sábado, 24 de octubre de 2009


Mutaciones del consumo mediático.

Henry Jenkins: Convergence Cultura. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación, Ed. Paidós, Barcelona, 2009.
Henry Jenkins: Fans, blogueros y videojuegos. La cultura de la colaboración, Ed. Paidós, Barcelona, 2009.



Fernando Castro Flórez.

Dino Ignacio, un joven filipino-americano estudiante de instituto, crea con la ayuda de Photoshop, un collage en el que aparece Blas, uno de los “clásicos” protagonistas de Barrio Sésamo, junto a Bin Laden; esa imagen surrealizante es utilizada por simpatizantes de Al Qaeda en una manifestación en Oriente Medio y grabada por el ojo omnipresente de la CNN. Este es el primer y sorprendente ejemplo que Henry Jenkins da de la cultura de la convergencia en la que el poder del productor y el que tienen los consumidores mediáticos generan interacciones impredecibles. Con ese término da cuenta de la cooperación entre múltiples industrias de la comunicación y el entretenimiento pero, sobre todo, sirve para analizar el trabajo y el juego de aquellos que, en muchos casos, se pretendería que fueran meros espectadores. El primer “profeta” de la convergencia mediática fue Sola Pool pero, sin ningún género de duda, el gran divulgador de la causa es Jenkins, director del Programa de Estudios Mediáticos del MIT, que desde su honesta asunción de la condición de fan ha conseguido ofrecer una serie impresionante de ejemplos que permiten calibrar la importancia del cambio de paradigma. Frente a los intelectuales apocalípticos que consideran que todos los cambios tecnológicos son nefastos, tenemos que asumir que la lógica cultural de la convergencia mediática está firmemente arraigada y genera beneficios que deben ser subrayados. Si un adolescente puede hacer sus deberes y, simultáneamente, chatear, descargar archivos MP3, responder correos electrónicos, escuchando lo último de Lady Gaga, también se da el caso de ciber-analfabetos, como es mi lamentable caso, que hacen zapping, mantienen esporádicas conversaciones telefónicas, teclean lo que pueden en la computadora y atienden al portero automático porque llega un mensajero.
Howard Rheingold declara, entusiasmado, que Jenkins es el McLuhan del siglo XXI. Sin embargo, la diferencia entre las perspectivas teóricas del autor de La Galaxia Gutemberg y el investigador de Textual Poachers es considerable. Aquel era, nada más y nada menos, que un visionario, dispuesto a realizar conexiones sorprendentes y asumir riesgos de toda índole, mientras que lo que le interesa al fan-académico es realizar “lecturas atentas”, mostrar la riqueza de sentidos que aportan los consumidores dejando, en principio, de lado las hipótesis de alcance general. Jenkins sabe, eso no hay quien lo dude, de lo que habla, cada uno de los temas que aborda queda expuesto hasta límites inverosímiles pero sus conclusiones son o bastante obvias o una mera defensa liberal del consumidor-creativo. En cualquier caso, la cuestión que pone sobre la mesa es importante porque nos lleva a pensar los cambios de nuestras relaciones con la cultura popular y como esas destrezas que adquirimos mediante un comportamiento lúdico pueden tener implicaciones en nuestra manera de aprender, trabajar, participar en el proceso político y conectarnos con otras personas de todo el mundo. Aunque la perspectiva es, netamente norteamericana, Jenkins tiene conciencia de que el proceso es global y que lo que está analizando en microcomunidades, por ejemplo la de los seguidores del flash, afecta a una multitud global. Tampoco pasa por alto la realidad de que está hablando de “consumidores de élite”, esto es, de un conjunto de sujetos que son en su mayoría blancos, varones, de clase media y licenciados.
En la selección de ensayos, escritos básicamente en la década de los noventa, que recopila en Fans, blogueros y videojuegos, podemos apreciar la curiosidad mediática de Jenkins que le lleva desde la re-escritura de Star Trek desde perspectivas feministas o gays, al seguimiento cibernético de los enigmas planteados por Twin Peaks o a meditar sobre la influencia de los juegos interactivos en la violencia juvenil a partir de la matanza de Columbine. En Convergence Culture analiza, minuciosamente, a los que “destripan” el programa Supervivientes, la economía afectiva que domina la tele-realidad (tomando como ejemplo American Idol que entre nosotros es el conocido bodrio de Operación Triunfo), las extraordinarias narraciones transmediáticas a partir de Matrix, la proliferación de cine-aficionado en relación con La guerra de las galaxias o la expansión de la fantasía gracias a Harry Potter. Los “análisis de intervención”, en el sentido de John Harley, que realiza son sumamente interesantes y, con esa perspectiva de etnógrafo implicado, consigue desterrar la idea del fan como un friki o un tipo abducido “religiosamente”. Jenkins asume las teorías de Pierre Lévy y especialmente su convicción de que la inteligencia colectiva puede verse como una fuente alternativa de poder mediático; en una conversación con Mat Hills, advierte que cabe decir infinidad de cosas sobre cultura popular que no estén puramente motivadas por una posición política o moralista. Con todo no sería deseable que el estudio de lo que llama “diversiones serias” quedara críticamente descafeinado. En su indagación sobre “Photoshop para la democracia” apunta que el concepto de “interferencia cultural” que propusiera Mark Dery en un crucial texto de 1993 ha perdido su utilidad y que, por tanto, hay que sustituir lo que llama “vieja retórica de oposición” por una apropiación del discurso “normal, serena y consolidada”. Me cuesta aceptar la candorosa defensa del “ciudadano vigilante” o del blogger como garantes de una nueva política participativa. Mientras unos están fascinados con los Sims otros amañaron, descaradamente, las elecciones presidenciales en Florida o, más recientemente, el marketing del “Yes We Come” hechizó a todo el mundo. No siento la necesidad, como proponía un anuncio de los Premios Webby, de votar desnudo cuando la inteligencia global está ya en pelotas.

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