciudades y los desiertos, a los monstruos, los ángeles, los demonios y los dioses; hasta a los perros, según Rimbaud. Pero no parece que haya domesticado el horror”[58]. Muchos hombres están privados en el mundo de ciudadanía (en el sentido ilustrado) y, a esa obviedad, se añade la de que no se cuenta de la misma forma a los muertos en todas partes. “Se comenten –apunta Noam Chomsky- cantidad de atrocidades, pero en otro sitio”[59]. En última instancia, también los terroristas pueden exhibir que ellos sufren, constantemente, el acoso terrorista (estatal). Narcotizados por el directo (en el que se entrecruzan la pulsión voyeuristica y la estrategia de la vigilancia planetaria), esa iluminación que no quiere que nada quede en sombra[60], nos hemos endurecido y, sobre todo, nuestra adicción a la violencia catódica nos ha inmunizado contra el sufrimiento de los demás[61]. Volvemos (sobreexpuestos al horror público), irremediablemente, a sublimar la catástrofe: los sedimentos fotográficos de la Gran Demolición tienen una rara belleza, aunque decirlo tenga algo de sacrilegio[62]. En esos cimientos espectrales, valga la redundancia, se cimienta la “venganza” y la “tortura” de Guantánamo; ahí en esa ausencia ya vemos todo lo que está “equívocamente” descrito.

Extimidad.
La comunidad que ya no es otra cosa que ausencia o, peor, conciencia de su falta de operatividad[63]. Pero es que también constatamos que la intimidad ha desaparecido, tal vez porque también están disueltas la comunidad y complicidad que permitían que aquella existiera y resulta muy duro reconocer, aunque eso sea propiamente lo artístico, nuestra nulidad: “La intimidad es el instinto que nos permite encontrar entre las máscaras, a los que, como nosotros, no son nadie. A los que no tienen donde caerse muertos. Como nosotros. Distintos de nosotros. Nos gustaría que llevaran marcas, sería más fácil y no habría lugar para el error. Pero no las llevan. Nunca las llevaron. Por eso podemos equivocarnos, por eso no podemos estar seguros. Por eso son de nuestra comunidad. Por eso podemos compartir con ellos nuestra intimidad, es decir, construir nuestra propia intimidad (que sin los otros sólo es un harapo o una inmundicia). Eso es un arte. Un cultivo. Una cultura. Cuidar de sí. Eso es el arte de sí. Eso es el arte sí”[64]. Pero ese riguroso arte del cuidado de sí a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa[65].

Algo familiar.
Alain Badiou sostiene que el miedo valida al estado en un momento en el que la guerra es el horizonte mundial de la democracia. Existe un nexo férreo entre la política del miedo y el voto inútil. Nos encontramos en un momento post-histórico en el que el Estado presenta la desorientación misma como una lección. Aquello a lo que da nombre Sarkozy es a “una puesta en escena, una representación de la impotencia”[66]. Sin duda, puede deprimir pensar, aunque sea mínimamente, en la deriva política contemporánea, de Zapatero y su “talante” al naufragio del laborismo británico, del populismo tiránico e histriónico de Chávez a la momificación de Fidel Castro. Pero, el pseudo-napoleón enamorado de Carla Bruni se lleva la palma a la hora de producir hasta urticaria en aquellas personas que conserven un poco de sentido común; ese político-policial, al triunfar, hace que se mezcle la pulsión negativa, la nostalgia histórica y la impotencia comprobada. El mismo Badiou considera propone como “remedio” o, mejor, como una cura que parece estrictamente curatorial, elevar la impotencia lo imposible[67]. Fórmula homeopática que acaso lograría acabar con lo peor gracias a lo pésimo, sofocar el miedo en una larga travesía pavorosa.
Conviene buscar, aunque sea para evitar nerviosismos, las definiciones oportunas: “miedo: (Del lat. metus) m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que realmente amenaza o que se finge la imaginación. // 2. Recelo o aprensión que uno tiene de que le sucede una cosa contraria a lo que deseaba. // cerval. fig. El grande o excesivo. // insuperable. For. El que imponiéndose a la voluntad de uno, con amenaza de un mal igual o mayor, le impulsa a ejecutar un delito; es circunstancia eximente de responsabilidad criminal. // a miedo, o a miedos. m. adv. ant. Por miedo, de miedo, o con miedo. // ciscarse uno de miedo. fr. fig. y fam. morirse de miedo. // morirse uno de miedo. fr. fig. Padecer gran miedo por recelo o cosa adversa, o por ser pusilánime. // mucho miedo y poca vergüenza. expr. con que se reprende al que teme mucho el castigo y comete sin recelo el delito que lo merece. // no haya, o no hayas, miedo. expr. que se usa para asegurar que no sucederá alguna cosa”[68]. Sin embargo, no dejan de pasar toda clase de cosas y, cuando da la impresión de que todo está fosilizado, surge una risa convulsa, esa especie de respuesta corporal que exorciza el advenimiento de lo insoportable. El mismo diccionario cae en el precipicio ejemplificador de lo insuperable, la muerte y la desvergüenza.
Nos gusta pasar miedo. Hemos acumulado, en los pantanos de la memoria, toda clase de sustos y ansiedades; desde la máscara de Jason, aquel que marca para siempre el viernes 13 como fecha funesta, a las uñas convertidas en navajas de Freddy Kruger, Hollywood, la fábrica de sueños, no deja de producir pesadillas. Una puerta que conduce hacia un sótano, una luz tenue al fondo de un pasillo, el ruido de una ventana mal cerrada, unos pasos amortiguados en el desván, pequeñas sensaciones que, sin embargo, están tremendamente connotadas, esto es, que sabemos a donde llevan inevitablemente. La cámara subjetiva nos tragó hace años y no podemos dejar de experimentar una emoción extrema cuando el protagonista, cual un cretino, dirige sus pasos hacia lo peor. Intentamos taparnos los ojos pero preferimos dejar un resquicio entre los dedos no vayamos a perdernos lo truculento, el asesinato despiadado, aquello que, descaradamente, deseamos.
Félix Duque, en su lúcido libro Terror tras la postmodernidad, señala que en el miedo, el sujeto que intenta escapar queda justamente sujeto a la circunstancia amenazadora, “de manera que resulta ofuscado para todo cuanto no sea su propio miedo”. Así, remite a las idea de Heidegger de que el sujeto atemorizado pierde la seguridad para todo lo demás, es decir, pierde la cabeza. En el parágrafo 30 de Ser y tiempo, encontramos una singular meditación sobre el temor como modo del “encontrarse”[69]. El filósofo alemán establece diversas posibilidades de ser del temer: cuando algo amenazador irrumpe en el “ser en el mundo” surge el espanto; si se trata de lo absolutamente desconocido el sentimiento del temor se transforma en terror y, por último, cuando se produce la combinación de las dos circunstancias precedentes (el súbito aparecer de algo familiar devenido extraño y lo radicalmente espantoso) abre sus fauces el pavor. Hay una sugerencia de que lo propio de ese temor, que me atrevo a llamar ontológico, es que revela lo peligroso y amenazador como una suerte de “acercarse en la cercanía”. Todavía late en esta consideración el aura (valga esa extrapolación benjaminiana) de lo sagrado. Tengo la impresión de que los espectadores que abarrotan las salas de los cines para entregar sus ojos al “cine de terror” no piensan, en ningún sentido, que donde está el peligro pueda surgir, a la manera holderliniana, lo que salva.
La estética del miedo no tiene los efectos político-pedagógicos de la catarsis en la tragedia griega. Lo heroico está excluido especialmente con la tendencia a la moralina maniquea que preside el imaginario imperial contemporáneo. El protagonista, lo sabemos desde el principio, tiene que salvar el pellejo y también la maciza de turno o el negro si es suficientemente servil. Aquel Edipo cegado que vagaba como un hombre maldito y, al mismo tiempo, dotado del poder numinoso de lo sagrado es completamente ajeno a la administración sangrienta del ketchup. Ni siquiera se nos atraganta el combo doble de palomitas cuando degüellan a la niña parlanchina o un muñeco satánico acaba con todo lo que se le pone por medio. Volvemos a casa, al lugar del crimen, incautos, confiados en que el horror haya sido exorcizado.
Nuestra época no silencia el miedo[70], no siente vergüenza ante la exhibición de la “cobardía”, prefiere disfrutar de todos los síntomas, histerizar la subjetividad y conseguir que lo más recóndito y sombrío salga a la escena obscena. Hay que detallar las imágenes inquietantes, desde la certeza de que la mirada despiadada del arte supera el límite del miedo[71]. Conviene tener presente que lo terrible no es algo extraño, una realidad inconcebible de la que estamos absolutamente separados, sino que más bien, eso está aquí: nuestras casas están habitadas por lo pavoroso. Necesitamos volver a buscar el “sentido” en un diccionario y esta vez, para no andarnos por las ramas, en uno etimológico: “Pavor, h. 1140, “miedo”. Del lat. PAVOR, ORIS, íd. DERIV. Pavoroso, h. 950. Despavorir, -orido, h. 1580. Cultismos: Pávido “miedoso”, lat. pavidus: impávido, “sin miedo a nada”, med. S. XVII; impavidez. Pavimento, 1495, tom. del lat. pavimentum íd., deriv. de pavire “golpear el suelo”, “aplanar” (de la misma raíz de pavor); pavimentar, pavimentación”[72]. Resulta no es solo que debajo de lo que nos sostiene esté el miedo, sino que el pavimento tiene que ver tanto con el zapateado que acaso aplane la tumba del padre violento asesinado por los hermanos cuanto la necesidad de desplazarnos y huir lejos de la escena primitiva. Pero incluso la fuga aumenta el pánico, como aquellas contrautopías (literarias y cinematográficas) que describieron un horizonte de vigilancia fascista, planteando un exorcismo, que generó aún más miedo[73].
Después de Auschwitz y tras la angustía por el miedo a la destrucción nuclear[74] no nos queda, por volver a un tema vulgarizado a partir de Adorno, otra forma de la poesía que del “pesanervios” [75]. “El miedo es uno de los síntomas de nuestro tiempo”[76]. La cuestión fundamental para Jünger es la de si es posible librar del miedo al ser humano; porque los hombres no son únicamente los que tienen miedo sino somos temibles[77]. Por tercera y última vez en este fragmento recurrimos al desorden primoroso de los diccionarios: “miedo, h. 1140. Del lat. METUS, US. DERIV. Medroso, h. 1280 (lat. vg. METOROSUS, formado según PAVOROSUS). Formación análoga, port. medorento, que pudo existir antes en cast., de donde amedrentar, h. 1400. Medrana. Miedoso, 1843. Meticuloso, 1524, tom. del lat. meticulosus "miedoso" (de donde la acepción popular “escrupuloso, nimiamente esmerado”); meticulosidad”[78]. Acaso sea precisamente esa paranoia (el afán de tener todo meticulosamente dispuesto para que nada diferente acontezca) lo que nos aterroriza. El hecho de que la gente sienta la necesidad de atender varias veces al día a las noticias es ya un signo de angustia. “Se llama imaginario a todo procedimiento que tiende a volver soportable lo que no lo es. El deseo es insoportable. Darse valor para soportar lo insoportable es imaginario”[79].
Remo Guidieri ha señalado que el final del miedo inicia el proceso que hace de la mercancía un medio, quizá el único, para conjurar lo que queda de ello y la violencia que va con el miedo: “lo imprevisible, lo que no es del orden del arte, sino de la historia”[80]. Vegetamos deslumbrados, como ha sugerido Tom Wolfe, por la luz afgana del televisor, encantados con el despliegue de los simulacros, conscientes de que lo insoportable se sigue llamando verdad [81]. “Todo hombre huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que nos señalaran el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada”[82]. La crisis que nos obsesiona tiene que ver con la ignorancia de que la catástrofe, el último acto, ese cierre con concesiones, no permite que nadie salga a recoger los aplausos. En el fondo hay una relación de proximidad e incluso de contagio entre pánico y mercado[83]. Hemos saldado nuestras fobias, el todo a cien está repleto de síndromes y nuestra mente sigue atrapada en el silbido de la ratita de marras. ¿Quién se atrevería a decir “no tengáis miedo” [84]? Esa es nuestra posesión, aquello que nos disloca pero, al mismo tiempo aquello que nos coloca: narcotizados con el desastre, adictos al tratamiento Ludovico.

aux chiottes.
Conocemos y hemos experimentado la atracción del nihilismo[85] e incluso realizamos el esfuerzo para custodiar lo memorable: “Toutes les révolutions entrent dans l`histoire, et l`historie n`en regorde point”. Lo dice un asiduo al ambiente de expertos en demoliciones, alguien que re-escribió su vida como ejercicio del peligro. No es fácil querer, a la manera nietzscheana, hacia atrás ni tampoco podemos escapar del resentimiento como si fuera una mota de polvo sobre un piano[86]. Algunos artistas imaginan un futuro que aún está por ocurrir, sienten, como apunta Marc Augé, que le incumbe al arte salvar lo que hay de más precioso en las ruinas y obras del pasado: “el sentido del tiempo, tanto más provocador y conmovedor cuanto no es posible reducirlo a historia, por cuanto es conciente de una carencia, expresión de una ausencia, puro deseo”[87]. ¿De qué sirve dar un grito espantoso? ¿Para qué hacer eso si finalmente no será otra cosa que teatro? Incluso los que buscaron lo inhumano o la crueldad sucumbieron a la taxidermia del escenario[88].

“Verhoer des Guten”.
En el poema “La pregunta sobre el bien” de Brecht se habla de un hombre bueno que da un paso al frente, que mantiene su palabra, que es sincero e incluso valiendo; no falta quien diga que es sabio y hasta un buen amigo. La conclusión de todos estos elogios es demoledora: “Escúchanos: sabemos/ que eres nuestro enemigo”. Y por eso le destinan un buen muro, una buena bala de un arma buena e incuso una buena pala para enterrarle en una buena tierra.

Sarcasmos y naderías.
“Los artistas –afirma Kaprow- no pueden sacar provecho de la adoración a lo moribundo; ni tampoco combatir todas esas reverencias y genuflexiones cuando momentos después elevan a los altares sus actos de destrucción, objetos de culto para la misma institución que pretendían destruir. Esto es una impostura absoluta. Un puro ejemplo de la lucha por el poder”[89]. Sin embargo, lo que nos queda es el sarcasmo[90] o la actitud infantil o psicótica de “cagar sobre el mundo entero”[91]. También funciona la llamada denegación fetichista: “Lo sé, pero no quiero saber que lo sé, así que no sé”. Sabemos con certeza que la cultura del entretenimiento y la diversión, a fin de cuentas, no es nada divertida[92] y que, en última instancia, todos los derramamientos de sangre, toda la crueldad artística no eran otra cosa que exorcismos o, para ser menos diletante, pura mascarada, fake estricto. En el Fear Pabillion de la última Bienal de Venecia, Tania Bruguera sacó una pistola mientras “impartía” una conferencia y se puso a jugar a la ruleta rusa[93]. Por supuesto el arma estaba descargada. Nadie tiene que morir en el acto performatico, es más, la etiqueta del Mundo del Arte tiene, con celeridad, que evitar cualquier acto conclusivo, sobre todo porque la máxima de oro es: sobrevivir a pesar de todo[94]. Toda la cortesía o etiqueta podría ser entendida, hoy en día, como fraternidad trash: lo adecuado sería dar rienda suelta a los impulsos agresivos[95]. Y atreverse, a la manera de Clint Eastwood en Gran Torino, a soltar improperios y blasfemias, expresiones políticamente incorrectas y gestos delirantemente inadecuados, porque acaso sea lo único que estamos preparados para entender.
“Para un Happening de Robert McCarn se construyeron cuatro cajas grises de madera de ocho pies de alto, como los contenedores de transporte de los barcos, y se marcaron en amarillo con las palabras “Obras de arte frágiles”. Fueron cargados en el remolque de un camión junto con dos pallets de sacos de arena y transportados (bajo previo acuerdo9 a lo largo de unas ochocientas millas hasta dos museos de arte y la galería de una escuela de arte. Se imprimieron para la ocasión facturas del cargamento, el camionero llevó una hoja de ruta, y se rellenaron los formularios y recibos oportunos una vez depositada la carga. Algunas cajas y sacos de arena fueron aceptados (la decisión de aceptar o rechazar el cargamento dependía del destinatario) y fueron expuestos como arte; una fue aceptada como embalaje para otra obra de arte y fue utilizada en consecuencia como tal; otras dos fueron descargadas, abiertas (estaban, por supuesto vacías), cerradas de nuevo y enviadas de vuelta junto con el transportista, McCarn. El y sus amigos llevaron a cabo el proceso exactamente del mismo modo que lo hubiera hecho cualquier camionero. (1970)”[96]. Esta naderia del transporte “estético” termina por formar parte de la “nueva academia del arte pretendidamente transgresivo”. En muchos momentos da la impresión de que el arte ya no sea otra cosa que un efecto, algo más delirante que cómico[97]. Una suerte de imperio de las flow experiences[98], de ese fluir sin dejar mucho rastro. No pasa nada, es lo mismo, lo hemos pasado bien. Insisto, un infantilismo complaciente, como si solamente tuviéramos que esperar más regalos, chucherías o sencillamente una canción de cuna[99].

En el pantano.
Ese intento del arte contemporáneo de ejecutar un “retorno (brutal) a lo real”[100] provoca, con demasiada frecuencia, ataques de narcolepsia. “Hay un interés generalizado entre tantos artistas jóvenes y comisarios por el anacronismo, la obsolescencia, la revisión y otras “tecnologías del tiempo” o por el tiempo como tal”[101]. Una suerte de giro historiográfico convierte al creador en algo equiparable al arqueólogo amateur, como es manifiesto en el caso de Diamantas Narkevicius. La historia y la política, la crítica y la utopía están alegorizadas a partir del efecto bomba dormida. Efectivamente, nuestro imaginario conspiratorio y psicótico prefiere creer que los crímenes han sido cometidos bajo el dominio de la hipnosis, que como consecuencia de la lucha política contra las injusticias de un mundo que piensa que todo se resuelve con la tolerancia o pidiendo cínicamente perdón. Pero no estamos ni amenazados por el candidato de manchuria ni atravesando la Zona que describiera con morosidad Tarkovsky. Nuestro pantano carece de poesía o mística. Consultando, en el voluminoso tratado de la guerra de Clausewitz el capítulo dedicado al ataque en zonas pantanosas, áreas inundadas y boscosas, compruebo, con desilusión, que recomienda rodear esos terrenos dado que allí reina la incertidumbre y, con toda seguridad, puede acontecer la derrota. Lo malo es que, el crítico sabe que tiene que entrar allí, que solo metiéndose en esa zona infecta e intrincada puede descubrir todo lo que está ocultándose aunque sea de la forma más chapucera posible.

Perspectivas de rana.
En el final de la utopía del arte[102] la cantinela, como la orquesta del Titanic, sigue imponiendo su ley. Puede que el trabajo del sampler no sea un mero plagio y su actitud sea la de reconstruir lo dado sin caer en lo reconciliatorio[103], pero lo cierto es que la estética post-productiva no ha supuesto otra cosa que el mencionado triunfo del oportunismo y la aceptación epigónica de que no existe cura para lo que Nietzsche denominara “enfermedad histórica”. Boris Groys sostiene que bajo las condiciones de la modernidad hay dos formas de producir y hacer llegar al público una obra de arte: como mercancía o como instrumento de propaganda política. Actualmente la cosa ha quedado francamente simplificada en las estrategias del marketing. Es lógico que la apertura de la colección de Pinault en la Dogana de Venecia tuviera como mascarón de proa un niño que sujetaba una rana por una de sus ancas. Así tiene el coleccionismo atrapado, en un juego perverso, al mundillo ritualizado del arte contemporáneo.
Ha recuperado toda su vigencia aquella observación de Yeats de que los mejores carecen de toda convicción, “mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada”. Las emociones quedan trituradas y sintetizadas en el completo aburrimiento[104]: un pasage à l`acte, un movimiento impulsivo a la acción que no puede ser traducido al discurso o al pensamiento y que conlleva una intolerable carga de frustración. Ya está bien de ese obsesivo flitreo con Deleuze[105] cuando, a la postre, todo el “nomadismo” del arte-jet no es otra cosa que una sedentarización del imaginario. “El lema de toda revolución radical coincide con la cita de Virgilio que Freud eligió como inicio de La interpretación de los sueños: “Acheronta movebo: moveré las regiones infernales”. ¡Que alguien ose perturbar el sustrato de los apuntalamientos silenciados de nuestra vida cotidiana!”[106]. Nosotros nos afanamos en pavimentar lo inesperado, aquello que podría ser diferente. Queremos que todo siga fluyendo, en un retorno (revolucionario) al punto de partida con la urgencia de encontrar otra cosa mejor[107]. Pero puede que al final todas esas noticias que nos inquietan sean tempestades en un vasito de agua[108]. Afectados por el síndrome de Bartleby, terminarán por quedarse las frase a medio escribir: “Fais ce que dois adv…”[109].
[1] Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, p. 75.
[2] Eugenio Trías: La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 81.
[3] Cfr. W. Worringer: Abstracción y naturaleza, Ed. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1997, p. 135.
[4] “La fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a sí misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: es el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la Fotografía excluye toda purificación, toda catarsis” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 157).
[5] Eugenio Trías: La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 120.
[6] “Mientras las obras [de Gerhard Merz] de comienzos de los ochenta tomaron la forma de instalaciones entremezcladas con la textura de los museos de historia del arte existentes, las instalaciones más recientes han tomado el formato arquitectónico de la galería moderna como punto de referencia. Para el proyecto Dove Sta Memoria en el Kunstverein de Munich en 1968, Merz tomó una imagen sobre seda de un San Sebastián renacentista, la escultura de Otto Freundlich, El nuevo hombre, expuesta por los nazis en Munich en 1937 como arte degenerado, y una imagen de huesos y calaveras, y lo situó todo en lo que se convertiría en una serie de cámaras conmemorativas opresivamente vacías, perfectamente simétricas y con aspecto de tumba. En tales casos, el elevado estilo arquitectónico de la cultura autoritaria es la inmediata preocupación de Merz. Sus instalaciones se insertan en esos espacios legitimados como interrupción y crítica de los conocimientos históricos privilegiados que proporcionan” (Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 111).
[7] “Por lo que parece, un museo es inaugurado a diario en Europa, y actividades que antes tuvieron carácter utilitario han sido convertidas ahora en objeto de contemplación: se habla de museo de la crêpe en Bretaña, de un museo del oro en Berry… No pasa un mes sin que se conmemore algún hecho destacable, hasta el punto de que cabe preguntarse si quedan bastantes días disponibles para que se produzcan nuevos acontecimientos… que se conmemoren en el siglo XXI” (Tzvetan Todorov: Los abusos de la memoria, Ed. Paidós, Barcelona, 2008, p. 87).
[8] Jorge Luis Borges: “Funes el memorioso” en Ficciones, Ed. Alianza, Madrid, 1971, p. 128.
[9] Tzvetan Todorov: Los abusos de la memoria, Ed. Paidós, Barcelona, 2008, p. 104.
[10] Cfr. Mark Godfrey: “The Artist as Historian” en October, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2007.
[11] “Sea como sea, en lo que al momento presente se refiere, ha un número cada vez mayor de artistas (y lo que es más importante, de las mentes más interesantes que hoy trabajan en el campo del arte) que desean definir el arte (su arte) ante todo en lo más hondo de su relación con la historia, es decir, con el pasado. Cada vez más frecuentemente el arte mira hacia atrás. Hay una parte sustancial de las prácticas artísticas contemporáneas comprometidas no con un simple contar historias sino, más específicamente, con contar la historia; y este modo historiográfico –un complejo metodológico en el que están incluidos, entre otros, el informe histórico, el archivo, el documento, el acto de excavación, el memorial, el acto de reconstrucción y recreación, el testimonio- se ha convertido a la vez en el mandato (“contenido”) y el tono (“forma”) preferidos de un número creciente de artistas de las más variadas edades y formaciones” (Dieter Roelstraete: “La función repeat. Deimantas Narkevicius y la memoria” en Deimantas Narkevicius. La vida unánime, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2008, p. 72).
[12] Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 19.
[13] José Jiménez: “La disolución del futuro”en Claudia Giannetti (ed.) Arte en la era electrónica. Perspectivas de una nueva estética, Ed. l´Angelot, Barcelona, 1997, p. 21.
[14] Cfr. Miguel Morey: “El lugar de todos los lugares: consideraciones sobre el archivo” en XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid. Registros Imposibles: El Mal de Archivo, Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, 2006, p. 15-29.
[15] Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 98.
[16] Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 19.
[17] Hal Foster: “Archivos de arte moderno” en Diseño y delito y otras diatribas, Ed. Akal, Madrid, 2004, p. 82.
[18] Cfr. Sigfried Kracauer: “La fotografía” en Estética sin territorio, Colección de Arquilectura, Murcia, 2006, p. 291.
[19] Miguel Morey: “El lugar de todos los lugares: consideraciones sobre el archivo” en XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid. Registros Imposibles: El Mal de Archivo, Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, 2006, p. 28.
[20] “[…] se ha señalado que muchas de las más importantes megaexposiciones del último decenio (bienales, documentas y manifestas, aunque no las ferias de arte) se han asemejado en ocasiones a festivales de cine documental a los que los mismo Discovery Channel, Canal Historia o Canal National Geographic acuden a intercambiar sus productos, con lo que esta poderosa parcela del mundo del arte acaba por parecerse a algo así como una CNN de (y para) estetas desencantados de la política o intelectuales hostiles a la televisión. Sean cuales sean su impacto y sus efectos, el fuerte predominio de la fotografía y el cine documental –de un fotografía y un cine cripto-, seudo- o cuasidocumental, so capa de ser una reflexión crítica sobre la necesidad apremiante y/o la imposibilidad de la tarea documental en la cultura contemporánea- dentro del circuito globalizado del arte de hoy en día ayuda, desde luego, a subrayar la política de inclusión del mundo del arte” (Dieter Roeltraete: “La función repeat. Deimantas Narkevicius y la memoria” en Deimantas Narkevicius. La vida unánime, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2008, p. 72).
[21] Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 97.
[22] David Le Breton: Antropología del cuerpo y modernidad, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1995, p. 194.
[23] “Uno de los personajes populares de la guerra entre Estados Unidos e Irak fue Muhaman Saeed al-Sahaf, el desafortunado ministro de información iraquí. En sus conferencias de prensa diarias negó heroicamente incluso los hechos más evidentes y fue fiel a la línea iraquí. Cuando los tanques estadounidenses estaban tan sólo a algunos metros de su oficina, continuó afirmando que las imágenes de la televisión estadounidense que mostraban los tanques en las calles de Bagdad eran meros efectos especiales de Hollywood. A veces, sin embargo, daba en el clavo: cuando tuvo que contestar a las noticias que afirmaban que los soldados estadounidenses tenían bajo control partes de la ciudad, replicó: “¡No tienen nada bajo control, ni siquiera se controlan a sí mismos!”” (Slavoj Zizek: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p. 115).
[24] Georges Bataille: “El surrealismo al día” en Georges Bataille y Michel Leiris: Intercambios y correspondencias 1924-1982, Ed. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2008, pp. 58-59.
[25] “El periodismo clásico presentaba como modelo de noticia la frase: “Señor muerde a perro”. Esa frase aún es deudora de algunos presupuestos demasiado modernos, en el sentido de no lo bastante posmodernos: el binarismo natural/civilizado, la excepcionalidad como simple ruptura de la rutina; en fin, un sentido del evento que hoy nos parece naif. En la época posmoderna ese principio fue retirado en favor de un esquema distinto, que podría ser enunciado así: “Ciudadano belga muerde a perro homosexual”. […] Pero si bien esta noticia aún puede arrastrar la mirada de algún otro suscriptor, la que de veras corresponde a nuestra era sería más bien la siguiente: “Club de Mordedores de Perros bate el Récord Guiness de mordiscos”” (Eloy Fernández Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona, 2009, pp. 262-263).
[26] Slavoj Zizek: Cómo leer a Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2008, pp. 64-65.
[27] Cfr. Javier Montes: “Crisis de mercado, arte y “valores tóxicos”” en Revista de Occidente, nº 333, Madrid, Febrero, 2009, pp. 104-112.
[28] Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, pp. 75-76.
[29] Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Espasa-Calpe, p. 1275.
[30] Cfr. Georges Bataille: La parte maldita, Ed. Icaria, Barcelona, 1987, pp. 93-113.
[31] Roland Barthes: Mitologías, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 19.
[32] Mike Kelley: “Death and Transfiguration” en Foul Perfection. Essays and Criticism, The MIT Press, Cambridge, Massachussets, 2003, p. 146.
[33] “En efecto, Josefina es ante todo, como dice el narrador, una “voz de nada” que, sin embargo, parece tener un poder inmenso sobre todo el pueblo que la escucha. Es “esta nada en cuanto la voz (dieses Nichts an Stimme), es esta voz tan banal y ordinaria que se parece a todas las demás, a todas las nuestras y que en su misma banalidad constituye, empero, una excepción hasta el punto de encarnar la razón de ser de un gran público, que no existe sino por ella y para ella” (Peter Szendy: Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox, Ed. Ellago, Pontevedra, 2009, p. 103).
[34] Peter Szendy: Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox, Ed. Ellago, Pontevedra, 2009, p. 110.
[35] “Es como si a más belleza menos obra de arte, o como si al escasear el arte, lo artístico se expandiera y lo coloreara todo, pasando de cierta manera al estado de gas o de vapor y cubriera todas las cosas como si fuese vaho. El arte se volatilizó en éter estético, recordando que el éter fue definido por los físicos y los filósofos después de Newton como medio sutil que impregna todos los cuerpos” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, pp. 10-11).
[36] Aludo, de forma acelerada, a las tesis de Daniel Birnbaum, comisario de la Bienal de Venecia del 2009 y, especialmente, a su libro Chronology, Ed. Lukas & Sternberg, New York, 2005.
[37] Adrian Heatfield y Tehching Hsieh: Out of Now. The Lifeworks of Tehching Hsieh, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2009.
[38] Adrian Heatfield: “Impress of Time” en Out of Now. The Lifeworks of Tehching Hsieh, The MIT Press, Cambridge, Massachussets, 2009, p. 58.
[39] “I kept myself alive. I passed the Dec 31, 1999” es la declaración de Tehching Hsieh al terminar el performance que comenzó en 1986.
[40] Pablo Helguera: Manual de estilo del arte contemporáneo, Ed. Tumbona, México, 2005, p. 157.
[41] Elena Filipovic señalaba que la Documenta 11 presentaba “issues of genocide, poverty, political incarceration, industrial pollution, earthquake wreckage, strip-mine devastation, and news of fresh disasters into the inviolable white cube” (Elena Filipovic: “The Global White Cube” en Barbara Vanderlinden y Elena Filipovic (eds.): The Manifesta Decade: Debates on Contemporary Art Exhibitions and Biennials in Post-Wall Europe, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 2005). Cfr. Pascal Gielen: “The Bienal as Post-Institution for Immaterial Labour” en Open. Cahier on Art and the Public Domain. The Art Biennial as a Global Phenomenon. Strategies in Neo-Political Times, nº 16, Amsterdam, 2009, pp. 8-17.
[42] El filósofo Wolff clamaba contra este mundo de fábula en el que la voluntad de los homres hace las veces de razón de lo que acaece: “Te apetece una cereza y he ahí que, con sólo pedirlo, aparece un cerezo cargado de frutos maduros. A una orden tuya, el fruto saltará a tu boca y, si lo deseas, se abrirá por la mitad en el aire, para dejar caer el hueso y las partes dañadas, de modo que no tengas que escupirlas. El cielo está plagado de pichones asados que se introducen espontáneamente en la boca de todo el que tiene hambre”.
[43] “Ma la nostra impunità davanti alla produzione delle immagini, la paghiamo a prezzo della nostra impotenza” (Jean Clair: La Crisi dei Musei. La globalizzazione della cultura, Ed. Skira, Milán, 2008, p. 87).
[44] “El crítico Max Kozloff se preguntaba cómo las obras expuestas [en Nine at Leo Castelli, 1968], dado el carácter de no permanencia de las mismas, como ocurría en las salpicaduras de R. Serra, podrían ser trasladadas de nuevo al taller tras la clausura de la muestra. “En lugar de ser desmanteladas, descolgadas o transportadas, estás esculturas tendrán que ser enrolladas (B. Bollinger), barridas, sacadas con cincel y escoplo de una esquina (R. Serra) y raspadas y restregadas de la pared (K. Sonnier)”. Para M. Kozloff, conmovía pensar que tales obras, que recordaban desechos y se asemejaban a manchas de suciedad, y que chocaban con toda idea preconcebida de forma, no podían ni siquiera ser movidas sin sufrir un cambio básico e irremediable en su aspecto ya que estaban expuestas a una “patética transitoriedad”” (Anna María Guasch: El arte del siglo XX en sus exposiciones. 1945-1995, Ed. Serbal, Barcelona, 1997, p. 172).
[45] “Dado que el país estaba arruinado, para ahorrar, cogí todo lo que me caía en las manos. También se puede crear con desechos, y eso es lo que hice, pegándolos y clavándolos juntos” (Kurt Schwiters: Merz. Ecrits choisis et présentés par Marc Dachy, Ed. Lebovici, París, 1990, p. 116).
[46] “El cartón de embalaje profusamente utilizado por las esculturas de Hirschhorn: un refugio que no lo es, que constituye la propia amenaza, un refugio que no repara nada, pero que ya contiene el miedo, al igual que el antídoto contiene el mal. En un mundo informe y siempre potencial, un material que manifiesta la precariedad exacerbada de la mayoría, uno de cuyos signos es la precariedad económica, el más violento en lo sucesivo. Un material que es la zozobra y el exilio. Emigrantes y expoliados, extranjeros, una multitud de gente sin techo a quienes el aprendizaje de normas siempre inéditas y siempre cambiantes obliga a pensar: la escultura de Hirschhorn se dirige a ese extranjero que todos llevamos dentro y que piensa, le ofrece, cual la guirnalda de bienvenida de las Islas, la banderola a rayas de Travaux en cours, farolillos ligeros que bailan en la precariedad” (Patricia Falguières: “Merzar el mundo” en Thomas Hirschhorn. United Nations Miniature, Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, 2003, p. 30).
[47] Jacques Lacan: “La función de lo bello” en La Ética del Psicoanálisis. El Seminario 7, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1988, p. 283.
[48] Georges Bataille: La parte maldita, Ed. Icaria, Barcelona, 1987, pp. 112-113.
[49] “La mayor parte de las fotografías actuales no reflejan más que la miseria “objetiva” de la condición humana. No hay tribu primitiva sin su antropólogo, no hay homeless en medio de las basuras sin fotógrafo inmediatamente surgido para inmortalizarlo en el celuloide. Y la miseria y la violencia nos afectan cada vez menos en la medida en que se nos notifican y se nos dan a ver abiertamente” (Jean Baudrillard: “La Fotografía o la Escritura de la luz: Literalidad de la imagen” en El intercambio imposible, Ed. Cátedra, Madrid, 1999, p. 147).
[50] Patricia Falguières: “Merzar el mundo” en Thomas Hirschhorn. United Nations Miniature, Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, 2003, p. 47.
[51] “A menudo comparece en sus montajes fotográficos, retratado de frente con el flash, con los ojos rojos, embobado, actor de su propia necedad. El personaje del tonto, del idiota, del estúpido, del imbécil, del sujeto consumido por un interminable trabajo de identificación (con el proletario, con el inmigrado, con el pequeño escaparatista, con el vendedor ambulante, con el fan, etc.), es él. El que sale del contrato social, porque está más allá. Pero el que asume el espectáculo; en calidad de intruso, pero pone los medios” (Patricia Falguières: “Merzar el mundo” en Thomas Hirschhorn. United Nations Miniature, Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, 2003, p. 60).
[52] Ángel González García. “El resto” en El resto. Una historia invisible del arte contemporáneo, Ed. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2000, p. 50.
[53] Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, pp. 106-107.
[54] ““Pala para la nieve/en previsión del brazo roto”: si estamos de acuerdo para adiestrar nuestro espíritu repetidor con cierta frecuencia este pequeño ejercicio de gimnasia mental, hasta en la calle, solo o perdido en la muchedumbre, estamos en situación de comprender de 60% a 65% de las obras de arte contemporáneo. En la mayor parte de los cerebros modernos, este programa viene generalmente preinstalado y ni siquiera es necesario repetir el ejercicio” (J.-P. Delhomme: Art Contemporain, Ed. Denoël, París, 2001, p. 8.
[55] “En efecto, frente a la diversidad de las civilizaciones, de sus concepciones y usos del arte, el arte contemporáneo se acerca a rituales efímeros, ornamentaciones corporales, ornatos, procedimientos pirotécnicos, performances teatrales o religiosas y hasta al arte de los arreglos florales” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 20).
[56] “La voz de Josefina es la extensión del ready-made a la música. Todo lo que hace es introducir una grieta, la brecha imperceptible que la separa de todas las otras voces mientras que sigue siendo absolutamente igual a las demás: “una mera nada en la voz”. Esto puede iniciarse en cualquier parte, en cualquier momento, con cualquier cosa: éste es el arte del ready-made, y todo es ready-made para el arte” (Mladen Dólar: Una voz y nada más, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 204).
[57] Platón: República, libro IV, 439e/440a
[58] Jean Clair: La barbarie ordinaria. Music en Dachau, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 2007, p 35.
[59] Noam Chomsky: Poder y terror. Reflexiones posteriores al 11/09/2001, Ed. RBA, Barcelona, 2003, p. 14.
[60] “Cuanto más disminuyen las distancias de tiempo más se dilata la imagen del espacio: Se diría que ha tenido lugar una explosión sobre todo el planeta. Una luz cegadora arrebata de la sombra hasta el mínimo resquicio”, escribía Ernst Jünger respecto a esta iluminación que aclara la realidad del mundo. La llevada del live, del “directo”, provocada por la puesta en marcha de la velocidad-límite de las ondas, transforma la antigua “tele-visión” en una GRAN ÓPTICA PLANETARIA. Con la CNN y sus diversos avatares, la televisión doméstica cede el puesto a la TELEVIGILANCIA” (Paul Virilio: La bomba informática, Ed. Cátedra, Madrid, 1999, p. 22).
[61] “Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad” (Susan Sontag: Ante el dolor de los demás, Ed. Alfaguara, Madrid, 2003, p. 129).
[62] “En las ruinas hay belleza. Reconocerla en las fotografías del World Trade Center en los meses que siguieron al atentado parecía frívolo, sacrílego. Lo más que se atrevía a decir la gente era que las fotografías eran “surrealistas”, un eufemismo febril tras el cual se ocultó la deshonrada noción de la belleza. Pero eran hermosas muchas de ellas: de fotógrafos veteranos como Gilles Pérez, Susan Meiselas y Joel Meyorowitz, entre otros” (Susan Sontag: Ante el dolor de los demás, Ed. Alfaguara, Madrid, 2003, p. 89).
[63] “En su influyente ensayo La comunidad inoperante (1983), Jean-Luc Nancy afirma que la pérdida constituye una comunidad definida por el compromiso con un trabajo indeterminable hacia su propia identidad, una comunidad de los “otros”: “La comunidad genuina de los seres mortales, o la muerte como comunidad”. De este modo, una comunidad de ausencia puede asentar sus bases sobre la búsqueda de un lugar en el que la memoria pueda mantenerse viva, compartiendo y describiendo esa memoria que no puede ser dominada. La comunidad de ausencia puede ser imaginaria e incluso optimista, al despojarse de la individualidad para inventar un yo social con y entre los demás. Como Nancy indica, “el individuo es meramente el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad”. La comunidad es lo que nos pasa “después de la sociedad”. En la época de la obra de Nancy, asistíamos a la caída inminente del imperio soviético y a la negación de la existencia de la sociedad por parte de los lideres occidentales; hoy se trata de un neoliberalismo cuyo principio operativo es la polarización de las poblaciones” (Lars Bang Larsen: “La superficie ya no aguanta. Afectividad y fluctuaciones obscenas del significado en el nuevo arte de lo oculto” en A grande transformación. Arte e maxia táctica, MARCO, Vigo, 2008, p. 79).
[64] José Luis Pardo: La intimidad, Ed. Pre-textos, Valencia, 1996, p. 291.
[65] “El problema consiste en que, al “circular alrededor de sí mismo” como su propio sol, ese sujeto autónomo encuentra en sí algo que es “más que él mismo”, un cuerpo extraño que está en su mismo centro. A esto apunta el neologismo lacaniano extimité, extimidad, la designación de un extraño que está en medio de la intimidad. Precisamente por dar vueltas alrededor de sí mismo, el sujeto circula en torno a algo que es “en él mismo más que él mismo”, el núcleo traumático del goce que Lacan nombra con las palabras alemanas Das Ding (La Cosa)” (Slavoj Zizek: Mirando al sesgo. Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2000, p. 276).
[66] Alain Badiou: ¿Qué representa el nombre de Sarkozy?, Ed. Ellago, Pontevedra, 2009, p. 30.
[67] “Lacan decía que la clave de una cura es “elevar la impotencia a lo imposible”. Si tenemos un síndrome cuyo síntoma mayor es la impotencia comprobada, entonces podemos elevar la impotencia a lo imposible. Pero ¿qué quiere esto decir? Muchas cosas. Quiere decir encontrar el punto real en el que mantenernos cueste lo que cueste. No seguir entre las redes sutiles de la impotencia, de la nostalgia histórica y del componente depresivo, sino encontrar, construir y mantener un punto real en el que sabemos que nos mantendremos, precisamente porque es un punto que no puede inscribirse en la ley de la situación. Si encontráis un punto –de pensamiento, de acción- que no puede inscribirse en la situación, que la opinión dominante unánimemente califique a la vez (y contradictoriamente…) de absolutamente deplorable y totalmente impracticable, un punto, sin embargo, que vosotros mismos afirmáis poder mantener cueste lo que cueste, en ese momento estaréis entonces en situación de elevar la impotencia a lo posible” (Alain Badiou: ¿Qué representa el nombre de Sarkozy?, Ed. Ellago, Pontevedra, 2009, p. 34).
[68] Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1970, p. 875.
[69] Cfr. Martin Heidegger: El Ser y el Tiempo, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1973, pp. 157-160.
[70] “¿Por qué ese silencio prolongado sobre el papel del miedo en la historia? Sin duda a causa de una confusión mental ampliamente difundida entre miedo y cobardía, valor y temeridad. Por auténtica hipocresía, lo mismo el discurso escrito que la lengua hablada –ésta influida por aquél- han tendido durante mucho tiempo a camuflar las reacciones naturales que acompañan a la toma de conciencia de un peligro tras las apariencias de actitudes ruidosamente heroicas. “La palabra “miedo” está cargada de tanta vergüenza –escribe G. Delpierre-, que la ocultamos. Sepultamos en lo más profundo de nosotros el miedo que se nos agarra a las entrañas” (Jean Delumeau: El miedo en Occidente, Ed. Taurus, Madrid, 2002, p. 12).
[71] “Pero la piedad, lejos de ser el gemelo natural del miedo en los dramas de infortunios trágicos, parece diluirse –aturdirse- con el miedo, mientras que el miedo (el pavor, el terror) por lo general consigue ahogar la piedad. Leonardo está sugiriendo que la mirada del artista sea, literalmente, despiadada. La imagen debería consternar y en esa terribilità hallamos una suerte de belleza desafiante” (Susan Sontag: Ante el dolor de los demás, Ed. Alfaguara, Madrid, 2003, p. 88).
[72] Joan Corominas: Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, Ed. Gredos, Madrid, 1994, p. 445
[73] “El colmo de estas utopías negativas, tal vez se haya alcanzado con la película de Michael Radford, realizada a partir del libro de Orwell, 1984. Porque en la película como en el libro, el proyecto arquitectónico, del Big Brother no consiste sólo en controlar todo el espacio-tiempo social, sino ocupar y limpiar el espacio-tiempo “interior” del sujeto singular, y hasta su idiolecto. Winston ya no podrá habitar en Winston. Deberá traicionar su petición de amor y escritura. Este fin de los tiempos como Apocalipsis proviene siempre del imaginario moderno, gobierna su escatología negativa que duplica desde San Juan el retrato de la redención. No hay Dios sin Diablo” (Jean-François Lyotard: “El imaginario postmoderno y la cuestión del otro en el pensamiento y la arquitectura” en Pensar-Componer/Construir-Habitar, Ed. Arteluku, San Sebastián, 1994, p. 33).
[74] “A partir de 1945-1950, la gente tiene miedo del fin del mundo. Es la época de la disuasión nuclear y del cine precipitado, ese cine de suspense que es el cine de angustia, es decir, de la supervivencia. Nosotros vivimos porque sobrevivimos todavía” (Paul Virilio: El cibermundo, la política de lo peor, Ed. Cátedra, Madrid, 1997, p. 33).
[75] “Como decía Derrida, todo poema corre el riesgo de carecer de sentido y no sería nada sin ese riesgo. Y más que la muerte que nos produce miedo es, como decía Eliot, el terrible momento de no tener nada en qué pensar. Nada en qué pensar, nada que hablar ni nada que sentir: sólo un terrible y bello pesanervios” (Leopoldo María Manero: Teoría del miedo, Ed. Igitur, Tarragona, 2000, p. 9).
[76] Ernst Jünger: La emboscadura, Ed. Tusquets, Barcelona, 1988, p. 63.
[77] “[...] Esos mismos seres humanos no están sólo angustiados; son a la vez temibles. Su estado de ánimo pasa de la angustia a un odio declarado si ven que se debilita aquél a quien hasta ese mismo instante han estado temiendo” (Ernst Jünger: La emboscadura, Ed. Tusquets, Barcelona, 1988, p. 66).
[78] Joan Corominas: Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, Ed. Gredos, Madrid, 1994, p. 395.
[79] Jean-François Lyotard: “El imaginario postmoderno y la cuestión del otro en el pensamiento y la arquitectura” en Pensar-Componer/Construir-Habitar, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1994, p. 36.
[80] Remo Guidieri: El museo y sus fetiches. Crónica de lo neutro y de la aureola, Ed. Tecnos, Madrid, 1997, pp. 16-17.
[81] “Todo hombre tiene miedo de la verdad. La verdad aparece también en los sueños, sólo que disfrazada, condensada y desplazada, según las leyes de un lenguaje que no es propio de la vida. La verdad es torpe, bestial, avanza a zarpazos y no por el camino recto: como el sexo” (Leopoldo María Panero: “Dejar de beber. Algunas observaciones sobre la verdad” en Y la luz no es nuestra, Ed. Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993, p. 139).
[82] Leopoldo María Panero: “Dejar de beber. Algunas consideraciones sobre la verdad” en Y la luz no es nuestra, Ed. Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993, p. 140.
[83] Cfr. Jean-Pierre Dupuy: El pánico, Ed. Gedisa, Barcelona, 1999.
[84] “No tengáis miedo, soy yo” es la frase más hermosa que jamás haya sido dicha; una frase para una pareja de enamorados” (Peter Handke: Fantasías de la repetición, Ed. Prames, Zaragoza, 2000, p. 88).
[85] “Desde el principio me encaminé hacia ese ambiente, tan atractivo, en el que un nihilismo extremo nada quería ya saber, ni desde luego continuar, de cuanto anteriormente se había admitido como el empleo de la vida o de las artes” (Guy Debord: Panegírico, Ed. Acuarela & A, Machado, Madrid, 2009, p. 49).
[86] “La imposibilidad de “querer que Troya haya sido saqueada”, de la que hablaba Aristóteles en la Ética a Nicómaco, es lo que atormenta la voluntad, lo que la transforma en resentimiento. Por eso Zaratustra enseña a la voluntad a “querer hacia atrás” (züruckvollen) , a transformar todo “así fue” en un “así lo quise”: “sólo a esto cabe llamar redención”. Preocupado exclusivamente por la eliminación del espíritu de venganza, Nietzsche se olvida completamente del lamento de aquello que no fue o que podría haber sido de otro modo” (Giorgio Agamben: “Bartleby o de la contingencia” en Preferiría no hacerlo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 130).
[87] Marc Augé: Le temps en ruines, Ed. Galilée, París, 2003, p. 97.
[88] “[…] había escuchado una conferencia suya en la Sorbona (aunque no había ido a saludarlo al finalizar). Hablaba de arte teatral y, en la semisomnolencia con que lo escuchaba, lo vi de pronto levantarse; yo había captado lo que estaba diciendo, había decidido hacernos perceptible el alma de Tiestes cuando se entera de que está dirigiendo a sus propios hijos. Ante un auditorio de burgueses (casi no había estudiantes), se tomó el vientre entre las manos y lanzó el grito más inhumano que jamás haya salido de la garganta de un hombre; provocaba un malestar similar al que habríamos sentido si uno de nuestros amigos bruscamente empezara a delirar. Era espantoso (tal vez más espantoso porque era algo sólo actuado)” (Georges Bataille: “El surrealismo al día” en Georges Bataille y Michel Leiris: Intercambios y correspondencias 1924-1982, Ed. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2008, p. 59).
[89] Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, pp. 25-26.
[90] “El sarcasmo, sarcasmos, la burla que insulta a la carne igual que un perro muerde una pantorrilla, podría ser una respuesta al agnóstico, al que no cree que la muerte tenga sentido. “El poder de destruir no se le concede al hombre, en el mejor de los casos, tiene el de variar de formas, pero no el de aniquilarlas […] ¿Qué le importa a la naturaleza, siempre creadora, que esta masa de carne que hoy conforma una mujer se reproduzca mañana en forma de mil insectos diferentes? […] Ahora bien, si el grado de apego o más bien de indiferencia es el mismo, ¿qué puede importarle que, por lo que se llama crimen de un hombre, otro sea transformado en mosca o en lechuza?”. Así filosofaba [en Les Infortunes de la vertú del Marqués de Sade] Brissac ante la horrorizada Justine” (Jean Clair: La barbarie ordinaria. Music en Dachau, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 2007, pp. 36-37).
[91] “Este poder de dominio absoluto que el joven niño cree en efecto poseer sobre el mundo y sus prójimos se resume en la fórmula de Schreber, “cagar sobre el mundo entero”. Y el artista contemporáneo, que pretende ejercer sobre sus sujetos espectadores un poder absoluto, “este hombre –apunta M. Gauchet- libre por excelencia, metafísicamente hablando, el hombre que se libera de su subordinación de criatura por su actividad”, se ha vuelto, sólo él, el individuo total, el niño absoluto” (Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 92).
[92] “El Estado es nuestra conciencia sin tapujos. La diversión, según parece, aún no es divertida; apenas nos ha desviado de la común “neurosis de fin de semana”, que nos deja con el ansia de jugar pero incapaces de hacerlo. Intentarlo conlleva una expiación mayor. Está clarísimo que no queremos trabajar, pero sentimos que hemos de hacerlo. Así que rumiamos amargamente y luchamos” (Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, p. 56).
[93] Recordemos el performance Solo pour la mort de Serge III Oldenbourg en el Festival de la Libre expression de París en 1964, cfr. Paul Ardenne: Extrême. Esthétiques de la limite dépassée, Ed. Flammarion, París, 2006, pp. 14-15.
[94] “Antes, en los comienzos del arte conceptual, se consideraba de pésima etiqueta suspender el performance. Según la lógica de antaño, era preferible la muerte antes de comprometer la naturaleza de la obra. Hoy en día, sin embargo, cuando cada aspecto del Mundo del Arte está comprometido y regulado, tiene poco sentido llegar a tales extremos, y en particular morir por una causa indefendible como es la supuesta integridad del Mundo del Arte. En la actualidad la etiqueta del Mundo del Arte opera en función de la supervivencia y no en torno a la necesidad de morir. Por tanto, la nueva etiqueta establece que de realizarse una obra con tales características, y de presentarse el espectador decidido a utilizar la pistola, se hará todo lo posible por detenerlo e, incluso, se le disparará a él primero para preservar la vida del artista. Una de las responsabilidades del espectador es saber que el artista no espera en realidad que se le dispare, y que, a fin de cuentas, sólo se trata de una obra de arte” (Pablo Helguera: Manual de Estilo del arte contemporáneo, Ed. Tumbona, México, 2005, pp. 137-138).
[95] “A fin de ahuyentar tan triste destino, el de una camaradería desprovista de instintos agresivos pero también de complicidad, lo mejor es empezar, in media res, con el acto de violencia. Así, Zizek recomendaba saludar a los desconocidos con la fórmula: “Ve a follarte a tu madre” –que debería ser contestada, con cortés simetría, con “Lo haré tan pronto como haya acabado de picarme a tu hermana”: ya está, ya se ha dicho; ahora que el espectro del desacuerdo ha sido conjurado, la amistad puede comenzar” (Eloy Fernández Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona, 2009, p. 285).
[96] Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, pp. 100-101.
[97] “No es necesario que el dispositivo sea fácilmente identificado como “arte”, visto que el arte no es más que un efecto producido. Se va borrando la obra en beneficio de la experiencia, borrando el objeto en beneficio de una cualidad estética volátil, vaporosa o difusa, a veces con una desproporción chistosa o, al contrario, con una casi equivalencia tautológica entre los medios desplegados y el efecto buscado. De un pandemonio de objetos puede surgir un único y fugaz efecto cómico terminal” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 32).
[98] “[Mihaly Csikszentmihalyi] inició el estudio de las actividades que llama autotélicas y de las experiencias de absorción como las de los jugadores de ajedrez, de los compositores de música, de los alpinistas, de los especialistas de arte, de los deportistas de lo extremo, etc. Con base en lo que describen los que realizan estas experiencias, le pareció posible agruparlas bajo el término genérico de flow experiences, porque simplemente las personas interrogadas utilizan continuamente esta palabra, flow, o flujo para referirse a su absorción sin esfuerzo en una actividad que nace por sí misma, que se desarrolla bie, que constituye una especie de esfera autónoma en la vida consciente” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 136).
[99] “[…] es preciso encarar seriamente la infantilización del arte actual, no sólo porque amenaza con trivializar todo un espacio cultural en el que debería primar la reflexión, el análisis y la madurez creativa, sino porque forma parte de una puerilización general de la sociedad que apunta a un futuro bastante negro: los ciudadanos van perdiendo capacidad para responsabilizarse de reclamar derechos y cumplir deberes. Frente a la supuesta rebeldía del mundo juvenil, se revela su conformismo, su sometimiento a los dictados de los productores para el consumo” (Elena Vozmediano: “Arte en la edad del pavo” en Revista de Occidente, nº 333, Madrid, Febrero, 2009, p. 61).
[100] “En el arte contemporáneo encontramos a menudo brutales intentos de “retorno a lo real” que despiertan al espectador (o al lector) de su dulce sueño y le recuerdan que está percibiendo una ficción. […] En el teatro, hay acontecimientos brutales que ocasionalmente nos despiertan a la realidad del escenario (como degollar una gallina en escena). En lugar de conferir a estos gestos una suerte de dignidad brechtiana, y percibirlos como versiones de la alienación, deberíamos denunciarlos por lo que son: el opuesto exacto de lo afirman ser: modos de escaparse de lo real, intentos desesperados de evitar lo real de la ilusión en sí, lo real que surge al modo de un espectáculo ilusorio” (Slavoj Zizek: Cómo leer a Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2008, p. 66).
[101] Dieter Roelstraete: “La función repeat. Deimantas Narkevicius y la memoria” en Deimantas Narkevicius. La vida unánime, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2007, p. 75.
[102] “[…] la idea de una Gran Estética para un Gran Arte es la máquina ficticia y terrorista destinada a negar esta realidad plural de los comportamientos artísticos. Está en correlación con las empresas para negar la diversidad de los grupos, en el seno del espacio social” (Yves Michaud: La crise de l´art contemporain, Ed. PUF, París, 1997, p. 268).
[103] “El trabajo de los djs no es un trabajo de desmembramiento y montaje –o collage- sino un trabajo de reconstrucción. El dj no era, como opinan muchos intérpretes posmodernos, un artista del pastiche, la cita o el enfrentamiento, sino un artista de la reconstrucción, que opera en contra de la forma “canción” es decir, en contra de la reconciliación entre historia y repetición, ritmo y épica, que aquella forma ofrecía” (Diedrichsen citado en Eloy Fernández Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona, 2008, p. 161).
[104] “Lo que importa no es la materialidad de este objeto complejo que es el dispositivo en sí, sino el hecho de que pueda generar una gama de efectos, una experiencia de cierto tipo: divertimento, perplejidad, desubicación, fascinación, rechazo, horro, sentimentalismo y, ¿por qué no?, aburrimiento, quizá indiferencia” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 31).
[105] ““Rhizomes”, “networks”, “nomadism”, “escape routes”, “non-hierarchical forms of organization”, etcetera –these are the words with which biennials have increasingly presented their own operations over the last ten years” (Pascal Gielen: “The Biennial. A Post-Institution for Immaterial Labour” en Open. Cahier on Art and the Public Domain. The Art Biennial as a Global Phenomenon. Strategies in Neo-Political Times, nº 16, Amsterdam, 2009, p. 13).
[106] Slavoj Zizek: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p. 200.
[107] “El espíritu gira por todas partes y vuelve dentro de sí a través de largos circuitos. Todas las revoluciones entran en la historia pero la historia no se desborda; los ríos de las revoluciones vuelven al lugar de donde habían salido para seguir fluyendo. […] El fenómeno, que resultaba entonces absolutamente nuevo y que naturalmente dejó pocas huellas, consistía en que el único principio admitido por todos era precisamente que ya no podía haber ni poesía ni arte; y que había que encontrar otra cosa mejor” (Guy Debord: Panegírico, Ed. Acuarela & A. Machado, Madrid, 2009, pp. 64-65).
[108] “El término anti-arte, no-arte, o cualquier otra designación cultural comparte, después de todo, la palabra arte o su presencia implícita, lo que las convierte, en el mejor de los casos, en el tema de discusiones familiares, cuando no se reducen en última instancia a constituir meras tempestades en vasitos de agua” (Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, p. 18).
[109] “Al final de sus días, Tolstoi vio en la literatura una maldición y la convirtió en el más obsesivo objeto de su odio. Y entonces renunció a escribir, porque dijo que la escritura era la máxima responsable de su derrota moral. Y una noche escribió en su diario la última frase de su vida, una frase que no pudo terminar: “Fais ce que dois, advienne que pourra” (Haz lo que debes, pase lo que pase). Se trata de un proverbio francés que a Tolstoi le gustaba mucho. La frase quedó así: Fais ce que dois, adv…” (Enrique Vila-Matas: Bartleby y compañía, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 178-179).