domingo, 19 de abril de 2009

El medio es el mensaje

Fernando Jiménez.

Lo que ha hecho Susy Gómez es una operación que produce cierto desconcierto tras una primera mirada, pero se esclarece al reflexionarse tanto sobre el dispositivo que lo ha posibilitado (un encargo del CAC-Málaga) y sobre el mensaje que esconde, lánguidamente afterpop. El gran espacio blanco que se encuentra en medio del CAC- Málaga se asemeja al centro de un gran laberinto, al corazón de un ámbito purificado que la institución no se ha encargado de señalizar ni de arropar con paratextos que puedan orientar la mirada del espectador que casualmente pueda llegar hasta allí, sobre todo si se reparara en que la videoperformance A Licinia Gómez se presenta en una sala adyacente a la que tampoco se accede con facilidad, pero cuyo sonido invade la exposición, incrementando el desasosiego del visitante, no se sabe si de manera intencionada.

Susy Gómez ha llenado con El timón de mis almas con una serie de 18 fotografías que casi se imprimen en el espacio en blanco cedido como si fuera una hoja en blanco sobre la que hay que inscribir algún mensaje personal. Se trata de portadas de la revista Vogue apoyadas en la pared, a punto de ser colgadas o descolgadas, en una situación transitoria que remite a lo efímero de las publicaciones de contenido más bien banal que podemos encontrarnos descuidadamente colocadas en los no lugares, en espacios de espera o de tránsito (el dentista, el aeropuerto). Estas imágenes, perfectamente intercambiables y prescindibles cuando son portadas, son caras anónimas que no son menos irreconocibles cuando acaban siendo anuladas por las intenciones de la artista.

La serie de portadas no son variaciones puramente figurativas a lo Warhol de una especie de madonas contemporáneas, diosas de la moda y la belleza ideal de los mass media: están tachadas, anuladas; el vacío ha empezado a invadirlas componiendo una especie de vanitas de lo efímero de los dos grandes soportes del imaginario del capitalismo tardío en el que vivimos: la moda y la imagen reproducida infinitamente, en la línea irónica de la autora, que parece advertir del acecho de lo siniestro sobre el reinado de lo instantáneo y lo banal de la sociedad líquida que nos atosiga o nos fascina, según el caso.

Estos iconos se sitúan por tanto entre lo figurativo y lo abstracto, entre la pared y el espacio que ocupa el espectador (de hecho, el gran formato de las obras y su disposición aparentemente descuidada tiene cierto tono monumental y puede recordar incluso a la disposición de piezas en un museo antiguo o a las ruinas de una excavación arqueológica): entre la pintura y la instalación, por tanto. Esta indecisión provoca cierta incomodidad tras la aparente familiaridad de los retratos, que no acaba de ser reconocibles, de esos “sin título” que parecen aleatoriamente numerados. Estas referencias a lo liminal, la serialidad de la propuesta o la presencia de los medios de comunicación de masas permiten hacer referencia a aquellas propuestas de Zygmunt Bauman sobre el arte líquido de la contemporaneidad, es decir, aquel cuya propuesta se agota en el mismo momento en el que se consume, dejando paso a la siguiente exposición con la misma indiferencia con la que leemos en diagonal un artículo de Vogue mientras esperamos coger el tren para ver cualquier exposición, qué más da. Una de Susy Gómez, por ejemplo.

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