martes, 19 de mayo de 2009



Poética del fracaso y política de los autores.


Fernando Castro Flórez.

La Nouvelle Vague fue un fracaso total. Recibieron premios, acapararon subvenciones a la sombra de Malraux, fueron incluso llevados a hombros por Cocteau pero naufragaron en la cripta sudorosa del cinéfilo. Acudieron a la cita con el uniforme impecable del marginal que, en realidad, camufla su condición de epígono y obsesivo homenajeador. Supieron sacar partido de las reglas del juego, esto es, transformaron los abucheos lanzados contra Jean Renoir en 1939 en un programa, aparentemente transgresor, que veinte años después tendría un blindaje teórico impenetrable. Las casualidades adquieren, a veces, el tono de lo oracular: el 11 de noviembre de 1958 comienza el rodaje de Los cuatrocientos golpes con el mazazo de la muerte de André Bazin, el infatigable defensor del realismo ontológico cinematográfico. François Truffaut elabora el luto por su mentor en un film que transmite una nostalgia de la infancia como prehistoria “delictiva” del agitador. Desde el texto beligerante “Sobre una cierta tendencia del cine francés”, publicado necesariamente en Cahiers du cinéma (1954), hasta la angustia de las influencias que denota “la política de los autores”, va tomando cuerpo una tendencia estratégica o, mejor, se establece una fascinante “puesta en escena”. La revelación del Viaggio in Italia de Rosellini propiciará la formulación de una estética que en el fondo es un ejercicio obsesivo del arte del autorretrato. La película sobre la infancia maltratada de Truffaut no es otra cosa que un intento de sublimar su pasado y, a pesar de toda su crudeza, lo que pone en primer término es la astucia y una fábula de heroísmo inverosímil. La atronadora ovación que cierra la proyección de Los cuatrocientos golpes, el 4 de mayo de 1959 en el Palacio de Festivales de Cannes, es, en cierta medida, el acta fundacional de la Nouvelle Vague. En apenas tres años casi ciento setenta películas apelaron a ese vago descriptor, imponiendo tanto lo provocador cuando lo anodino, lo meditativo y aquello que conduce al aburrimiento abismal.
“Hay que hablar como si se estuviera citando la verdad”, dice Marina Vlady en el comienzo de Deux ou trois choses de Godard, citando a su vez a Brecht: “Los actores deben hablar mediante citas”. Al final de la escapada lo que resta son la historias del cine. La atonalidad y el anarquismo, incluso el maoísmo delirante, no eran otra cosa que una defensa de la lectura o, para ser más preciso, de la écriture que, como ha subrayado Christian Metz, es lo fascinante. Truffaut da en blanco cuando adapta Fahrenheit 451, el relato de Bradbury en el que presenta una sociedad totalitaria que quiere erradicar la lectura en beneficio del embrutecimiento audiovisual. Lo malo es que esos “hombres libres” que vagan por los bosques recitando las obras que aprendieron de memoria tienen todos los rasgos de la melancolía e incluso de la locura. Godard pregunta por qué el cine no podría consistir simplemente en filmar a gente leyendo buenos libros. A pesar de las recomendaciones bibliográficas lo común es viajar en el sopor de la autoayuda o en la agitación del best-seller. La misma Nouvelle Vage desbarra hacia la interpretosis, adora lo burlesco y despliega la máxima gesticulación. Recordemos la teatralización del sí mismo en Pierrot el loco y el manierismo de la subjetividad en Hiroshima mon amour de Alain Resnais.
“Es imposible dejar de ver que en el cine está a punto de ocurrir algo”. Está es la primera frase del breve ensayo “Nacimiento de una nueva vanguardia: la “Cámera-stylo”” de Alexandre Astruc, publicado en L`Écran Français en 1948. Los jóvenes directores-escritores atrincherados en Cahiers du cinéma re-encontrarán, a medidos de los años cincuenta, en esas meditaciones la idea del cine como un medio de expresión y un proceso reflexivo; esta toma de conciencia es, en verdad, un repliegue conceptual. Sin duda, ha sido Godard, con su método narrativo de fragmentación/collage, quien con más intensidad ha combinado el análisis procesual con el atascamiento emocional. Tengamos presente lo que Deleuze definió como el “método del entre” de Jean-Luc Godard que conjura todo cine del Uno: moverse entre afectos, acciones, percepciones, imágenes visuales y efectos sonoros, haciendo que se vea lo indiscernible, es decir, la frontera. En sus películas no se retorna tanto a la mítica infancia cuanto a una adolescencia entregada a la búsqueda, tal y como aparece en boca de Natasha al final de Alphaville, de “palabras que no conozco”. Si, por un lado, es difícil tener confianza en que lo visual sea el lugar de la verdad, lo cierto que necesitamos de eso que es justo una imagen. Acaso tenga razón Deleuze cuando sugiere que no somos nosotros los que hacemos cine, es el mundo lo que se nos aparece como un mal film.
De Banda aparte al “no hay banda” de Mullholand Drive, el guión del mundo ha ido tornándose espectaral y, al mismo tiempo, repugnantemente Real. Pasolini todavía quería jugar con una realidad que se ríe de sí misma, nosotros hemos heredado una ironía fósil. Aquellos personajes “gravemente afectados” de la Nouvelle Vague están, en su verbosidad y hastío, en las antípodas de la subjetividad histérica en la época del imperial-reality-show. Antoine de Baecque considera que de la “política de los autores” no queda nada precisamente porque ha conseguido una victoria pírrica. El cine es, en todos los sentidos, la fachada, la coartada y el pantano de la Cultura. De la idiotez (traumática y familiar, exhibicionista y desoladora) del Dogma 95 hasta el documental parvulario, del kitsch insoportable almodovariano al porno-miserabilismo de Slumdog Millionaire, se asiste a un retorno patético de aquella ola cinéfila que monumentaliza lo “subjetivo” para, cínicamente, compartir la ceguera frente a un mundo en demolición. Lo malo es que sólo podemos confiar en un “héroe” que parodia su antigua suciedad: Clint Eastwood (el rey Lear, gruñón y blasfemo) que se sacrifica para que, literalmente, un “atontao” conduzca su fetichizado Gran Torino. Nos hemos llevado demasiados golpes desde aquella “vaga novedad” (la broma made in Godard) para aceptar que la escapada final sería el sacrificio. Truffaut estableció, en un comentario sobre La Tour de Nesle de Abel Gance, que tener éxito es fracasar: “todas las grandes películas de la historia del cine son películas fracasadas”. Puede que aquellos críticos de los Cahiers que, airadamente, tomaron la cámara y propiciaron el reconocimiento del cine como arte fueran no tanto los poetas de una infancia y una adolescencia que ansiaba otra realidad cuanto los notarios de un siglo desquiciado. Una atmósfera de ansiedad y tristeza acecha a esos “hombres rebeldes”. El cine es la confirmación de que, en sueños, hemos atravesado el paraíso. Ese es el final de las histoire(s): la cruda constatación de que hemos sido expulsados. Un hermoso fracaso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario