lunes, 13 de abril de 2009

Faux-tographie y otros placeres del fake.


Fernando Castro Flórez.



Es manifiesta la ambigüedad de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil sabe si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica. Los radicalismos terminan por confesar su estructura paródica, la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula. Como Thomas Lawson sugirió, en “Última salida: la pintura”[1], buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académica. Junto a la fetichización, compulsiva, del documento (simultánea a la mixtificación de la procesualidad) va cobrando una importancia inusual la parodia. Conviene tener presente que es imposible representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. Si en la parodia hay una relación de deseo y ambivalencia, en la proliferación de los estilos plagiarios no aparece más que un patético anhelo de notoriedad, una urgencia por conseguir, a toda costa, la fama, por precaria que esta sea, asumiendo, una ironía, en sí misma desgastada, que, finalmente, funciona como una coartada[2]. A lo mejor se trata de producir lecturas escrupulosamente falsas, de llevar hasta el límite extremo el juego, vale decir, de tomar “en serio” nuestro arte de la colusión. Las estéticas desencantadas con el vanguardismo, las estrategias “alegóricas” de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento y acaso cancelación de la historia. Esas estrategias de rivalidad mimética que pudo ser un mero camuflaje del poder que se “obviaba”. Las refotografías de Sherry Levine (siguiendo, entre otros, a Walker Evans), las actualizaciones de Elaine Sturtevant (cuando utiliza material cedido por Warhol para hacer unas flowers), las versiones o mejor remedos de los cuadros de mujeres de Picasso que hace Mike Bidlo, revelan una sintomatología duchampiana, al mismo tiempo que establecen, con enorme lucidez, el zeitgeist post-estructuralista. La idea de Barthes de la cultura como una palimpsesto infinito, las meditaciones foucaultianas sobre la muerte del autor o la diseminación nomadológica tematizada por Deleuze y Guattari planean junto a una aguda certeza de que el destino o, en términos de Baudrillard, la estrategia fatal implica la proliferación de los simulacros. La cultura de la “apropiación” no a producido, como piensan algunos interpretes, un cuestionamiento de la firma, antes al contrario, esta ha multiplicado su fuerza y respeto notarial. Thomas Crow habló del grado preciso de originalidad residual requerido para poner en acción, con toda su eficiencia, la economía del arte. En cierta medida, los críticos ingeniosos encontraron el tipo de manipulación de signos que les convenía, los trucos y parodias que daban juego para la “interpretosis”.
El artista actual está condenado a copiarse a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes. Entre los ejemplos que Nicolas Bourriaud da de post-producción en el arte contemporáneo se encuentran el video Fresh Acconci (1995) de Mike Kelley y Paul MacCarthey en el que hacen que actores profesionales interpreten las performances de Vito Acconci, One revolution per minute (1996) de Rikrit Tiravanija en la que incorpora piezas de Oliver Mosset, Allan McCollum y Ken Lum, Pierre Huyghe proyecta un film de Gordon Matta-Clark, Conical intersect, en los mismos lugares de su rodaje o Jorge Pardo que manipula en sus instalaciones piezas de Alvar Aalto, Arne Jakobsen o Isamu Noguchi[3]. Se utiliza lo dado en una estrategia semejante a la del sampler: el artista es un remixador. Hay que darle un valor positivo al remake sin, por ello, caer en el alejandrinismo cool. Somos, no cabe duda, los herederos glaciales de un relativismo de los valores, podríamos convertir en divisa museal aquella observación de Braco Dimitrijevic de que vista desde la luna, la distancia entre el Louvre y el Zoo es escasa. Este artista acentuó la fricción entre lo aurático y lo banal en la serie Tripthychos Post Historicus donde combinaba una obra maestra, un objeto corriente y una verdura o pieza fruta. El literalismo formal era, ciertamente, la manifestación de la honda fascinación o, acaso, del hechizo del Museo sobre el imaginario contemporáneo. El citacionismo, la complicidad, el ludismo cultural funcionan como algo más que un escamoteo, son una forma de encriptamiento ante lo que llamaré, de forma imprecisa, “falta de magia”. Asistimos, en todos los sentidos, al triunfo de la fantasmagoría[4]. Gracias a photoshop podemos acabar con la obsesión referencial. Todos podemos salir junto a las Spice Girls[5] o Zinedine Zidane. En una genealogía precipitada no sería tan importante el collage picasiano sino el montaje pseudo-documental de El triunfo de la voluntad en el que Lenni Riefensthal establece una completa estética de la propaganda gigantomáquica. Para los que ya no podemos escribir sino con las herramientas del corta y pega no es necesario hacer un Master en Deconstrucción: todo está sometido a la lógica del reciclaje, somos bricoleurs más o menos patéticos.
Si Cheryl Berstein elogiaba, en su ensayo “Fake as more”[6] escrito a principios de los años setenta, las réplicas que Hank Herron había realizado de obras de Frank Stella, Nick Stove, con mayor sagacidad aún, renunció, tras una complicada trifulca con Roselee Goldberg, a su práctica instaladora y performativa para realizar un erudito estudio sobre Orson Welles que podemos tomar como una meta-crítica de una época de un manierismo inquietante. No se trataba de acabar con la máxima, proferida precisamente por Stella, de “lo que ves es lo que ves”, enredándose en una mezcla de revelación del fetichismo y situacionismo descafeinado, sino de radicalizar los trucos, entregarse, con lucidez, al ilusionismo: Stove citaba, sin oscurantismos, F for Fake, el retrato del artista como prestidigitador de Orson Welles. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. “Soy un charlatán –afirma Welles en su memorable film- Solía ser un mago y aún trabajo en ello”. Pero no debemos dejarnos engañar tan fácilmente, incluso el mago deconstructor, Houdini el maestro de la fuga, es un actor que interpreta el papel de un mago. En “Palimpsest”, un ensayo aún no traducido de Marcia Tucker, encontré una sorprendente comparación entre el magistral director de Citizen Kane y el que ella llama “el perverso Abellaneda (sic)”. Es significativo que en la compilación Art After Modernism: Rethinking Representation, realizada por Brian Wallis y publicada por el New Museum que en ese momento dirigía precisamente Tucker, el primero de los textos con el que nos enfrentamos sea “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges[7]. En ese fascinante “relato” se expone el raro caso de un escritor que trescientos años después de Cervantes intentó producir una páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y un fragmento del capítulo veintidós. “Menard (acaso sin quererlo) –escribe Borges- ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Por su parte, Harold Bloom apunta que la segunda parte de las aventuras quijotescas “fue espoleada por la falsa continuación de Don Quijote escrita por un tal Avellaneda”[8]. La verdad, “cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (sagaces palabras de Menard tras los pasos del ejemplo cervantino), es que Avellaneda es el origen de todo lo que nos pasa. Nuestras crueles y ridículas andanzas, no menos raras que aquellas de un lector manchego, están dispuestas para la parodia, son “tenues avisos espirituales” de un naufragio imponente. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”. Acaso una de las tareas del arte sería encontrar un lugar en el que es siempre otro el que habla[9].
Tenemos que volver, gozosamente, al “fraudulento” retrato del artista como prestidigitador que Orson Welles montó en F for Fake, tomando como punto de partida el documental dirigido por Francois Reichenbach y Richard Drewett titulado Elmyr. The True Picture?, realizado para la BBC y basado en la singular figura de Elmyr D´Hory, reputado falsificador de obras de arte pictórico y afincado en aquellos años en Ibiza[10]. “Fui a ver –declara Orson Welles- a Reichenbach y le dije: ¿Puedo utilizar sus planos? Fuimos a ver al montador, un montador brillante, y encontramos todo lo que él había rechazado; es decir, que lo que yo no rodé, lo cogí de la papelera”. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. El gordo charlatán confiesa que principalmente trabaja como un mago; observamos una llave “que no simboliza nada”, el director advierte que “todo lo que está en la película es puro truco” e incluso se atreve a poner en boca de Houdini una frase extraordinaria: “un mago es nada más que un actor que interpreta el papel de un mago”. Tanto el director de cine como el mago hacen creer. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”. Hay que manipular las imágenes que están ahí para que surja lo extraordinario. El maestro del bricolage fílmico termina por reconocer que la cuestión de la autoría es algo que carece de importancia. Jordi Costa y Álex Mendíbil han insertado, con enorme lucidez, en su fantástica muestra sobre el plagio[11] una serie de cuadros de Elmyr, el falsificador que en la película de marras aparece quemando, uno tras otros, los dibujos en los que “homenajea” a los maestros. Resulta que era una especie de modesto pirómano, un buen hombre que acaso se dejaba llevar por el narcisismo, superando, por ejemplo, a Modigliani aunque acaso todos los nombres tendrían que escribirse entre comillas. Nada más entrar en el laberinto lúdico del plagiarismo escuchamos una voz recitando un fragmento de “Pierre Menard, autor del Quijote” de Borges. Sería difícil encontrar mejor referencia para adentrarse en la cultura de la copia, el apropiacionismo o lo que en el texto literario se denomina “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Desde el pseudo-Quijote de Avellaneda al remake de la película El exorcista asistimos al triunfo de la doblez, al despliegue de las astucias que permiten que de lo mismo surja lo diferente, aunque sea a partir, como pensara Deleuze, del retablo de la estupidez[12]. Los hombres tenemos una tendencia innata a la copia, no sólo manifiesta en las “chuletas” tan necesarias en los exámenes, sino incluso fijada en el código genético, trazada en el ADN. “La cultura –apuntan Jordi Costa y Álex Mendíbil- creada por unos seres que aprenden fotocopiando información de una neurona a otra y que, a su vez, llevan incorporado el eco genético de las generaciones precedentes tenía que funcionar, necesariamente, a partir de mecanismos de duplicación”[13]. Aprendemos por medio de patrones de imitación, citamos o acudimos a la cita para no caer, valga la parodia heideggeriana, en la nada anonadante. Todo viene, como no podía ser de otro modo, de las bacterias; Lluís Guiu toma de Margulis la idea de las comunidades bacterianas como una red de intercambio genético a escala planetaria que ha persistido durante miles de millones de años, una especie de Internet paralelo al nuestro y acaso más eficaz[14].
Aunque, si no nos remontamos a lo microscópico y a ese momento en el que las cosas se acatarran, tendríamos que situar al Pop como cimiento irónico de nuestras tendencias compulsivas copionas. Más que acabar la historia del arte en las cajas de estropajos Brillo, sería a partir del escaparatismo warholiano cuando comenzaría el vértigo de la apropiación, la historia metalingüística, el repliegue definitivo. Del tiempo real y aburrido, de la Factoría plateada y del neo-tancredismo surge el cuestionamiento de lo nuevo y original, la voluntad del artista de apañárselas con lo que pueda, esto es, la estrategia del bricoleur. Si unos trabajan con los restos, en un reciclaje manierista, otros prefieren desparramar su “pensamiento digital” en los weblogs. En la arqueología el arte caníbal[15] y corsario que esboza plagiarismos cabe desde Avellaneda a los apócrifos de Sherlock Holmes, la neocueva de Altamira, las canciones folk de Woody Guthrie y el remake Robbie Williams, las flashmobs como el “Pásalo” del 13-M o la película Rose Hobart (1936) de Joseph Cornell en la que se apropiaba, en un particular desmontaje, de East of Borneo un film que había realizado cinco años antes Melford. Hillel Schwartz señaló en su libro crucial La Cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos que el plagiarismo, como el déjà vu es “inevitable, recurrente, irreprimible”[16]. De la misma forma que el lienzo o la página jamás están en blanco, la imaginación vaga entre fragmentos y huellas que a veces piensa que son las propias o que vienen de ninguna parte. Tal vez sea cierto que los mentirosos y los plagiarios puedan llevarnos hacia una vida en compañía de los demás, apartándonos de la desesperación de lo unitario. Hoy, por lo menos, saber repetir lo excepcional es un signo de que no se ha cedido a la completa epidemia de la tontería[17].
Resulta que el plagiario tiene un carácter amoroso y fiel, no es el iconoclasta ni el resentido, sino alguien que intenta ajustar, como buenamente puede, la “angustia de las influencias”. Con todo, cuesta aceptar que, como dice Rodrigo Fresán, “los plagiarios plagian por amor al arte y sólo desean que sus productos sean entendidos como invenciones”[18]. El copión suele ser el vanidoso, ese mediocre que intenta ocultar la fuente de la que no solamente ha bebido sino que, con maldad inexplicable, ha dinamitado. El plagio es también vírico, prolifera por doquier, no parece tener vacuna conocida. Basta haber conseguido unos pocos aplausos y unas palmaditas en la espalda haciendo el “mono” para que resulte imposible retornar a otra cosa que no sea el truco y la disimulación. Cuando Costa y Mendíbil hablan del “plagio creativo” están refiriéndose a todas las formas de collage expandido, desde el schatch al sampleado, la emergencia del artista como un post-productor, un sofisticado re-mixador. Podríamos hacer una completa apología del traidor-traductor, de los que convierten las versiones en diversiones, de aquellos que entregados al reciclaje no terminan por quedar atrapados en lo que llamaríamos un “imaginario del micro-ondas”. John Oswald tiene toda la razón del mundo cuando señala que un disco puede ser tocado como una tabla de lavar[19]. No otra cosa quería decir Duchamp al animar a usar un Rembrandt como una tabla para planchar. Somos los herederos del ready-made-ayudado aunque en vez de “pasar a la acción” lo hayamos metido todo en urnas y estemos preocupados manteniendo la temperatura constante. Si ahora aceptamos que el plagio es cultura también habíamos guardado silencio, por si las moscas, ante la manifestación de Bergamín de que lo que no es tradición es plagio. La glaciación ya está aquí (lo noté esta mañana cuando al tararear “Qué sabe nadie, etc.” creí que me lo había inventado yo), el triunfo del homo sampler es incuestionable[20]. El modelo del verdadero artista es el don nadie que se convierte en todo el mundo. Tengo que confesar que he copiado esa frase, como otras muchas que ahora no quiero recordar. “¿Quizás -dice Welles- el nombre de alguien no importe tanto?”. Por si acaso, antes de que las bacterias lo copien todo, voy a firmar estas divagaciones.


----------------
[1] Cfr. Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Brian Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 153-164.
[2] Cfr. Judith Butler: “El marxismo y lo meramente cultural” en New Left Review, n° 2, Mayo, 2000, Ed. Akal, Madrid, p. 110.
[3] Cfr. Nicolas Bourriaud: Post-producción. La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004, p. 9.
[4] “La fantasmagoría no sólo es el arte de hacer hablar al fantasma. Por la compleja relación que establece entre la ilusión y la realidad, entre el deseo de ver o de saber y las lagunas de un universo narrativo, cuyas perspectivas contradictorias se sobreponen sin ajustarse, en que las identificaciones tranquilizadoras nos eluden, la fantasmagoría toca las raíces mismas del fantasma. Expresa su evanescencia y el descentramiento, frustrando la mirada en el momento mismo en que la fantasmagoría la llenaba, y constituye así el medio por excelencia de ese vaivén alrededor de los límites, de esa confusión de las pistas y los puntos de apoyo que lleva al lector a afrontar su propia verdad en forma de enigma que no debe tener respuesta” (Max Milner: La fantasmagoría, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, pp. 205-206).
[5] Las nuevas tecnologías cibernéticas permiten, en un instante, insertar a un sujeto (a ti mismo) entre las demenciales chicas picantes que no cantaban especialmente bien. Joan Fontcuberta ha meditado y puesto en práctica esta cuestión de la fotografía como documento falsificado o contravisión. Así retoma un juego de palabras de Godard, cuando sustituye photographie por faux-tographie, para señalar que hoy lo real se funde con la ficción, devolviendo lo ilusorio y lo prodigioso “a las tramas de lo simbólico que suelen ser a la postre las verdaderas calderas conde se cuece la interpretación de nuestra experiencia, esto es, la producción de la realidad” (Joan Fontcuberta: “La escritura de las apariencias” en El beso de Judas. Fotografía y verdad, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1997, p. 185).
[6] Cheryl Bernstein es un personaje “ficticio” que aparece como una joven crítica de Nueva York, que, según la presentan en Gregory Battcock Idea Art (Nueva York, 1973) habría estudiado en la universidad de Hofstra y conseguido el doctorado en Hunter. Cfr. Thomas Crow: “El retorno de Hank Herron” en Anna María Guasch (ed.): Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, pp. 105-115.
[7] El texto Pierre Menard, autor del Quijote de Borges está, como indico, recogido en Brian Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 3-10.
[8] Harold Bloom: ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Ed. Taurus, Madrid, 2005, p. 86.
[9] “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla” (Ricardo Piglia: Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 37).
[10] Cfr. sobre esta fascinante película Santos Zunzunegui: “Retrato del artista como prestidigitador” en Orson Welles, Ed. Cátedra, Madrid, 2005, pp. 87-104.
[11] Plagiarismo, La Casa Encendida, Madrid, 2005.
[12] “Tal vez el objeto más alto del arte sea hacer funcionar a la vez todas las repeticiones, con su diferencia de naturaleza y de ritmo, su desplazamiento y su disfraz respectivos, su divergencia y su descentramiento, solapándolas unas con otras, y, de una en una, envolverlas en ilusiones cuyo “efecto” varía en cada caso. El arte no imita, sino que, ante todo, repite, y repite todas las repeticiones, debido a una potencia interior (la imitación es una copia, pero el arte es simulacro, invierte las copias convirtiéndolas en simulacros). Incluso la repetición más mecánica, la más cotidiana, la más habitual, la más estereotipada, encuentra su lugar en la obra de arte, quedando siempre desplazada con respecto a otras repeticiones, y a condición de que se sepa extraer de ella una diferencia para las otras repeticiones. Pues no hay otro problema estético que el de la inserción del arte en la vida cotidiana. Cuanto más estandarizada aparece nuestra vida cotidiana, cuanto más estereotipada, sometida a una reproducción acelerada de objetos de consumo, más debe el arte apegarse a ella y arrancarle la pequeña diferencia que actúa en otra parte y simultáneamente entre otros niveles de repetición, e incluso hace resonar los dos extremos de las series habituales de consumo con las series instintivas de destrucción y de muerte, juntando así el retablo de la crueldad con el de la imbecilidad, descubriendo bajo el consumo el castañeteo de la mandíbula hebefrénica, y bajo las mas despreciables destrucciones de la guerra, nuevos procesos de consumo, reproducción estéticamente las ilusiones y mistíficaciones que configuran la esencia real de esta civilización, para que al fin la Diferencia se exprese, con una fuerza a la vez repetitiva por la cólera, capaz de introducir la extraña selección, aunque no sea más que una contradicción por aquí o por allá, es decir, una libertad para el fin de un mundo” (Gilles Deleuze: Diferencia y repetición, Ed. Jucar, Madrid, 1988, pp. 460-461).
[13] Jordi Costa y Álex Mendíbil: “Introducción” en Plagiarismo, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 3.
[14] Cfr. Lluís Guiu: “Copiar y ser copiado. Una perspectiva evolutiva del plagio” en Plagiarismo, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 7.
[15] Para los contemporáneos cada vez que escribamos la palabra “caníbal” no podrá, durante bastante tiempo, abandonarnos la sombra del caníbal alemán, Armin Meiwes que mató y se comió a Bernd Jürgen una “víctima” a la que había contactado por Internet. La cosa fue, tal como quedo documentado, realmente terrible: ambos, caníbal y sujeto canibalizado, consumieron, mano a mano, el pene de este último, por cierto tostado hasta el extremo de ser “incomestible”. Cfr. al respecto Óscar Calavia: “El caníbal alemán” en Revista de Occidente, n° 275, Abril 2004, pp. 105-119.
[16] “Por muy extraordinario que parezca, lo déja vu se ha convertido en nuestra regla de lugar, tiempo y verdad. En una sociedad llena de letreros y cartas postales, de “repeticiones” y de “re-episodios”, el experimentar un sentido de la familiaridad sin contexto es sorprendentemente común. Nuestra rememoración de cosas presentes es inducida por anuncios y sonidos, mantenidos en su lugar por los videoclips. Lo déja vu nos acerca (“¿No te he visto antes en algún sitio?”), nos da una segunda oportunidad (“Es el antiguo X, renovado y mejorado”), confirma el reconocimiento de nosotros mismos (“ahora siento como si lo hubiera sabido siempre”). Sus desplazamientos y repeticiones nos llevan de la represión a la seguridad de la revelación y de la redención” (Hillel Schwartz: La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Ed. Cátedra, Madrid, 1998, p. 306).
[17] En el cine el fenómeno del remake es realmente importante. Por ejemplo, Gus Van Sant vuelve a filmar Psicosis, plano a plano, conservando el título original Psycho. Cfr. al respecto Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: Pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Ed. Anagrama, Barcelona, 2009, pp. 128-129.
[18] Rodrigo Fresán: “Apuntes para una teoría del espejo negro” en Plagiarismos, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 21.
[19] Cfr. John Oswald: “Mejorando El Original” en Plagiarismos, Ed. La Casa Encendida, Madrid, 2005, p. 32.
[20] Cfr. Eloy Fernández Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona, 2008.

No hay comentarios:

Publicar un comentario