domingo, 3 de mayo de 2009



[Crítica de la exposición de Juan José Gómez Molina, publicada en ABCD Las Artes y Las Letras]


Nubes que pasan a través de los sueños.

Juan José Gómez Molina. “Rituales de paso”.
Galería Metta. C/ Villanueva, 36. Madrid.



Fernando Castro Flórez.

Tanizaki apunto, en su hermoso libro El elogio de la sombra, que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros, producido por la superposición de distintas sustancias: “Así como una piedra fosforescente colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a la luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra”. La pintura de Juan José Gómez Molina, tristemente fallecido cuando estaba en plena madurez, recorre el espacio donde sombra y luz, tierra y nubes parece que entran a formar parte de la temporalidad del sueño. Sus paisajes, tan extremadamente concretos cuanto cromáticamente abstractos, intentan resistir cuando el nihilismo ha propiciado el eclipse completo tanto de la narración cuanto del simbolismo. El esplendor crepuscular es el signo característico de la obra de Juan José Gómez Molina; el arte funciona como catalizador de impulsos o, mejor de pulsiones, intentado atravesar el desierto (campo de sombras) de la melancolía. Hay una resistencia frente al abismo aunque se acepte que la existencia es necesariamente desconsuelo, en una clave cercana al romanticismo. Los cuadros de Gómez Molina se ajustan al instante poético, tal y como lo caracterizara Bachelard: conmueve, prueba (invita y consuela), es sorprendente y familiar. En el sentimiento fronterizo de la pintura están juntos lo trágico, lo informe y el paisaje interior.
La reconstrucción del paisaje que realiza Gómez Molina surge desde una combinación de libertad y de fidelidad al territorio, así como de una voluntad simbólica, en esa determinación de que es en lo simbólico es donde el arte conecta con la historia. En sus paisajes obsesivos aparecen sombras, nubes, rastros de fuego, indicaciones de amanecer o sugerencias del crepúsculo, tejiendo una narración sutil en la que la dialéctica de luz y penumbra es excepcional. El monte y el vértigo, la cueva y la intimidad, los jardines y la experiencia de la serenidad, modulaciones de una singular levedad de la mirada, en la que lo sublime acaba plegado en una dicción que tiene algo de metafísico. Conviene tener presente que estos “paisajes imaginarios” surgen desde una fidelidad a un territorio, a ese Carcelén que no le abandonó a Juan José Gómez Molina jamás, unido a accidentes orográficos, como la Peña Negra y la Peña Blanca, lugares extraños, elementos de la cartografía de un finis terrae. Si, por un lado, esos cuadros transmiten un tono melancólico y una especie de poesía de los últimos instantes, también es manifiesto que remiten a las promesas de la infancia, a los consejos amasados en el fuego del tiempo.
Juan José Gómez Molina encontró tanto en la pintura como en la fotografía (recuerdo su serie antropológica de Carcelén o las visiones de las mesas de la Casa de Campo) posibilidades para fijar procesos temporales, agotar tipologías e insistir en el retorno de la memoria. Javier Utray, otro amigo y maestro recientemente desaparecido, señaló que Gómez Molina se debate en una nostalgia de la huella como sistema general de contactos físicos “con las cosas y las personas que nos rodean y huyen de nosotros; la huella como el acta notarial de una prosemia”. El recorrido de este pintor no es el contemporáneo nomadismo sino un persistir en las emociones primordiales, una búsqueda de la lucidez que le obliga a atravesar la mayor de las soledades, aquella oscuridad que es signo de lo moderno. Para Juan José Gómez Molina que el espacio es la huella sucesiva de otros espacios, de otras relaciones del pintor con ellos: “Ruskin valoraba por ello (dentro de la tradición romántica) el rastro que dejaba la vivencia personal, de una elección frente al sistema, pero ésta sólo es posible cuando se puede definir frente a él, la individualidad se afirma siempre ante el límite”. La minuciosidad de Gómez Molina responde al interés por plantear el problema de la imposibilidad de la representación de la realidad óptica; aunque la desolación y la temporalidad detenida, las sombras de las nubes, la mirada que se cobija en lo más profundo de la cueva para ver esa luminosidad exterior que tiene algo de promesa, la poética de la lejanía acaben por componer un paisaje de una potencia visual extraordinaria.
Miguel Copón apuntó, con enorme lucidez, que lo que hace Gómez Molina es “recuperar los nuevos problemas de siempre”: dar forma, pensar el color, recuperar la tonalidad. Y, además, esa evocación del placer de la mirada no lleva a lo rígido sino que nos eleva, literalmente, por encima de las nubes. Había visto casi todos los cuadros que ahora se exponen en la galería Metta en el estudio que este artista tenía en la madrileña Plaza del Dos de Mayo, salvo unos pocos, verdaderamente maravillosos, en los que desde ese espacio del vuelo angélico vemos ríos que parecen derramarse en un delta. Para este hombre que escudriñó el cielo, la tierra no era otra cosa que el ámbito propicio para que lo misterioso pudiera darse. Supo dibujar la carne de sus obsesiones, delicadas y fugitivas como los sueños, memorables como todo aquello que, a pesar de la tragedia y de la muerte, es esencial.





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