sábado, 30 de mayo de 2009


“[…] ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum”.
Otras formas (fotográficas) del recuerdo.

Fernando Castro Flórez.

En sus consideraciones sobre la memoria perdida de las cosas, Trías señala que en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de la ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas: “Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la conciencia de la ausencia que sustenta este mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe ser contrarrestada con una conciencia viva con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[1]. Aquella “agorafobia espiritual” de la que hablara Worringer en su libro Abstracción y naturaleza[2], queda corregida en esta visión de nuestro tiempo como crisis de la memoria, como una ausencia de lo concreto que lleva a una visión totalizadora. “La memoria es un rastro que subsiste en nosotros como el archivo de un pasado que se hace nuevamente presente. Una repetición transformada en lo nuevo como una realidad impersonal insertada que evidencia la realidad del arquetipo”[3]. En el proceso de rememoración el sujeto entero se compromete, hasta dejarse la piel.
Vivimos en el tiempo de la atrofia de la experiencia, cuando parece como si todo quedara reducido a nada. Benjamin señaló que cuando impera la experiencia en sentido estricto, ciertos contenidos del pasado individual coinciden en la memoria con otros del colectivo: “Los cultos con su ceremonial, con sus fiestas... llevaban a cabo renovadamente la amalgama de estos materiales de la memoria. Provocaban la reminiscencia en determinados tiempos y seguían siendo manejo de la misma durante la vida entera. Reminiscencia voluntaria y reminiscencia involuntaria perdían así su exclusividad recíproca”. En Mas allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como velamiento del recuerdo de la muerte[4]. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías en La memoria perdida de las cosas- surge la presencia de una reminiscencia”[5]. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad.
Freud caracteriza a la fotografía como captura de la experiencia fugitiva, el deseo de conservar algo ajeno al fluir temporal, una práctica afín con la memoria escrita: una prótesis con la que soportar lo innombrable, su implacable llegada. Pero más que la pulsión tanática, algunas fotografías pueden alegorizar el deseo del otro, punctualizaciones de eso (el amor) de lo que no se consigue nunca hablar[6]. Sigfried Kracauer señaló, en su ensayo “Fotografía”, publicado en 1927, que el pensamiento historicista surgió más o menos en la misma época en la que hizo aparición la moderna tecnología fotográfica; en cierto sentido, el recurso a la fotografía es el juego de vida y muerte del proceso histórico: “Lo que las fotografías, con su pura acumulación intentan proscribir es la recolección de muerte, que forma parte de toda imagen-memoria... El mundo se ha convertido en un presente fotografiable, y el presente fotografiado se ha vuelto completamente eterno. Aparentemente arrancado de las garras de la muerte, en realidad ha sucumbido más aún a ella”.
La fotografía nos muestra una realidad anterior, algo que, en verdad, no puede tocarse, que aunque da la impresión de idealidad no se la percibe nunca como algo puramente ilusorio: “es el documento de una “realidad de la que nos hallamos fuera de alcance””[7]. Tenemos grandes dificultades para enfocar lo cercano o a lo mejor no queremos contemplarlo; los ojos de algunos sujetos retratados miran a otro lado[8], hurtan el apóstrofe de su locura. En las fotografías comprobamos que no lo visto no es solamente algo que fue en el pasado sino que se hace presente la verdad de que es esto, una suerte de “loca verdad”[9] que tiene que ver con el sufrimiento de amor. Es en los resquicios entre la plenitud de la experiencia y la escasez del simbolismo donde nace el deseo; sin duda las fotografías atrapan la ocasión, aquello que nos toca, algo que tuvo lugar una vez y se mantiene para siempre. “Una fotografía –apuntaba con lucidez Susan Sontag- es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías –especialmente de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado irrecuperable- incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden propiciar las fotografías alimenta directamente los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto del amante escondida en la billetera de una mujer casada, el afiche fotográfico de una estrella de rock colgada encima de la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político abrochado en al solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera del auto todos esos usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica: son tentativas de alcanzar otra realidad”[10]. Desde la estupefacción que nos produce el descubrimiento de nuestra imagen en el espejo llegamos a la conmoción de la fotografía que parece que fuera una forma de resurrección[11]: el retrato retiene al ausente[12]. El sujeto del deseo no es el que ve ni el que es visto, sino el que se hace ver. “El sujeto posa como objeto para ser sujeto”[13]. Y, a su vez, toda fotografía es un objeto único pues nos permite la posesión de una persona o cosa querida. Miramos un rostro conocido, incluso el nuestro, y comprobamos que se ha convertido en un espectro[14].
“La emoción que se contiene en una foto viene de la envestida de la memoria. Esto resulta especialmente obvio cuando se trata de una foto de algo que vimos alguna vez. Por ejemplo, la foto de esa casa en la que vivimos un tiempo. La foto de nuestra madre cuando aún era joven”[15]. Contemplo fotografías y surge lo que me hiere o, mejor, eso que me despunta, lo que Barthes llamara punctum[16]; en ellas vemos el envejecimiento de las personas y, por supuesto, de nosotros mismos, aparece un pasado estancado, cobramos conciencia de que la fotografía, que invita al sentimentalismo y la tierna contemplación es “el inventario de la mortalidad”[17]. El mismo Barthes señaló que la fotografía está próxima al Teatro gracias a la mediación singular de la muerte: “la Fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a sí misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la Fotografía excluye toda purificación, toda catarsis”[18]. Pero no se revela únicamente la finitud radical y la implacable erosión del tiempo sino que en la fotografía se produce la desaparición “histórica” del sujeto[19].
Sin duda un artista en el que la memoria funeraria aparece con extraordinaria intensidad es Christian Boltanski que extrae desde la autobiografía posibilidades para generalizar un discurso sobre las tecnologías del yo, las formas de relación con la muerte, esa erosión del tiempo que no es sorda sino que va dejando manifiesta cicatrices. La revisión de la infancia, el trabajo de construcción de la propia identidad, se tornan determinantes: el artista presenta reliquias impersonales en un contexto público. Algunas de las obras más conocidas de este artista son fotografías iluminadas por focos que las vuelven casi irreconocibles: altares en los que no opera tanto un mecanismo de sacralización cuanto un desmontaje antropológico de nuestra necesidad de identificación. Christian Boltanski ha declarado de forma explícita su deseo de ser patético: “quiero hacer llorar a la gente. El arte debe dar emociones. Estoy a favor de un arte que sea sentimental”. Cada semblante está petrificado, convertido en la piel externa de una caja de metal en la que el rigor atmosférico ha obrado "escultóricamente", no se puede determinar si claman por el nombre o se han instalado sin resentimiento en el olvido.
Todas esas personas que “aparecen” en las obras de Boltanski están muertas y no hay voz que pueda expresar el dolor por su pérdida. Los muros de cajas metálicas, contenedores de recuerdos no abiertos, los sudarios, las sábanas cubriendo las acumulaciones como si se tratara de muebles de una casa cerrada, los tablones con imágenes superpuestas son presencias con una mezcla de crudeza y ternura. Boltanski intenta rendir testimonio de la dificultad para articular el sufrimiento en la contemporaneidad. La pulsión de muerte se articula dialécticamente, en un filo paradójico, en un tiempo de precariedad, cuando la secularizacion ha generado tierra baldía. Su obra habla de la memoria dañada, de la muerte abstracta y obscena, del sentimiento de culpa o de las formas de escamoteo de la realidad, exige una proximidad radical, un enfrentamiento personal.
Frente a lo meramente decorativo o la neutralidad del museo, este creador elabora un luto que afecta a la memoria colectiva, que introduce la política de una forma no institucional. Monumentos de lo efímero que es, simultáneamente, aquello a lo que atiende el narrador, el terrible espacio hermético del que se ha sacado, intemporalmente, la potencia para continuar viviendo. El artista va al lugar común, elabora un memorial del luto[20]. Boltanski sabe que el acontecimiento trágico es cósmico, lo que sucede en el drama barroco discurre ante los ojos de los que padecen luto: la historia se despliega como ostentación de la tristeza, ciclo natural. Se podría entender la estética de Boltanski como trauerspiel (drama barroco y juego del luto), entretenimiento para tristes: contemplando el espectáculo del luto profundizan en su ser criaturas deyectas.
Contemplamos una memoria sombría, justo antes de que el olvido se adueñe de todos los semblantes.
Walter Benjamin, en su ensayo sobre Lesskow, caracteriza al narrador como alguien que trae la noticia de la lejanía, tal como se refería al que ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere al confiarse al sedentario. Pero, es la misma experiencia la que nos dice que el arte de la narración está tocando a su fin[21], como si fuera ya imposible intercambiar experiencias, sentarse a gozar de la escucha. Acaso faltan personas capaces de dar consejos, esto es, de transmitir esa sabiduría que está entretejida en los materiales de la vida. El relato se aproxima a su fin porque el aspecto épico de la verdad declina. Cada historia llama a su continuación, obliga al que escucha a retener lo dicho. Cuanto más olvidado de sí está el que escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria.
Sophie Calle realiza obras que, habitualmente, están caracterizadas como relatos. El rasgo determinante de Calle es la explicitación, el morboso placer de las evidencias: lo que los ciegos nombran como bello tiene que ser reproducido, aunque sea para satisfacción de los que ya son capaces de ver. Hay que documentar todas las persecuciones, lo que inquieta tiene que ser exteriorizado, el control de la libido es absoluto, impone la retórica de los acontecimientos, está preocupada por lo que Barthes llamó “el efecto de realidad”[22] que finalmente convierte a la vida en simulacro. En sentido preciso Sophie Calle realiza “novelas breves”. Las narraciones de Sophie Calle afectan a un espectador al que mantienen a distancia, leyendo el aparente desvelamiento de la intimidad. Pero todas esas imágenes de gentes que son invitadas a dormir, espionaje duplicado, persecuciones, intrusismo de la percepción, relatos de obras de arte robadas (memoria de su aura), tumbas de los seres queridos, enterradas a su vez por la acción geológica, son auténtica exterioridad. La materia fundamental para Sophie Calle es la experiencia y la rememoración, lo que surge en los merodeos por la calle, las narraciones que están vinculadas al pasar de las cosas que pasan: es prácticamente su vida lo que la artista pone habitualmente en juego, en un impresionante despliegue de dispositivos hiperreales, o tal vez ya directamente hiperficcionales, emparentados a veces con la idea última de lo que se diría un improbable álbum de fotos y que posiblemente tiene que ver bastante más con el autorretrato que con la autobiografía: el despliegue de toda una teoría de la construcción de las figuras del yo[23]. El otro, la figura del deseo, es también el motor del conflicto. Hay una voluntad de seguir al otro. Donde el yo se narra, allí donde el inconsciente obra, algo queda por hacer: proyectar lo que, aparentemente, no puede verse. El que ignora que lo ven termina por ser la condición para que el voyeur olvide, deliberadamente, su condición[24].
En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que encontrar una literalidad del objeto, contra el sentido y la estética del sentido, es la función subversiva de la imagen, que pasa a ser ella misma literal, es decir, lo que es profundamente: operadora de una desaparición de la realidad[25]. Frente a la ilusión referencialista y cualquier sensación de “proximidad” (aurática o psicótica), la fotografía postmoderna mantiene el mundo a distancia, creando una profundidad de campo artificial que nos protege de la inminencia de los objetos. Sin duda, uno de los ejemplos más claros de ese comportamiento se encuentra en la obra de Thomas Demand que construye, con enorme precisión, lugares y cosas para luego realizar instantáneas de un singular formalismo. Pienso en las magníficas maquetas que realizó a partir del prototipo de sala de exposición que proyectara el arquitecto Albert Speer para la exposición Universal de París del 37, utilizando como material fotográfico de la época.
Demand fija su atención en la lógica de los “no lugares”: oficinas, edificios modernos, interiores vacíos, insisto, de una enorme frialdad, en los que da la sensación de que algo está a punto de suceder. Este artista toma, en muchos casos, como pretextos noticias de la prensa o acontecimientos históricos en lo que sería una especie de arqueología del “lugar común” en la que, finalmente, todo queda descarnado. La lúcida disección que Demand hace de la realidad social como ficción es un primer peldaño en la crítica de una estética-ética de la seducción que, a fin de cuentas, no es otra cosa que impostura. Una de las fotografías de Demand muestra un paisaje frondoso, atravesado por una hermosa luz. El objetivo se ha acercado hasta esa imagen que acaso admita la calificación de “punctum sublime”. Pero resulta que, cuando la contemplamos en detalle, descubrimos que eso es un artificio: todo ha sido construido, lo que creíamos que era naturaleza es, en realidad, un perfecto simulacro. Sin caer en el desánimo ante esa espléndida “mentira” entramos, más allá de epifanía en la espesura, en un dominio fotográfico de elementos de oficina, cajas, tarjetas sin nada escrito, folios, máquinas de fotocopiar sin nadie trabajando, etc. Esta materialización de lo que Baudrillard, parodiando un texto célebre de Barthes, llamara “el grado Xerox de la cultura” es una fascinante revisión del género clásico de la naturaleza muerta. Donde antes estaban los manjares que nadie podría comer ahora se encuentran los elementos del trabajo post-industrial, formas que transmitían la vanidad del mundo. Pero donde antaño anidaba la más poética de las melancolías, hoy se asienta un trozo de papel amarillo, el post-it, esa conciencia (banal: desterrada, ruinosa) de que todo se nos olvida irremediablemente.
Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”[26]. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que solo se recupera en la pérdida[27]. Ahí está lo traumático: lo real está es eso que yace siempre tras el automaton[28]. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”[29]. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir. Acaso el objeto del siglo, el referente moderno, sea, como propone Gérard Wajcman, un campo de ruinas, el lugar de la demolición, allí donde toto está roto en mil pedazos[30] y la memoria es consecuencia del desastre. Con todo, algunos artistas, como los mencionados Boltanski, Sophie Calle o Thomas Demand, intentan ir más allá de unos recuerdos literales para plantear la posibilidad de otras formas de enunciar lo catastrófico, sea desde las sombras alegóricas, los relatos alterados o los simulacros que reconstruyen la “escena del crimen”. Aunque podríamos pensar que vivimos en el país de los lotófagos, también tendríamos que estar prevenidos contra un uso retorizado y, finalmente, banal de aquella “Historia” que acaso sea, tal y como Nietzsche apuntara en su segunda Consideración intempestiva, la fuente de una enfermedad que tiene en el cinismo uno de sus síntomas. Más allá del “delirio conmemorativo”[31] podríamos comenzar a recordar de otra manera. Puede que ciertas operaciones metafóricas-fotográficas, con su temporalidad “memoriosa” nos muestren algunos de los senderos por los que transitar, conscientes que no queremos ni podemos compartir el destino Funes, aquel personaje de Borges que “sabía las formas de las nubes australes del amanecer de mil ochocientos ochenta y dos y podría compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebrancho”[32]. En fin, una memoria que era, literalmente, un “vaciadero de basuras” y un ejercicio que provocaba perplejidad. Nosotros, de verdad, necesitamos otra cosa.
[1] TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas, Madrid: Mondadori, 1988, p. 81.
[2] WORRINGER, W.: Abstracción y naturaleza, México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 135.
[3] SINAGA, Fernando: texto de introducción al seminario Lugares de la memoria, Universidad de Salamanca, 1999.
[4] “Lo que las fotografías intentan prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte integrante de cada imagen de la memoria” (BUCHLOH, Benjamín H.D.: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Barcelona: Llibres de Recerca, MACBA, 1999, p. 147).
[5] TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas, Madrid: Mondadori, 1988, p. 120.
[6] “Precisamente ahí, en la sensación, es donde comienza la dificultad del lenguaje; no es fácil expresar una sensación. [...] Toda sensación, si uno quiere respetar su vivacidad y su acuidad induce a la afasía” (BARTHES, Roland: “No se consigue nunca hablar de lo que se ama” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Barcelona: Paidós, Barcelona, 1987, p. 352). A lo mejor es por eso, porque nos faltan las palabras, por lo que recurrimos a las imágenes. Ese puede ser su inmenso valor.
[7] KRISTEVA, Julia: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Madrid: Fundamentos, 1999, p. 320.
[8] John Berger señala que en los cinco retratos que Géricault pintó en La Salpétrière, los ojos de los retratados miran a otro lado, de soslayo: “No porque estén viendo algo distante o imaginado, sino porque ya se han acostumbrado a evitar todo lo cercano. Lo cercano provoca vértigo porque las explicaciones ofrecidas no lo explican. Con cuánta frecuencia nos encontramos hoy –en los trenes, en los aparcamientos, en las colas de los centros comerciales- con una mirada semejante, una mirada que se niega a enfocar lo cercano” (BERGER, John: “Un hombre desgreñado” en El tamaño de una bolsa, Madrid: Taurus, 2004, p. 187).
[9] “Este sería el “destino” de la Fotografía: haciéndome creer (es verdad: ¿una vez de cuántas?) que he encontrado la “verdadera fotografía total”, realiza la inaudita confusión de la realidad (“Esto ha sido”) con la verdad (“¡Es esto!”), se convierte al mismo tiempo en constativa y en exclamativa; lleva la efigie hasta ese punto de locura en que el afecto (el amor, la compasión, el duelo, el ímpetu, el deseo) es la garantía del ser. La Fotografía, en efecto, se acerca entonces a la locura, alcanza la “loca verdad”” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 192).
[10] SONTAG, Susan: Sobre la fotografía, Barcelona: Edhasa, 1981, p. 26.
[11] “La Fotografía no rememora el pasado [...]. El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido. [...] la Fotografía tiene que ver con la resurrección: ¿no podemos acaso decir de ella lo mismo que los bizantinos decían de la imagen de Cristo impresa en el Sudario de Turín, que no estaba hecha por la mano del hombre, acheiropoietos?” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 145).
[12] “La ausencia asumida como ocasión del acto de figurar, como razón del retrato. La escenografía que da cuerpo a su invención es el dispositivo sentimental: la imagen es la retención del ausente, de aquel que va a marcharse “al extranjero”” (BAILLY, Jean-Cristophe: La llamada muda. Los retratos de El Fayum, Madrid, Akal, 2001, p. 106).
[13] OWENS, Craig: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, p. 212.
[14] “Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento más sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 46).
[15] BERGER, John: “¿Cuán veloz se puede ir?” en Siempre bienvenidos, Madrid: Huerga & Fierro, 2004, p. 244.
[16] Cfr. BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 65.
[17] SONTAG, Susan: Sobre la fotografía, Barcelona: Edhasa, 1981, p. 80.
[18] BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 157.
[19] Cfr. al respecto DURAND, Regis: El tiempo de la imagen. Ensayo sobre las condiciones de una historia de las formas fotográficas, Salamanca: Universidad de Salamanca, 1999, p. 71.
[20] “Con la fingida ingenuidad (o sentimentalismo) del memorialista, Boltanski imitó las masacres en serie de la II Guerra Mundial. La ficción autobiográfica trascendió una mitología personal excesivamente estrecha e ilustró las relaciones ambiguas entre el archivo y la destrucción, la memoria y la negación. En 1947, en el prólogo al libro de Natalie Sarraute Portrait d´un Inconnu, Sartre imaginó un tipo de redención de la soledad individual a través del “lugar común”: “Esta bella palabra tiene varios significados: designa sin duda los pensamientos más trillados, pero lo cierto es que estos pensamientos han devenido un lugar de encuentro para la comunidad. En ellos todo el mundo se reconoce a sí mismo y reconoce a los demás. El lugar común es de todo el mundo y mío; está en mí y pertenece a todo el mundo; es la presencia de todo el mundo en mí. Es, en esencia, la generalidad. Para apropiármelo, debo realizar un acto, un acto por el que despoje de mi particularidad a fin de adherirme a lo general, de convertirme en generalidad. No sólo para parecerme a todo el mundo, sino para ser precisamente la encarnación de todo el mundo. Por este acto eminentemente social de asociación me identifico con todos los demás seres en la indistinción de lo universal”. A partir de Boltanski, ha sido imposible creer en esta constitución paradójica de la comunidad, esta permanencia de lo universal, aun cuando centenares de fotógrafos estadounidenses parecen todavía aferrarse a esta creencia” (CHEVRIER, Jean-Francois/ LINGWOOD, James: “Otra objetividad” en RIBALTA, Jorge (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, pp. 254-255).
[21] Cfr. BENJAMIN, Walter: “El narrador” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, p. 112.
[22] Cfr. BARTHES, Roland: “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabras y la escritura, Barcelona: Paidós, 1987.
[23] “Una incierta teoría del personaje –implícita de algún modo en las autobiografías y en los autorretratos- nos lleva a pensar en la posibilidad de construcción no ya de un personaje sino, casi, de la persona misma, como si la artista, a partir de experiencias y faltas, construyese una imagen pública de sí misma a partir de sus necesidades e intenciones, es decir, como si construyese su propia biografía a través de los dispositivos artísticos que están a su alcance, e invirtiendo no tanto los términos del hecho como el orden de los acontecimientos: intrusa de su propia intimidad, reveladora de sus propios secretos, Sophie Calle se expone a sí misma como s fuera otra persona que no tuviese nada que ver con ella: “mecanismos de construcción del yo en conexión con algo previo (un modelo, un polo de identificación, un yo anterior)”” (CLOT, Manel: “Figuras de la identidad” en Sophie Calle. Relatos, Madrid: Fundación “la Caixa”, 1996, p. 20).
[24] “Situación ferozmente dispersa, donde se mantiene a toda costa la doble negación sin la cual no habría historia: lo visto ignora que lo ven (para que no lo ignorara, haría falta que comenzara a ser un poco sujeto), y su ignorancia permite que el voyeur se ignore como voyeur” (METZ, Christian: El significante imaginario. Psicoanálisis y cine, Barcelona: Paidós, 2001, p. 98).
[25] Cfr. BAUDRILLARD, Jean: “La Fotografía o La Escritura de la luz: Literalidad de la imagen” en El intercambio imposible, Madrid: Cátedra, 2000, p. 142.
[26] BARTHES, Roland: La cámara lúcida, Barcelona: Paidós, 1990, p. 31.
[27] “Un objeto, no es algo tan simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, incluso, como Freud nos lo recuerda, no se conquista nunca sin haber sido previamente perdido. Un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad” (LACAN, Jacques: “Ensayo de una lógica de caucho” en La Relación de Objeto. El Seminario 4, Barcelona: Paidós, 1994, pp. 373-374).
[28] Cfr. LACAN, Jacques: “Tyche y Automaton” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Buenos Aires: Paidós, 1987, pp. 62-63.
[29] KRAUSS, Rosalind: “Fotografía y abstracción” en RIBALTA, Jorge (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, p. 232.
[30] “Todo en su lugar. Los restos de los objetos y de los cuerpos y el lugar de estos cuerpos y de estos objetos: es eso lo que importaba. La ruina y el lugar –sin lo cual nada tiene lugar. Nada tuvo lugar sino el lugar. Allí dondo se encontraba encerrada la totalidad de la memoria y de su arte. La memoria que marcha en el tiempo es, primeramente, asunto de lugar. Haber tenido lugar es tener un lugar. Rotura de cristales, fractura de vajillas, alimentos esparcidos. Desastrosa naturaleza muerta este nacimiento del ars memoriae –tal vez el género pictórico de la naturaleza muerta nació también lejanamente de eso” (WAJCMAN, Gérard: El objeto del siglo, Buenos Aires: Amorrortu, 2001, p. 16).
[31] TODOROV, Tzvetan: Los abusos de la memoria, Barcelona: Paidós, 2008, pp. 86-87.
[32] BORGES, Jorge Luis: “Funes el memorioso” en Ficciones, Madrid: Alianza, 1971, p. 128.

1 comentario:

  1. He encontrado con gran alivio otro sitio donde poder leerte..
    Pero debo confesarte que me ha dolido el cierre de tu otro blog Fernando.
    Era un blog valiente sin duda, un espacio de reflexión y critica, abierto y sin pelos en la lengua..donde uno podía enterarse de multitud de tramas veladas..
    gracias Fernando por ese ejercicio tan incorrecto con el que me has divertido durante mucho tiempo..
    Cuando te sientas con ganas de abrir otro, una gran muchedumbre te esperaremos con los brazos abiertos...sin duda

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