lunes, 12 de octubre de 2009



Para perder la cabeza.

Fernando Castro Flórez.

En las famosas conversaciones de Marcel Duchamp con Pierre Cabanne, el artífice de El Gran Vidrio declara que el erotismo ocupa un lugar enorme y subyacente en toda su obra: “creo mucho en el erotismo debido a que es, verdaderamente, una cosa bastante general en todo el mundo, una cosa que las personas entienden”. Este ironista de paso se desmarca de las vanguardias ortodoxas al proponer que ese otro “ismo” placentero; Duchamp pensaba que el erotismo era, entre otras cosas, el medio de intentar poner al descubierto cosas que están constantemente escondidas. Desde aquella novia que mantenía a raya a los solteros onanistas hasta el inquietante cuerpo abandonado de Étant donnés que nos obliga a asumir el papel del voyeur, no dejó de divertirse “desnudando” las apariencias. Su alter-ego Rrose Selavy, en uno de sus acostumbrados juegos de palabras, venía a promover la certeza de que eros es la vida. Picasso, otro de los canónicos de la vanguardia, estaría, por lo menos en esta ocasión, de acuerdo; en última instancia, él había pretendido, desde Les demoiselles d´Avignon, ser algo así como el rey de los burdeles. Entre la Celestina y el Minotauro, ese pintor compulsivo dio rienda suelta sobre todo a su obsesión principal: en encuentro del pintor con la modelo desnuda. Sabía, fascinado por el Frenhofer de Balzac, que debajo del descorazonador “muro de pintura” está enterrada una mujer de la que aún vemos un pie perfecto. Aquel mítico dibujo de la sombra del amado sobre el muro que narra Plinio establece el fondo melancólico y de ausencia deseante que la historia del arte ha desplegado. Lacan, que llegó a ser propietario de El origen del mundo de Courbet (ese rotundo sexo femenino dispuesto en primer plano), afirmó que “la relación sexual no cesa de no escribirse”. Tampoco ha dejado de ser representado el placer y el dolor, la pasión y aquello que nos repugna, esto es, todo lo que tiene que ver con las turbulencias del deseo.
Bataille considera que la dialéctica de trasgresión y prohibición es la condición y aún la esencia del erotismo. Campo de violencia, lo que acaece en el erotismo es la disolución, la destrucción del ser cerrado que es un estado normal en un participante en el juego. Una de las formas de violencia extrema es la desnudez que es un paradójico estado de comunicación o mejor un desgarramiento del ser, una ceremonia patética en la que se produce el paso de la humanidad a la animalidad. Ante la desnudez, Bataille experimenta un sentimiento sagrado en el que se mezclan fascinación y espanto, en él surge la equivalencia con el acto de matar: el sacrificio que implica el horror vertiginoso y la ebriedad. Lo que designa la pasión es una halo de muerte, por éste se manifiesta la continuidad de los seres: “Las imágenes –apunta Slavoj Zizek- que excitan o provocan el espasmo final suelen ser turbias, equívocas: si entrevén el horror o la muerte, acostumbran a hacerlo subrepticiamente”. El terreno del erotismo está abocado a la astucia, la muerte queda desviada sobre el otro. Es tal vez Santa Teresa (especialmente esa esculpida por Bernini que podemos ver en Santa María della Vittoria de Roma) el ejemplo más penetrante de la relación entre la sensualidad culpable y la muerte, en su manifestación del deseo extremo: cesando de vivir, entrando en la zozobra absoluta, perdió pie, no hizo más que vivir con mayor violencia, “tal fue la violencia –leemos en El erotismo de Bataille- hasta que se creyó en el límite de la muerte, pero una muerte que, al exasperarla, no detenía la vida”. Hasta en la mística, desde el Cantar de los Cantares a San Juan de la Cruz, late el erotismo, aunque sea algo que, por emplear los términos lacanianos del Seminario 20, se siente pero de lo que no se sabe nada.
Si en el banquete platónico eros, en el fascinante discurso de Diotima que recuerda Sócrates, es un daimon, hijo del recurso y la pobreza, que nos impulsa a llevar la mejor de las vidas que no es otra que la filosófica, en la modernidad fundada por Baudelaire el encuentro con la belleza fugitiva es la prefiguración de aquella infecta carroña arroja en un camino pedregoso. El “amor loco” que impulsara Breton marcó distancias, afortunadamente, con las visiones idealistas y de un romanticismo pastelero. No dejamos de tener presente al infortunado Acteón cuya mirada es aplacada por el agua arrojada por Diana y por las palabras de la maldición: “Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo”. Aunque seamos despedazados por “tan funesto deseo”, no podemos esquivar el ímpetu de la mirada curiosa. Tanto en Ovidio como en Las Leyes de la hospitalidad, el hombre sucumbe al anhelo de ver y ser visto en el proceso del deseo, si bien eso implica la trasgresión, la traición y el sufrimiento extremo. Con frecuencia lo que contemplamos es tremendo, como las escenas sadomasoquistas de Blue Velvet que nos introducen dentro de un angustioso armario. Lo sabemos de sobra: la violencia es el precario camuflaje de la sórdida impotencia.
La dimensión cruel de la belleza aparece constantemente en la historia del arte, por ejemplo en la Historia de Nastagio degli Onesti de Botticelli; la modernidad subrayará, por emplear un término freudiano, el carácter inquietante o siniestro de las imágenes, algo explícito en El gran masturbador de Dalí. El arte contemporáneo recurre a un “literalismo extremo” (al “verismo” pornográfico) y por tanto su erotismo es, más que nada, una forma del goce obsceno, como si estuviéramos hastiados tras un striptease perpetuo; basta recordar la regresión infantil de la “perversiones” de los hermanos Chapman, las confesiones “traumáticas” y escatológicas de Tracey Emin o a Paul McCarthy, intoxicado acaso por la ingesta excesiva de ketchup, que presenta a un tipejo, en el colmo del delirio, fornicando con un pino. El erotismo es la aprobación de la vida hasta dentro de la muerte. Y eso no es nada fácil de hacer: a veces nos gustaría arrancarnos los ojos para no ver eso lo extremo. Edipo no deja de inquietarnos.
Al final de Las lágrimas de Eros, Bataille dispuso tres fotografías de la tortura china del Leng-Tché (reconstruido en vídeo Ligchi del 2002 por el artista Chen Chi-Jen) para insistir en que el sacrificio y el horror religioso se vinculan “al abismo del erotismo, a los últimos sollozos que solo el erotismo ilumina”. Puede que sea cierto que todo lo adorable es, al mismo tiempo, aquello que nos devastará. Estamos sin salida como en la historia de ese ojo ciego clavado en la vagina de Simone. Acaso tenga razón Séneca y nacer sea un placer que muere, el coito originario prefigura el final oscuro, ese abrazo en el que el placer se totaliza hace de la felicidad algo efímero. Sum: Coitabant. Pascal Quignard, en El sexo y el espanto uno de los libros más bellos que he leído, advierte que lo que condena a la fascinación (a la turbación erótica) es también lo que protege de la locura. Vale más, a pesar de todo, perder la cabeza que reprimir el fuego que nos consume: acéfalos pero, valga la paradoja, videntes.

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