domingo, 19 de julio de 2009


Ordenando y, por supuesto, desordenando mi biblioteca he encontrado las notas manuscritas de un texto breve que escribí, a la carrera, hace cuatro años, concretamente el día de la apertura de ARCO. Me llamaron de la sección de Cultura de ABC para pedirme que diera mi opinión sobre el asunto Barceló que en ese momento era la rumorología de que estaban tramando una muestra suya en el Prado. Tenía cuadros espantosos en un stand de la feria y, con bastante rabía, en unas hojas pequeñísimas puse lo que primeramente se me vino a la cabeza. Tardaría apenas cinco o diez minutos en desahogarme. Dicté el texto y casi a media noche me llamaron desde la redacción para decirme que era algo muy "bestia". No sabían si podrían sacarlo. Finalmente se quedó en el purgatorio o, para ser más preciso, en el infierno más oscuro. Pero ahora que reaparece en medio de tanta cosa antigua prefiero pasarlo al ordenador y hacer que alguien más, si quiere, pueda leerlo. Creo que tiene tanta vigencia entonces como ahora. Porque Barceló sigue hasta en la sopa.
Barceló: el “clásico” insoportable.

Fernando Castro Flórez.

Es indignante. Peor: es lo último. Ahora ya puedo morirme tranquilo. Alfombra roja, confetis, champán: el acontecimiento del siglo. A la basura con las consignas de los soviets. Todo el poder para Barceló. Si hay que petar el museo, cualquier cosa cara es válida. Abran puertas del Prado de par en par que tiene que entrar, gordo como un tonel, el gran impostor de la pintura contemporánea española. Ni Miró, ni Picasso, ni Dalí. Tàpies está, valga la terminología militar, desaparecido en combate. Que tiemblen Velázquez, Goya y El Bosco. El pintorcete de las paellitas, las librerías del analfabeto, el gotelex marino y la blandenguería dibujística nos va a enseñar a vivir. No puede soportarse tanta “papanatería”. La cosa ha sido clarísima: había que fabricar, a estas alturas, un pintor mítico, heroico, romanticoide. No faltaron críticos casposos y poetas de tres al cuarto para cantar las excelencias de tamaño (aunque sea más bien canijo) impresentable.
En cualquier caso la culpa no es solo suya (sus esfuerzos no han sido necesariamente los de convertirse en un pintor “inflado”), aunque sea, no cabe duda, el que perpetra impunemente unos cuadros bodriosos. Los nefastos son los que se cuadran a su paso, los que lloran de emoción, los que impostan la voz, vale decir, lo que están con Barceló que no cagan. El último acto será, como es lógico, demencial. Lo dicho: que abran el portón de la eternidad a Barceló y, por favor, que no vuelva a salir de ahí.
En picado barrena podrá ya exponer cerca de Patinar el último apadrinado de la cueri-curatorial-apolillada. Si los historiadores protestan, peor para ellos. Toda sea por las colas (dicho sin morbo erótico). Lo importante es, insisto, que los suplementos del fin de semana den el aviso con platillos y trombones y ya comenzarán todos a saltar alborozados. Barceló, engreído, místico, dantesco y osado explorador del Mali legendario, nos orientará en medio del desierto y de la penuria del presente.
Hemos entrado en tal confusión que ya no tienen importancias las lamentaciones epocales. Todo está, en plena estética banal, legitimado. La puerta que se abre, sin venir a cuento, para Barceló es la del sinsentido. Por fin será posible ver, en el Reina Sofía, a Rubens o unas hachas de silex o un traje de lagarterana. Barceló está, literalmente, hasta en la sopa y ahora parece que algunos han decidido que hay que canonizarle como un “clásico”. La estrategia mezcla, como es habitual por estos pagos, torpeza, irreflexividad y prepotencia.

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