lunes, 20 de abril de 2009

Cuelgo a continuación el texto que ha servido como base para las tres primeras sesiones del Master que estoy dando en la Facultad de Ciencias de la Información. Son unas notas sobre Arte y Medios de Comunicación. Básicas pero acaso interesantes para alguien.



MEDIOS DE COMUNICACIÓN.

Arte a prueba de pirómanos.

Fernando Castro Flórez.





Comentando la obra de Antoni Tàpies ha subrayado Donald Kuspit que la tarea del arte no consiste en crear una forma articulada, sino en reinventar lo amorfo, puesto que es el único camino de individuación, por paradójico que parezca: "en definitiva, la tarea moderna del arte es sustentar lo impulsivo y amorfo -núcleo duro de la actividad creativa- como signo de identidad personal frente a formas producidas colectivamente, representaciones irreductibles, significados respetables y articulación estandarizada, todo ello intrínsecamente inauténtico, aunque socialmente necesario"[1]. Con todo, en una sociedad de lo amorfo y ridículo administrado en dosis "electrónicas", resulta difícil saber si el destino de la pintura, ese arte que se remonta a la necesidad de abrigarse del abismo (cueva, arañazo o mano, vestido y tatuaje, ventana o paisaje del mundo), es otro que el de la disolución absoluta o su reducción a espacio ante el que detener, momentáneamente, lo que se ha denominado percepción distraída. En la cultura de la mediación, en la que impera una lógica paradójica que abre distancias absolutas con lo real, en ese vértigo fascinante de lo virtual (amenazada a su vez por lo vírico o los piratas de las redes informáticas), el cuadro parecería un anacronismo: un lujo de detalles detenidos, un espacio que se legitima a sí mismo, algo vertical frente a lo que los sujetos guardan silencio.
Arthur Danto ha señalado oportunamente que es necesario distinguir entre el fin de la historia del arte y la muerte de la pintura, basándose esta última en imperativos supuestamente derivados de una lógica incontrovertible de la historia; pero cuando los "grandes relatos" se han abismado no existe la posibilidad de establecer ese curso (de la razón desplegándose en la contingencia histórica) al que lo real obedecería ciegamente: "si la historia ha terminado, ya no hay más imperativos de esta clase. Liberados de las cargas de la historia, los artistas no tienen más carga que su propia autonomía"[2]. Esto no quiere decir que los creadores produzcan ex nihilo, aunque su tiempo sea marcadamente nihilista, ni que se sustraigan a los procesos canónicos, en boga actualmente en la discusión literaria, las presiones de las "tendencias" o sencillamente las exigencias del mercado. Las pinturas, escribe Marlene Dumas, son intrínsecamente lentas: "Uno tiene que hacer un cuadro. El cuadro es lo que es gracias a ese producto a través del cual ha sido hecho. El pensamiento artístico se psicopatizó cuando llegó a estar dominado por la obsesión de "lo nuevo". En un mundo donde la velocidad es poder, el mundo del arte se ha llegado a avergonzar de la pintura. Los cuadros pueden parecer un lugar apropiado para que los niños más débiles jueguen al escondite; pero a medida que la fotografía va perdiendo su brillo y convirtiéndose en imágenes del periódico de ayer, las pinturas de ayer todavía nos sonríen"[3]. Esa capacidad de la pintura para resistir al tiempo, incluso para ganar fuerza con las huellas que éste deja sobre ella, la convierte en una particular "trinchera" para resistir a la lógica de los no lugares que impone nuestra sociedad del espectáculo.
En 1949, la revista Life dedicó a Pollock un reportaje de tres páginas, dos de ellas en color con el siguiente titular: "Jackson Pollock. ¿Es el más grande pintor vivo de los Estados Unidos?". Ese sujeto al que se denominaba también Jack el destilador estaba descrito por el autorizado crítico Clement Greenberg como un sujeto que "sigue firme en su trabajo" sin hacer declaraciones, sabiendo, como informaba la teoría que "todo arte profundamente original parece feo al principio". Pero aquellas telas manchadas caóticamente no tenían una aceptación tan sencilla, por más que se estuviera dispuesto a recibir una flagelación visual. Pronto aparecieron artistas capaces de pasar sin resentimiento de la danza de los bohemios a la consumación del mercado, al aplauso fláccido. Rauschenberg, no mucho después, se dedicó a hacer declaraciones a las revistas especializadas en las que sostenía que ser un artista no se diferenciaba en nada, desde el punto de vista espiritual, de ser descargador de muelles, archivero o cualquier otra cosa, y expuso obras como la compuesta por tres botellas de Coca-Cola coronadas por unas alas de águila. Según Alloway aquella acometida del pop-art estaba más allá del realismo o de la abstracción, puesto que su íntimo sentido era ser esencialmente un arte acerca de signos y sistemas de signos. El arte, los cuadros, se habían desquiciado, el imperio de los medios de comunicación de masas envolvería, de forma terrible, este éxito sin precedentes.
La noticia del fin del arte se ha difundido por todas partes, los sepultureros actúan a plena luz del día, con el asentimiento generalizado: las esquelas se publican a diario. Pero puede que la muerte del arte no sea otra cosa finalmente, que el declive de un modo de hacer del hombre, "de la misma forma que han terminado las mitologías, la alquimia, el feudalismo, la artesanía, igualmente puede terminar el arte"[4]. Pero, por todas partes vemos obras de arte, inauguraciones a ritmo vertiginoso, catálogos inmensos, reproducciones por doquier, por tanto si se certifica su defunción, debemos hablar también de una reencarnación, un renacimiento de la actividad artística. "En su reencarnación se presenta bajo un apariencia también renovada: los medios de comunicación le han usurpado muchas de sus antiguas competencias, la religión ha perdido su poder y no recurre a él como vehículo de propaganda, el mundo ha cambiado en un siglo más que en mil años. El arte nuevo aparece como símbolo de estatus social, como actividad para el ocio ciudadano y hasta como el mismísimo sustituto de la espiritualidad religiosa"[5].
A tenor del espacio que dedican los medios de comunicación el arte es un experiencia esencial, un conjunto de acontecimientos sin los que difícilmente podríamos entendernos nosotros mismos. Sin embargo, cuando se atiende a aquello que interesa particularmente, incluso de forma obsesiva, a los periódicos, cadenas televisivas o emisoras radiofónicas del mundo del arte, esa ceremonia de la aceptación se resquebraja. Es preciso conservar la sección cultural siempre y cuando se tengan oportunidades para hablar de lo que verdaderamente llama la atención: poco importa que sea un cuadro vendido por sumas increíbles de dólares, que el Guernica emprenda uno de los frecuentes "viajes" en medio de los gestos de repulsa de los entendidos o que un loro levante las iras de los ecologistas. A fin de cuentas puede que todo sea una tomadura de pelo y, por ello, más vale prestar atención a los aspectos anecdóticos para no quedar en entredicho por haber concedido demasiada importancia a las obras de arte. Aquello que el sentido común massmediático considera digno de ser convertido en noticia tiene que ser, necesariamente, escandaloso, aunque esta cualidad se revele de una forma tangencial. No hay nada que obligue a sacar El paso de la laguna Estigia en el telediario a no ser que algún demente decida arrojar sobre el cuadro de Patinir ácido o que por algún azar caiga sobre la cabeza de un bedel o turista despistado matándole al instante. Los sucesos trágicos o los raptos de ira son escasos entre las paredes de los museos o en las galerías de arte, si excluimos la accidentada o mortecina existencia de los burócratas (nombramientos, ceses, intrigas) encargados de mantener esas instancias en su glacial temperatura. También se ha vuelto inusual la violencia o el suicidio entre los artistas, preocupados, en todo, caso por la más sórdida supervivencia. El precio se coloca ahora en el centro de nuestra capacidad estética, estamos indudablemente enamorados de la valoración económica, el proceso del arte no es otra cosa que potlatch, destrucción ritual de los bienes, acaso algo risible, un entretenimiento para los que les sobra todo.
La teoría se encuentra sometida también a una mezcla de exaltación y menosprecio. Entre el dogmatismo y la publicidad, los comentarios se disuelven en un maremagnun que Steiner ha llamado cultura de la postpalabra. James Gardner señala que en los números de febrero de 1993 de las revistas Art in America, Artforum y Flash Art, tres de las publicaciones más destacadas dentro del terreno del arte contemporáneo, aparecían 108 críticas, de las cuales 101 eran favorables, 4 eran regulares y 3 eran desfavorables. Resulta sorprendente este asentimiento casi total a lo que segregan los creadores de nuestro tiempo, como si la escritura no fuera otra cosa que publicidad. El objeto ansioso ha conseguido la mayor y más patética de las neutralidades. Estamos en el tiempo del cumplimiento de aquella crítica que Wolfe lanzara en su polémico libro La palabra pintada: la crítica no se limitaba a preceder al arte, puesto que había comenzado a suplantarlo. Sin embargo, si se atiende a la estructura del texto, a la mediación realizada, se advierte que lo que el discurso crítico difunde y repite incansablemente es un vacío, como si necesitara mantener intocable su particular ejercicio del poder. "Aunque hoy haya más publicaciones sobre arte de las que nunca antes habían existido, la crítica existe para llenar los espacios entre las ilustraciones, que en sí mismas existen para llenar los espacios entre los anuncios. Los propios artículos son poco más que anuncios de las galerías, que los pagan indirectamente por medio de un acuerdo tácito de que la adquisición de espacio para anunciar aumentará las posibilidades de que se escriba sobre ellas. Por su parte, los autores de esos artículos a menudo son los mismos críticos que escriben los textos de los catálogos, que raramente se leen y más bien no se leen en absoluto, de las exposiciones de las mismas galerías, un conflicto de intereses que no parece molestar a nadie"[6]. Hay una sensación extendida de déjà vu, como si todos se encontraran de vuelta, con significativas arrugas de renuncia. Donde se puede saber todo, no hay donde ir a esconderse. Los medios de comunicación de masas informan de todo aquello que está listo para ser impreso. Ningún periodo de la historia moderna ha visto a tantos artistas ocupándose de tantos tipos de cultura popular. Surgía una nueva generación de artistas a principios de los años ochenta, como pudo advertirse en la exposición del MOMA High and Low (1991), que consideraba que la alta cultura estaba espiritual y políticamente muerta, un cadáver elitista que sólo se podría revivir dándole unas sacudidas con medios de comunicación de masas, kitsch y arte popular.
Si el arte plantea el enigma del cuerpo, el enigma de la técnica plantea las paradojas del arte. Se ha indicado, en numerosas ocasiones, que con la fotografía asistimos al fin de una determinada manera de comprender y practicar el arte, puesto que desde ahí las tecnologías de la representación comienzan a arrastrarse, de forma instrumental, hacia los medios de comunicación (o de una forma más cruda: propaganda) y comienza lo que Paul Virilio ha llamado una estética de la desaparición nacida de unos límites sin precedentes impuestos a la visión subjetiva por el desdoblamiento de los modos de percepción y de re-presentación. La experiencia característica de la vida metropolitana está marcada por el signo de la desposesión, no únicamente en la forma de algo que no se nos concede sino como la certeza de que aún en lo más definido falta algo o incluso hay un suplemento que exhibe obscenamente su desajuste. Nos situamos en un sistema de decepción generalizado, cuando proliferan las redes autoprogramadas y de repetibilidad infinita, capaces de producir una suerte de catarata de éxtasis sucesivos, destinados a enfriar la intensidad de la mirada o, acaso, dispuestas para sustituir nuestra consciente percepción por el acatamiento mecánico a las prótesis de visión. Podríamos pensar, en un primer momento, que la estrategia escenográfica ha sustituido a cualquier otra posible experiencia. En la era de la serialización de la experiencia perceptiva puede ser quimérico recordar la intención de Benjamin de emplear, en el análisis de la obra de arte sometida a las condiciones de la reproducción técnica, conceptos inútiles para los fines del fascismo, esto es, que permitan resistirse a las estéticas de las empatía y la plenitud que ocultan ese escamoteo de la realidad al que ha conducido el proceso civilizatorio. "Incluso en la representación mejor acabada -escribe Benjamin- falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su exigencia irrepetible en el lugar que se encuentra"[7]. Lo que se ha perdido es la autenticidad, esa relación con el origen que establecía una autoridad. El desmoronamiento del aura es un eclipse de la distancia; por un lado, el deseo de proximidad se cumple, en otro sentido, esa reproducción técnica libera a la obra de arte de su existencia parasitaria en un ritual. Surge, así, una cercanía liberadora de una fusión extrema anterior que, paradójicamente, en su decurso histórico se había convertido en una parodia de intensidad o en una huella del poseedor absolutamente decorativa. Como acertadamente ha señalado Gianni Vattimo, lo crucial del ensayo de Benjamin es afirmar que el fracaso de la tradición, ese proceso de secularización del mensaje transmitido (el desmantelamiento de su lugar) y las nuevas condiciones de reproducción y goce artístico que se dan en la sociedad de los mass-media, modifican de modo substancial la esencia del arte, en el sentido de que en lugar del ritual aparece la praxis política como fundamento.
Vivimos, desde hace siglo y medio, con la fotografía y su éxito no ha supuesto que el objeto artístico pierda su valor, sino al contrario, éste se ha incrementado notablemente. El argumento de Benjamin, según alguno de sus críticos, tiene el mismo sentido que decir que con la llegada del cine y la televisión deban dejar de existir el teatro y hasta los propios actores, cuyas entidades vivas, físicas, deben dejar de ser objeto del aprecio de todos. "De hacer algo, la capacidad para reproducir un objeto un millón de veces ha hecho que el original parezca más sagrado que nunca. La emoción de estar delante de la propia Mona Lisa, viéndola quizá a través de un objetivo de una cámara fotográfica, con muchos flashes relampagueando alrededor, es muy parecida a la emoción de encontrarse con alguien famoso de verdad, anteriormente conocido de segunda mano, pero con el que ahora uno se encara en carne y hueso"[8]. Es este aura del objeto auténtico, nada más y nada menos, lo que constituye el fundamento del mundo del arte, transformado en un mercado de autógrafos, masivo y glorificado.
Hace tiempo que se ha preparado la automatización de la percepción o, mejor, la industrialización de la visión, con una decadencia de lo pleno y actual en un mundo de transparencia y virtualidad donde la representación cede poco a poco sitio a una auténtica presentación pública. El mismo Virilio ha establecido, esquemáticamente, una logística de la imagen y de las eras de su propagación: en primer lugar estaría la lógica formal de la imagen (pintura, grabado y arquitectura) clausurada en el siglo XVIII, después surge, con la fotografía, la lógica dialéctica, para llegarse, por último, a la lógica paradójica de la imagen, que es la que se inicia con el invento de la videografía, la holografía y la infografía, en un agotamiento de la lógica de la representación pública. En este tránsito de la realidad de la representación pictórica a la actualidad de lo foto-cinemático, hay una preparación de lo virtual: "la paradoja lógica es en definitiva la de esta imagen en un tiempo real que domina la cosa representada, ese tiempo que la lleva al espacio real. Esta virtualidad que domina la actualidad, que trastorna la misma noción de realidad. De ahí esta crisis de las representaciones públicas tradicionales (gráficas, fotográficas, cinematográficas...) en favor de una representación, de una presencia paradójica, telepresencia a distancia del objeto o del ser que suple su misma existencia, aquí y ahora"[9].
Ciertamente el modo de difusión de las imágenes por las reproducciones ha desmaterializado en gran medida a la escultura, ha desencarnado a la pintura e incluso a la fotografía. Álbumes, catálogos y libros de arte separan formas y colores de sus soportes, de sus vistas, de su entorno, a la vez que eliminan el espesor, las proporciones reales y los valores táctiles. El imaginario contemporáneo recompone la tabla de las semejanzas y las similitudes, la obra de arte se convierte en una unidad abstracta, integrable sin dificultad en los canales de comunicación masiva. El objeto singular al ser multiplicado pasa a ser un signo, en la edad de lo interactivo las imágenes o las figuras se transforman en ideogramas. Con todo, el medio propone y el talento dispone. Algunos teóricos piensan que nuestro ojo ignora cada vez más la carne del mundo: lee grafismos en vez de ver cosas. "De la misma manera que con las reproducciones de síntesis, la dependencia de la industria respecto de las materias primas disminuye cada día, así disminuye la dependencia de nuestras imágenes respecto de la realidad exterior. Por eso nuestra idolatría-bis recupera la magia, pero ya despojada de lo trágico (ahí estaría la vuelta de espiral)"[10]. Surge toda una suerte de narcisismo tecnológico en el cual lo visual se comunica aunque sólo tiene deseo de sí mismo. Efectivamente, los mass-media cada vez hablan más de los mass-media. Las páginas de comunicación, las exclusivas, las batallas entre canales de televisión y periódicos, la frontera de las audiencias invisibles, marcan toda una suerte de vértigo del espejo. Las mediaciones se abisman en su propia mediación, hasta borrar ese espacio vacío que hasta ahora había estructurado como un remordimiento nuestra mente y al que llamábamos lo "real".
También el arte sufrió un particular proceso de plegamiento, desde el pop hasta el más reciente contextualismo. José Jiménez ha señalado que el pop art es el registro más intenso de la consolidación de un sistema cultural de comunicación masiva y articulado como totalidad: "la investigación formalista o las temáticas comprometidas y rupturistas son sustituidas por la reproducción en el arte y los procedimientos expresivos de la nueva cultura. Se produce una fuerte transitividad entre medios de comunicación de masas, publicidad, diseño industrial y arte"[11]. El pop se caracteriza por las acumulaciones de varios lenguajes, por la oposición y la alteración de las imágenes con respecto a su contexto, por el uso de la parodia, por la supresión de los elementos representados, por las condensaciones, fragmentación, seriación y repetición y por la tendencia a omisiones totales del sujeto. La postura del pop nunca es crítica en sentido estricto frente a la sociedad, en general presenta el orden existente en las sociedades del capitalismo tardío sin excesivo entusiasmo. Una mirada no enjuiciadora que transformó las viejas maneras de mirar y de enjuiciar. No es un ismo (nunca pudo decirse popismo como se dijo futurismo, surrealismo o expresionismo), ni siquiera otra vanguardia, fue precisamente la liquidación de los ismos y de las vanguardias modernistas. "Torpe... nostálgico, el Pop Art se servía como una guarnición de implicaciones literarias que debían añadirse a la escena de amor o a lo que es lo que el cuadro representara. De principio a fin, consistía en una irónica, nostálgica, literaturizada afirmación de la banalidad, del vacío, de la idiotez, de la vulgaridad y de todos los demás rasgos por el estilo que adornan a la cultura americana; y si algún artista decía "pues eso es precisamente lo que me gusta de ella", como Warhol dijo con cierta frecuencia, era sólo para que la ironía resultara más profunda, más viva"[12]. Desde las fotografías de las estrellas de la cultura popular, hasta los comics o una hamburguesa, sirvieron como pre-textos para crear una nueva sensibilidad.
Robert Morris afirmó que la vida de los artistas está limitada dentro de la represiva estructura del mundo del arte por un triángulo de hierro que forman los museos, las galerías y los medios de comunicación. Desde la poética de los objetos específicos comienzan una serie de comportamientos o, mejor, actitudes que se convierten en formas que intentan subvertir los medios de comunicación de masas, ya sea haciendo uso de la parodia o de una estética de la destrucción, dentro de la cual algunos creadores fluxus son determinantes. Una de las performances más espectaculares de Chris Burden, verdadero intento desesperado de plantar resistencia, es TV Hijack: el 14 de enero de 1972 ataca con un cuchillo a la presentadora del Canal 3 de Cablevisión de Irvine, California, mientras estaba haciéndole una entrevista, como "demostración de un ataque a la televisión", sometiendo a amenaza de muerte a la aterrorizada locutora intenta forzar que ese acontecimiento sea emitido en directo, cosa que no consigue; al final de la grabación pide la cinta y la destroza ante su propio cámara que lo ha grabado todo, como documento, en video. Quedan de ese violento ataque algunas reliquias, entre ellas el cuchillo terrorista, cuerpo del delito, donado por el artista al Newport Art Museum. Burden adquirió en 1976 un espacio de publicidad de treinta segundos en una cadena de televisión, durante Saturday Night Live, en el cual él mismo hacía destellar entre una confusa secuencia de nombres el suyo: Leonardo da Vinci, Miguel Angel, Rembrandt, Van Gogh, Picasso y Chris Burden. En los años ochenta el cortocircuito de los sistemas de publicaciones fluxus, el gesto de empuñar una cámara de súper 8 como si fuera una pistola, fueron sustituidos por comportamientos que se apropiaban de la retórica de los medios de comunicación. Una creadora como Jenny Holzer ha desarrollado todo su trabajo empleando los mecanismos de los medios de comunicación de masas y, especialmente las consignas de la propaganda y la publicidad: en el aeropuerto de Las Vegas, en la cinta de equipaje, podía leerse "El dinero crea el gusto", mientras en el panel luminoso del hotel Caesar´s Palace escribió "La falta de dinero puede ser fatal", en Picadilly Circus un letrero luminoso desgranaba las palabras "Disfrute de la amabilidad porque siempre es posible la crueldad después" y en el marcador electrónico del estadio de béisbol Candlestick Park de San Francisco situó una frase que seguramente desconcertó a muy pocos fanáticos del deporte: "Uno debe tener una gran pasión". Cindy Sherman, en su serie de Fotos fijas, recrea el ambiente de algunas películas de Holliwood, desentraña de la "toma épica" su momento menos pasional, mientras Barbara Kruger recurre a las consignas, renunciando a cualquier clase de disculpa, politizando el comportamiento estético. En una dirección opuesta, Jeff Koons aspira, antes que nada, a reproducir sus imágenes en las revistas, creadas ya en esos formatos, dispuestas de acuerdo con los criterios de las fotomecánicas. La ironía es el medio y la banalidad el fin del arte de Koons. Poco importa que se entregue a acrobacias sexuales con su mujer Cicciolina, puesto que lo que mantiene su fiebre alta es el vértigo de los media. La búsqueda del límite de la visión, esa necesidad de nuevas formas de la conmoción encuentra en Witkin uno de sus más importantes valedores; como epílogo a uno de sus libros de fotografías presentó una petición de nuevos modelos: "Una lista parcial de mis intereses: prodigios físicos de todas clases, subnormales, enanos, gigantes, jorobados, transexuales antes de operarse, mujeres barbudas, contorsionistas (eróticos), gente que vive como héroes de tebeo, sátiros, mellizos unidos por la cabeza. Hermafroditas. Seres de otros planetas. Cualquiera que tenga los estigmas de Cristo. Cualquiera que pretenda que es Dios. Dios". Orlan realiza sus performances para conseguir transformar su rostro en modelo de clasicismo, pensando desde el principio en su difusión mediática. Ningún esfuerzo es suficiente para garantizar la repercusión de los productos que el creador, obsesivamente, prepara.
En su ensayo programático "Arte después de la filosofía", Kosuth había considerado que la viabilidad del arte, en una época en que la filosofía tradicional se ha vuelto irreal, depende de su decisión de no cumplir un servicio de distracción o decoración. El horizonte del desaliento está ahí incluso para el que intenta comprender la tarea del arte como tensión en el seno de la propia definición. El arte conceptual no está ajeno al final de los grandes relatos que algunos teóricos, como Lyotard o Trimarco, consideran distintivos del advenimiento de la postmodernidad; el sueño de la historia como progreso infinito, el fundamento como unidad de sentido, la comprensión de la razón como plenitud y del poder como sujeto quedan diseminados en una red microfísica, en la urgencia de la racionalidad local o, para ser más precisos, cuando el disenso se activa. El artista conceptual es, más que un filólogo o alguien entregado a la metateoría, un antropólogo involucrado y un historiador. Es un tipo de comportamiento plástico que se resiste al eclipse del significado, recorre las formas del malestar de la cultura que Freud comprendiera como descentramiento de las estructuras. La torsión gramatical que realiza el arte conceptual es, propiamente, cierto tipo de ready-made por negación, desfetichización del proceder duchampiano. Opción entre dos posibilidades: la resistencia a la desidentificación o un resituar esta celebración como parte del proceso. El arte que nos corresponde es bricolage, confluencia de elementos de la cultura de masas, narraciones e incluso máscaras del "original". La actividad del artista como antropólogo es intrasocial y, por ello, no puede ampararse en la estética de la sorpresa sino que tiene que localizarse en la saturación de los códigos. El arte conceptual genera una intensa actividad sobre el contexto. Conviene recordar de nuevo las consideraciones de Benjamin cuando sostiene que la función del arte se ha invertido, del valor cultual a la dinámica política. La celebración ritualizada de lo auténtico, con su arte aurático, se ha convertido en el bautismo de lo inauténtico. El contexto gramatical es una forma de la prosodia que trabaja en el sentido de una crítica cultural: "sin la gramática social que ofrecía la cultura, la puntuación comienza con el arte"[13]. Pero cuando el contexto es el de la simulación resulta difícil presentar las ficciones del arte como antídoto, puesto que, al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de la referencia: "mientras que la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como simulacro"[14]. La cultura de masas desplegaría una especie de atmósfera de fatalidad, atrapando al pensamiento en un mundo jerárquicamente escenificado.
Umberto Eco caracterizó adecuadamente el maniqueísmo de la polémica entre los apocalípticos y los integrados ante la cultura de masas. El primero consuela al lector, porque le advierte, en medio de la catástrofe, que, por lo menos, hay esperanza al existir una serie de hombres que son capaces de elevarse por encima de la banalidad; acariciando el concepto fetiche de la "industria cultural" mantiene la utopía de unas experiencias e intensidades que a él le estarían reservadas, frente a ese inmundo dominio de la masa que rechaza con todas sus fuerzas. Los apocalípticos consideran que el peor testimonio en favor de una obra de arte es el entusiasmo con que la masa acaba recibiéndola. Los integrados cantan sin rubor las virtudes, en sí mismas incuestionables, de la multiplicación, considerando absurdo que se tenga que legitimar aquello que es propiamente el horizonte que tenemos. Marshall McLuhan es el mejor ejemplo de teórico integrado, defensor de la comprensión de los medios de comunicación como prolongaciones de la sensibilidad humana. A lo largo de la historia, según el autor de Guerra y paz en la aldea global, se han franqueado tres etapas distintas: una primera tribal y oral en la que no hay desequilibrio entre los sentidos, una segunda en la que el descubrimiento de la escritura impone el predominio del sentido de la vista y con él los productos del pensamiento lineal (el Estado centralizado, las armas modernas, la escisión entre razón y sentimiento, etc.) y una tercera fase dominada por la electrónica en la que se retorna al tribalismo y a una especie de aldea global sostenida por los medios de comunicación. Los propios medios de comunicación se diferencias en calientes (radio, cine o fotografía) y fríos (televisión, teléfono, comics); mientras los primeros ofrecen los mensajes cerrados, plenos de información, los segundos obligan a participar sensorialmente y estimulan la actividad mental del espectador. La época actual, con la televisión como medio hegemónico, sería la de la participación espontánea, la de una suerte de etapa de comunicación universal colectiva. El error de los apologistas de la cultura de masas estriba en creer que la multiplicación de los productos industriales es de por sí buena, según una bondad tomada del mercado libre, y que no debe ser sometida a crítica y a nuevas orientaciones, mientras que el error de los apocalíptico-aristocráticos consiste en pensar que la cultura de masas es radicalmente mala precisamente porque es un hecho industrial y que hoy es posible proporcionar cultura que se sustraiga al condicionamiento industrial. "Los problemas están mal planteados desde el momento en que se formulan del siguiente modo: "¿Es bueno o malo que exista la cultura de masas?" (Entre otras razones porque la pregunta supone cierta desconfianza reaccionaria ante la ascensión de las masas, y quiere poner en duda la validez del progreso tecnológico, del sufragio universal, de la educación extendida hasta las clases subalternas, etc.) El problema, por el contrario, es: "Desde el momento en que la presente situación de una sociedad industrial convierte en ineliminable aquel tipo de relación comunicativa conocida como conjunto de los medios de masa, ¿qué acción cultural es posible para hacer que estos medios de masa puedan ser vehículos de valores culturales?""[15].
Matar el tiempo se ha vuelto, aparentemente fácil, en la sociedad de la televisión planetaria, cuando el horizonte reconocible es una superficie en la que nada se detiene, aunque todo, extrañamente, parezca repetirse. La televisión catequiza, dirigiéndonos hacia el deber ver lo que cuenta, impone el primer plano, la verdad de unos rostros que acaban siendo "familiares". Debray ha señalado que la videosfera proscribe la duración, no se asusta al ver las imágenes en las emisiones perseguirse las unas a las otras, pues a sus ojos sólo el instante es real. Los medios de comunicación de masas han remplazado el dogmatismo de la verdad por el despotismo de la expresividad: lo que importa es que haya un rostro o una voz desgarrada, la gran panacea de la espontaneidad. "Al ficcionar lo real y materializar nuestras ficciones, tendiendo a confundir drama y docudrama, accidente real y reality show, la televisión pasa una vez más de la tesis a la antítesis, "de la ventana abierta al mundo" al "muro de imágenes", de la música al ruido y viceversa. Y esta imprevisible oscilación es tal vez su verdad última. Factor de certidumbre e incertidumbre, summum de transparencia y colmo de ceguera, fabulosa máquina de informar y desinformar, es en la naturaleza de esa máquina de ver donde se hace bascular a sus operadores de la mayor credibilidad al mayor descrédito en un instante, como a nosotros, los telespectadores, del arrobamiento al hastío"[16]. La televisión se asienta sobre un espléndido "teorema óptico de existencia": lo que es, es, aquello que no es visualizable no existe. Pero surge la sospecha de que cuando todo se ve nada tiene valor[17]; la indiferencia ante las diferencias crece con la reducción de lo válido a lo visible. "Una videosfera omnipresente tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado"[18]. Con todo, para eliminar la asfixia y la angustia, en ocasiones, se da juego a espacios "exteriores o invisibles", como la poesía, la escritura, la hipótesis o el sueño.
Virilio ha meditado sobre la transformación del sistema penitenciario al introducir televisores en las celdas, como una ampliación del panóptico de Bentham. En esta prolongación imaginaria del espacio de los reclusos, se les condena a tener siempre visible la codicia: "Así lo expresa un preso interrogado sobre estos cambios: "La televisión hace la cárcel más dura. Se ve todo lo que se carece, todo a lo que no se tiene derecho". Esta nueva situación no concierne únicamente al encarcelamiento catódico, sino igualmente a la empresa, a la urbanización postindustrial"[19]. Todos los sujetos tienen un escaparate electrónico, megalópolis mediáticas que poseen el poder de reunir a distancia a los individuos, en torno a modelos de opinión o de comportamiento. No hay nadie que no sea testigo de todo lo que sucede: esta es la estrategia de la disuasión, de las contramedidas electrónicas. "La verdad ya no enmascarada, sino abolida, es la de la imagen real, la de la imagen del espacio real del objeto, del aparato observado, una imagen televisada "en directo" o, más exactamente, en tiempo real"[20]. La disuasión es una figura mayor de la desinformación o, más exactamente, de la decepción. Es fácil advertir que las noticias de la cultura o, más concretamente, de las artes plásticas, que interesan a la televisión suelen ser las más mezquinas, todo aquello que está en el filo del ridículo o, insisto, del escándalo. En el telediario, entre la información deportiva y la del tiempo siempre hay unos segundos que no pueden ser llenados ese día en concreto con nada y hay que echar mano de cualquier cosa: ahí es donde gana enteros el loro de Kounellis, algo "sublime" que, para regocijo de "todos", naufraga sin remedio. Pero ¿qué se va ha esperar de esos medios de simulación generalizada en la edad del disimulo integral?
Conviene tener presente que la travesía a través de las utopías rotas se manifiesta por medio de objetos kitsch, hasta poderse realizar una descripción de nuestra civilización como pastiche. Kitsch es experiencia sustitutiva y falta de sensación. Adorno comprendió el carácter moderno de lo kitsch al advertir que el ámbito de los objetos que funcionan con el consumo conspicuo es realmente un dominio de imaginería artificial; están creados por la pulsión desesperada de escapar de la abstracta mismidad de la cosas por una especie de autoconstruida y fútil promesa de felicidad. Aunque por un lado el kitsch es expresión de la estética de la autodecepción y del engaño, en el sentido más radical, es la imagen del vacío de valores[21]. Mal gusto, basura, formas destinadas al entretenimiento superficial, pero también encarnaciones tangibles de la belleza, romanticismo al alcance de todos: la vida confortable necesitaría de unas convenientes dosis de cursilería. Lo kitsch es un estilo de vida que adquiere el rango de ideal social, aunque no sea elevado hasta la autoconciencia. Todos esos objetos "masivos" que nos permiten "matar el tiempo" apuntalan la terrible certeza de la expresión: no importan que lo que tenemos entre las manos sean falsificaciones, sino que, lo terrible, es que su verdad encubre el cinismo. Eco definió el kitsch como aquello que se nos aparece ya consumido: "que llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume (y, en consecuencia, se depaupera) precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste"[22]. El kitsch es la obra que para poder justificar su función estimuladora de efectos, se recubre con los despojos de otras experiencias, y se vende como arte sin reservas.
Barthes consideraba que en la sociedad actual, que se balancea en la cima del kitsch o de la cursilería, la teoría es el arma subversiva por excelencia. Son los movimientos creativos en los que hay lo que llama un "esfuerzo de inteligencia", como el arte conceptual, los que verdaderamente le interesan. Ciertamente la cultura es una fatalidad a la que estamos condenados, cuando se intenta llevar adelante una acción radical o contra-cultural, en realidad se esta desplazando el lenguaje o, en ocasiones, surgen figuras que se apoyan en estereotipos o en fragmentos de lenguaje que existen ya. "Diría que la violencia misma es un código terriblemente gastado, milenario, antropológico incluso: es decir que la violencia en sí, no representa una figura de novedad inaudita"[23]. Hay que trabajar por una mutación de la cultura desde su interior, puesto que la mayor parte de los ataques exteriores se quedan como gestos decorativos, aunque adopten la apariencia de lo "maldito". Puede que la tarea de la crítica no sea tanto la de politización cuanto la de activar la crítica del sentido. Nuestra sociedad está tan comprometida con modelos que cultura masivos que para alcanzar al público (espectador o lector) hay que insertarse, aunque sea con un fin crítico, en esos cauces. Se puede preguntar, siguiendo a Brecht si no sería posible edificar un arte con un gran poder de comunicación y que implicara, sin embargo, elementos serios o severos de progresismo, subversión o de nihilismo. "Les toca a los creadores buscar y encontrar. Agreguemos que incluso si esos creadores llegaran a un resultado efectivo, encontrarían un acrecentamiento de dificultades en el plano de la difusión. Es indiscutible que existe una censura a nivel de las instituciones culturales (la radiodifusión, la televisión, incluso tal vez en la escuela y en la Universidad) que se reforzarían automáticamente, Siempre hubo barreras cuando una forma de arte parecía subversiva. Pero no son las formas más violentas las que son más peligrosas"[24].
El consumo nos reduce a cenizas o a escombros, mientras la sociedad levanta fachadas de normalización. Jameson ha señalado que la sociedad moderna, en la cual la utopía ha sido desterrada por quimérica, está caracterizada por una nueva superficialidad que se encuentra prolongada tanto en la teoría contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o el simulacro, con el consiguiente debilitamiento de la historicidad y, simultáneamente con la aparición de un subsuelo emocional que oscila entre lo sublime (degradado) y el estupor que abraza el pastiche[25]. "Lo postmoderno está más cerca de la comedia humana que del descontento abisal. ¿Acaso no ha perdido el infierno, tan meticulosamente investigado en la literatura de posguerra, su inaccesibilidad infernal para convertirse en terreno vacío, cotidiano, transparente, casi tedioso, tanto como nuestras verdades, hecho visible, televisado, sin secretos? El deseo de comedia surge hoy para encubrir -sin por ello ignorarlo- ese deseo de verdad sin tragedia, de melancolía sin purgatorio"[26].
Tal vez sea necesario aceptar que los documentos de cultura lo son también de barbarie, aunque sea en esta versión light propia del fin de siglo. Según Adorno, el arte tiene que temer a todo menos al nihilismo de la impotencia; la crítica rabiosa de la cultura no es, en sí misma, radical: "si la afirmación es realmente un momento del arte, entonces éste nunca ha sido absolutamente falso, lo mismo que no es falsa la cultura porque haya fracasado. La cultura pone diques a la barbarie, que es lo peor"[27]. Cuando el filisteísmo cultural gana terreno no basta con levantar la voz o exhibir los monumentos y los rastros de la belleza, menos aun cuando la disonancia se ha revelado como el fondo de la verdad. Tal vez haya que tener una cierta ironía con respecto al destino del arte en la era póstuma de la cultura[28].
Desde la disciplina de los cuerpos se ha evolucionado hasta un control de la mirada, en un panoptismo electrónico que intenta frenar cualquier posibilidad de rebeldía, romper las trincheras o las barricadas de la resistencia. "No existe relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder"[29]. Parece que ya no fuera necesario arrancar declaraciones a nadie, someter el cuerpo a torturas, cuando se multiplican en la televisión los rituales pavorosos de los sentimientos, la transparencia del mal que es esa obscenidad absoluta en la que los sujetos entregan su intimidad al mayor de los ridículos. En la vejación inconsciente se producen heridas más profundas de las que cualquier disciplina podría imaginar. El paisaje electrónico ha conseguido organizar la incertidumbre, planificar sorpresas y lanzar profecías que se consumen en una fracción de segundo. No hay nada que esperar cuando el deseo siente nauseas ante la abundancia de las solicitaciones, esa cínica prodigalidad del poder diseminado. Lo que algunas obras de arte contemporáneas (por ejemplo, las de Barbara Kruger o Gabriel Orozco) muestran es la dificultad para encontrar un modo de rendir testimonio de esta "conspiración de la necedad". Pero caer en el desánimo sería una forma de complicidad; un primer paso en esta resistencia creativa sería rendir testimonio del fracaso, mostrar los escombros, las ruinas de nuestra sociedad, las esperanzas frustradas por la "utopía de los medios de comunicación de masas", hacer del testigo un exponente del carácter destructivo[30], evitar que se convierta en alguien que responde, servicialmente, a las preguntas planteadas.
Aquellas consignas que pedían el paraíso ahora han encontrado el eco de una estetización de la política, la definitiva implantación de la cultura del simulacro y de una conciencia epigónica que es capaz de convertir en parte de su mecanismo todo aquello que se le opone al reconocerle, piadosamente o de forma paternalista, el "derecho a expresarse". El espectáculo se ha mezclado con la realidad irritándola; de acuerdo con Guy Debord, el devenir-mundo de la falsificación era también el devenir falsificación del mundo. La sociedad modernizada hasta el estado de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente. "La sociedad de lo espectacular integrado ha obligado a su crítica a ser realmente clandestina -no porque ésta se esconda sino porque está oculta bajo la pesada puesta en escena del pensamiento del divertimento"[31]. Vivimos en una época en la que la dominación necesita de una conspiración generalizada: la vigilancia se vigila a sí misma, abisma sus presuposiciones. Por otro lado, la negación ha sido tan perfectamente desposeída de su potencia, que desde hace tiempo se haya dispersa. Con todo, la descripción del "molino satánico" o, en términos de Max Weber, la jaula de hierro no puede conducir a una actitud funeraria y, en definitiva, retorizada. Al contrario, de la caída de los ideales es preciso extraer una potencia que subvierta lo real y desplace la banalidad. De nuevo podemos recurrir, para entender las posibilidades de la obra de arte en la era de la mediación planetaria, al concepto de bricolage, acuñado por Lévi-Strauss, que incluye cuatro características: corte, mensajes o materiales formados o previamente existentes, montaje, discontinuidad o heterogeneidad. "El collage es la transferencia de materiales de un contexto al otro, y el montaje es la diseminación de estos préstamos en un nuevo emplazamiento"[32]. Podemos ahora comprender aquel "arte de bricolage" al que se refiere Kosuth como una práctica poscrítica, cuya tarea es la de pensar la consecuencias para la representación (crítica) de los nuevos medios mecánicos de reproducción, con el objetivo de interrumpir los discursos y prácticas instituidas. La estrategia de interferencia puede ser puesta en relación con la interrupción tal y como la activó Brecht en el teatro épico, para contrarrestar constantemente una ilusión del público, pues tal ilusión es un obstáculo en su teatro que se propone utilizar los elementos de la realidad en nuevos arreglos experimentales; el espectador la reconoce como situación real, no con satisfacción, como en el naturalismo, sino con asombro. En consecuencia, el teatro épico no reproduce situaciones, sino que más bien las descubre. Son bastantes los desarrollos del arte actual que pretenden disponerse con carácter más crítico que épico, aunque recurren, ciertamente, a esa interrupción de las emociones y, en general, de los convencionales "juicios de gusto".
Podemos comprender esta cultura de la interrupción en una clave barroca, como una profundización en la estrategias del corte y la ruptura. Calabrese ha analizado las dos estética que surgen de la pérdida de la integridad: la estética del detalle y la del fragmento. La estética del detalle tiende, en la contemporaneidad, a ralentizar el tiempo, convierte en totalidad lo seccionado. El efecto del detalle es pornográfico, pone en evidencia algo demasiado escandaloso. Por medio del fragmento se realiza una descripción que no recurre a ninguna unidad. La voluntaria fragmentación de las obras del pasado supone una búsqueda de materiales con los que comenzar nuevas creaciones. Fragmentos y detalles coinciden en el uso de la cita, en la actitud descontextualizadora que busca el asombro, trata de incitar al pensar. La expresión de lo caótico y la irregularidad conducen a cierta excitación, una esperanza ante la liberación de las totalidades. También este gusto por la incertidumbre es una proliferación de las variedades, de la pose excéntrica. El mundo de la obra de arte reproducida pone en el lugar de la presencia única el deseo masivo, la proliferación de las partes: "Quizá -afirma Barthes- sea eso el barroco, una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración"[33]. El placer de un mundo sin centro es el del extravío, la satisfacción de hacer frente a lo laberíntico de la existencia con las astucias de la razón. El laberinto caracteriza a ese "aire del tiempo" que se denomina neobarroco, también asociado a la agudeza. El ingenio es lo que resta cuando somos entregados a un torbellino, el de la pérdida de sí. "El más moderno y "estético" de los laberintos y los nudos no es aquel en el cual prevalece el placer de la solución, sino aquel en el cual domina el gusto del extravío y el misterio del enigma"[34]. La suspensión, la indecibilidad, son ya constitutivos de la obra de arte. La experiencia contemporánea es la del no lugar, a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, al intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo "urgente"; es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, "como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia del presente"[35]. El pasajero de los no lugares hace la experiencia simultánea del presente perpetuo y del encuentro de sí. Pero, en medio de la "huelga de los acontecimientos", en esa sumisión permanente a lo que está ahí[36], se pueden encontrar restos desconcertantes, lugares en el borde de los no lugares.
Desde Londres informó el 27 de abril de 1994 un periodista llamado Tulio H. Demicheli, de una suerte de comentario que puede hacer recordar la mirada utópica que Benjamin tenía con respecto a los medios de comunicación de masas[37]:
"El autor de Los versos satánicos, condenado a muerte por el fundamentalismo chií, ha publicado un breve e intenso artículo en el diario The Guardian en el que reflexiona sobre las dos verdades de la ciudad sitiada: la del "salón-bar" y la "verdadera". Según la primera, el odio, el enfrentamiento mutuo y la cobardía siempre marcaron la vida de los habitantes de Bosnia-Herzegovina, como hoy marcan esta guerra: los serbios engañan a la ONU y a la OTAN, los croatas pactan con los musulmanes a espaldas de los serbios, los rusos apoyan a sus iguales los eslavos como los griegos a sus correligionarios ortodoxos frente al mundo entero: la división étnica era y es inevitable porque "en los imaginarios salones de nuestros corazones" está escrito que "se han odiado por milenios, que han aguardado siglos para asesinarse los unos a los otros" y ahora, cuando "los genios malignos han escapado de la lámpara y los señores de la guerra se parapetan en las barricadas", hay que dejarles hacer.
Para Rushdie, esta "versión" de la guerra es el tópico que sustenta ciertas justificaciones elusivas, según las cuales "la situación es muy compleja" y no tiene "fácil solución", por lo que algunos se preguntan: ¿Queremos realmente que "nuestros muchachos" se vean envueltos en una situación que, a fin de cuentas, sólo es una guerra civil?.
Frente a esa "versión", Rushdie afirma su ciudadanía: "Nunca he estado en Sarajevo, pero pertenezco a ella... y declaro que soy, también un exiliado de Sarajevo", porque para el escritor amenazado de muerte, existe una "Sarajevo imaginaria, cuya ruina y tormento nos exilia a todos". En esta "ciudad de nuestros sueños" acusa Rushdie a los servios de promover una guerra de agresión para lograr la división étnica, a la que sólo aspiran ellos".
Hasta aquí el artículo no pasa de ser un comentario correcto sobre una situación conflictiva que sentimos cercana y ahora marcada por la impronta de un escritor que hace una declaración que tiene un cierto tono de tópico. Pero el texto continua con el acontecimiento que lo origina y que a la postre lo dota de verdad:
"El autor concluye su reflexión con esta escena vista en un extraño cortometraje: un hombre atraviesa una calle de Sarajevo y sabe que sus azoteas se encuentran atestadas de francotiradores. Mientras lo hace, "repite, una y otra vez, como si fuera un mantra mi nombre: "Salman Rushdie, Salman Rushdie, Salman Rushdie...". ¿Canta esta salmodia para recordarse a sí mismo que está en peligro, o es una suerte de conjuro para permanecer a salvo? Espero que sea esto último. Con ese espíritu de simpatía mágica he empezado a murmurar, con mi aliento, el nombre de esa ciudad desconocida de la que me declaro ciudadano imaginario: "Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo...""[38].
Este fragmento, encontrado en un periódico, adquiere, para mí, una dimensión radical de obra de arte, siendo una extraña mise en abyme de las pretensiones utópicas del pensamiento crítico contemporáneo. Una obra, un texto, en estado de sitio, un lugar de experiencia que no puede ser fácilmente clasificado a no ser en la forma de exorcismo de la catástrofe. La prosa o la nominación intenta escapar de la certeza de la desolación. Sin una mirada estetizada, esto es, fuera de los dispositivos del mundo del arte pueden surgir figuras, momentos, de gran intensidad capaces de encontrar la energía que difícilmente encontramos en las máquinas de cultura, entre las que tiene un valor vertebral el Museo.
El museo actual es el monumento moderno por antonomasia, una suerte de gran mausoleo de su propio imaginario: monumento de disuasión cultural, cortejo fúnebre de la cultura, aquelarre en el que la esperanza del mandarinato cultural recibe el revés más cruel, puesto que el museo no expone nada, celebra su vacuidad. "Y las masas acuden. Es la suprema ironía de Beaubourg: las masas se vuelcan no porque les crezca la saliva ante una cultura que les viene frustrando siglo tras siglo, sino porque por primera vez tienen la ocasión de participar multitudinariamente en el inmenso trabajo de enterrar una cultura que en el fondo siempre han detestado"[39]. Puede que, efectivamente, sea la masa la que produce la catástrofe del museo entendido como "egipcio" homenaje social. Es la propia masa la que pone fin a la cultura de masas, convertida en flujo en espacios de absoluta transparencia, cerrando la pretendida polivalencia de los discursos y las imágenes. De este modo, una especie de parodia de participación cultural es la respuesta a la simulación generalizada. Todo se mide por el número, cifras, cantidades, estadísticas, una increíble fascinación pitagórica. El museo, en especial en América, tenía que equilibrar su naturaleza sobria con la afirmación básica de la vanguardia modernista, consistente en que el arte avanza inyectando cosas inaceptables en su propio discurso, abriendo así nuevas posibilidades de cultura. Esas máquinas de cultura no sólo protegían algo formalmente excelso, también presentaban algo moral en sí mismo porque, lo supiera o no el espectador, indicaban, de acuerdo con el ideal establecido, el camino hacia verdades superiores y eran beneficiosas para él. Arata Isozaki, arquitecto del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, sostiene que si en el pasado los edificios religiosos desempeñaron un importante papel en la sociedad, ahora los museos van a ocupar "el lugar en el que ya no están los dioses. Hacer arte es parecido a llevar a cabo un acto religioso"[40]. El museo es la caja blanca, el espacio de la pureza que siempre dice la verdad y sustrae de la banalidad del presente aquello que ingresará en la historia. El artista es un santo para el que son precisos los nuevos templos, los lugares de culto, allí donde el silencio celebra lo excelso. Con todo, el aumento exponencial del numero de museos, como ha afirmado Jean Clair, parece no tanto un signo de realización cuanto de decadencia espiritual, de la misma manera que la multiplicación de los templos romanos no marca el apogeo sino el fin de una gran civilización. Al presentar la Bienal de 1993 del Whitney Museum, el director David Ross escribió que inherente a un museo de arte norteamericano es la responsabilidad de cuestionar tanto como de celebrar, de provocar tanto como de conciliar: "De hecho, el museo debe ser un santuario para un mundo cansado de guerras y, sin embargo, su grandeza reside en su capacidad para funcionar simultáneamente como un lugar para el enfrentamiento de valores e ideas".
Sin embargo, el museo ha demostrado ser una importante máquina de congelación de ideas, entre sus paredes puede reducirse al silencio, coleccionándola, cualquier forma de sabotaje. Pensemos en la obra de Ben Vautier Arte total, una caja de cerillas, que hace honor al título, aunque también hay un texto: "Úsense estas cerillas para destruir todo el arte -museos, bibliotecas de arte, ready-mades, pop-, quémese todo -guárdese la última cerilla para esta caja-". En el catálogo de la colección Fluxus de Gilbert y Lila Silverman está descrito el estado actual de ese furor de pirómano: "Caja de cerillas en venta, con cerillas, etiqueta offset sobre cartulina. 4 cm.x 5 cm. x 1,5 cm.". En una obra posterior, El museo de Ben, presentaba, entre otras cosas, una concha, algo de madera y un montón de porquería. Al lado de estas cosas había un cartel en el que podía leerse: "Si desde Duchamp es arte todo, ¿significa eso que esto también es arte? Si la respuesta es sí, ¿por qué ir a los museos y no simplemente bajar a los sótanos?". Una declaración todavía más dramática de este sentimiento fue su certificado de la patada en el culo, que decía: "Por la presente se certifica que yo, Ben Vautier, le he dado una palabra en el culo al señor... y que esta patada debe considerarse como una obra de arte". No hay, sin embargo, obra en el presente, por muy delirante que sea, que no esté sometida a la actividad del comentario, la mediación o, frecuentemente, el plagio. Sin duda, la versión de esa obra de arte certificada, que, por su lado, realizó Chris Burden hace pocas concesiones; el 19 de junio de 1974 realizó Patada Kunst en la inauguración de la Fería de Basilea: a las doce del mediodía se tumbó encima de dos tramos de escalones de cemento de la Mustermesse para que Charles Hill le diera patadas repetidamente, haciéndole bajar de cada golpe dos o tres escalones. Hay que levantar acta notarial de todo o por lo menos aspirar a que un catálogo lo recoja, si es posible salga en la prensa y en las noticias si algo extravagante se suma a la propia desmesura de lo acometido. Pero conseguir esto equivaldría a conseguir una verdadera obra de arte del marketing. Estamos en una época de increíble autorreferencialidad del arte, toda una indagación contextualizadora, un despliegue de "el arte arte"; los creadores están mórbidamente interesados por todo lo que se refiere al arte contemporáneo: "marcos, cuadros dentro de cuadros, política del mundo del arte, exploraciones semióticas del significado, explotación de conceptos kitsch, preguntas abstractas sobre las relaciones entre alta y baja cultura"[41].
Ciertamente la postmodernidad ha supuesto la reducción al absurdo de la rebeldía artística o su mantenimiento como parodia. A pesar de esto, se escuchan numerosas voces que reclaman la dimensión política del arte, comportamientos de abierta actitud cuestionadora, preocupados por cuestiones sociales, de identidad o género. Según Hughes, el arte político de hoy día no es más que un resabio de la idea de que la pintura y la escultura pueden provocar el cambio social: "a través de toda la historia de la vanguardia, esta esperanza ha sido refutada por la experiencia. Ninguna obra del siglo XX ha tenido nunca el impacto de La cabaña del tío Tom tuvo en el pensamiento de los americanos sobre la esclavitud, o el efecto del Archipiélago Gulag en las ilusiones referentes a la verdadera naturaleza del comunismo. La más célebre, la más reproducida universalmente pintura política del siglo XX es el Guernica de Picasso, y no cambió el régimen de Franco ni un ápice ni acortó la vida del dictador en un segundo. Lo que de verdad cambia la opinión política son los hechos, los argumentos, las fotografías de prensa y la televisión"[42]. Es evidente, frente a ciertas posiciones "visionarias", que la mayor parte de lo que se llama actualmente arte político es un interminable ejercicio de predicar a los conversos[43]. En forma paródica el crítico subraya que después de haber desentrañado una obra el espectador culto descubre la idea subyacente ("el racismo es malo" o "no debería haber gente sin hogar") y súbitamente siente el orgullo de estar incluido dentro de lo que llamamos el discurso del mundo del arte. En la necesaria crítica a lo que se denomina "multiculturalismo" se advierte que produce cosas que, en términos estéticos, pueden desafiar, refinar, criticar o promover de alguna manera el pensamiento del status quo, puesto que están diseñados para apaciguar la mentalidad populista o conseguir la mirada piadosa. La consecuencia de esta tesis es que la tarea de la democracia en el campo del arte es hacer un mundo seguro para el elitismo: "no un elitismo basado en la raza, el dinero o la posición social, sino en la capacidad y la imaginación. La encarnación de una gran capacidad aunada a una visión profunda es la única cosa que convierte al arte en popular"[44]. La conclusión de que el arte se ha vuelto política para que la política se pudiera volver estética es, sencillamente, la misma que cerraba la argumentación de Benjamin en "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". En realidad toda imagen difundida es una relación social metamorfoseada en emoción individual.
Los medios de comunicación de masas siguen vendiendo la imagen del creador como un genio en calzoncillos largos, un sujeto bajito y visceral al que sobrevivieron algunas mujeres.
No sólo se ha recreado el aura de la obra de arte, también ha sido necesario mantener la ideología del genio, elevar un banderín de enganche atrayente.
"Pongamos por caso que hay un joven artista, con ciertas fantasías sobre cómo es la vida de un artista: un gran loft, todo de plantas verdes, fiestas, algo de trabajo, mínimo sufrimiento tras observar su obra en el anuncio de Gap, y con el tiempo, estrellato en los medios de comunicación. Después se da cuenta de que justo en ese momento no puede permitirse el lujo de tener un loft; los tiempos son algo difíciles, de modo que empieza a trabajar en una agencia de publicidad, pero cada sábado se va a las galerías de arte para estar al día, y el lunes por la mañana todas esas imágenes aparecen comprimidas en un anuncio de coches o de zapatos o de cigarrillos. Todo va muy rápido. El que la vanguardia exista depende de su habilidad para esconderse. No creo que esto tenga que ser necesariamente algo malo -tal vez la idea de la vanguardia sea algo nostálgico"[45].
El creador actual ya no existe más que en función de la proyección mediática, lo cual le pone en una situación de gran debilidad y ansiedad, esperando siempre algo que propiamente no tiene nada que ver con la pasión que el ha concretado en su obra. Impregnado de la naturaleza irrenunciable de la tecnología de masas y la industria de la información, comienza a pensar que la resistencia es quimérica o incluso un recurso que acaba apareciendo como una pose estratégica. "Sólo desde el interior del vehículo tecnológico podrá intentar combatir o neutralizar esa misma tendencia: premisa que ha dado lugar a la cibercultura, el último movimiento creativo del siglo XX y el único proyectado al tercer milenio y que Nam June Paik simplificaba al decir: "Sólo utilizo la tecnología para odiarla más adecuadamente""[46].
Es indudable que el universo de la imagen congelada y reversible permite al artista insospechadas vías de experimentación, "con el cruce de lenguajes y técnicas, y en un proceso de apropiación del cuerpo escindido y fragmentado por el uso masivo de la imagen"[47]. Ciertamente, como sostiene José Jiménez, la encrucijada del arte en el final de siglo es la que se establece entre compromiso, formal y temático, con una nueva sensibilidad temporal o desaparición en la técnica. Parece como si el ciberespacio hubiera conseguido la reaparición tanto de los apocalípticos como de los integrados. Para unos la ceguera se encuentra en el corazón del dispositivo de la próxima "máquina de visión", y la producción de una visión sin mirada "ya no es en sí misma más que la reproducción de una intensa ceguera; ceguera que se convertirá en una nueva y última forma de industrialización: la industrialización de la no mirada"[48]. Para otros el espacio electrónico es la tierra prometida del diálogo, de las ideas superando fronteras, de un pensamiento y acción liberados de las miserias de la materia. Según McLuhan la herencia del Renacimiento era una tachadura del sujeto en el punto de vista (el observador estaba separado, sin ninguna implicación), mientras que el mundo instántaneo de los medios informativos electrónicos nos implica a todos, a un tiempo: "No es posible la separación ni el marco"[49]. Que duda cabe de que el sujeto contemporáneo está definitivamente situado en un espacio sin marco, acompañado por ese gato de Cheshire que llamamos televisión, acercándose a la hiperrealidad del espectáculo virtual[50]. Benjamin advirtió en un rodaje de cine que la realidad es, en este caso, sobremanera artificial y que "en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible"[51]. Duhamel, que odiaba el cine, decía que ya no podía pensar lo que deseaba: "las imágenes huidizas sustituyen a mis pensamientos". La obra de arte se había convertido, desde el dadaísmo, en un proyectil, había adquirido una cualidad táctil, chocaba con todo destinatario, daba patadas sin dejar certificado alguno, intentaba encender la mecha. Hoy el gesto por excelencia que interrumpe es el zapping, el sujeto intenta huir de la propaganda para encontrar en todas partes lo mismo como si una confabulación ordenara ese tiempo del hastío. En esa larga travesía a través de los medios guía el deseo de una intensidad que no está tanto perdida cuanto prometida y continuamente postergada. Una noche llegó Jackson Pollock completamente borracho a una fiesta en la casa de Peggy Guggenheim, donde charlaban multitud de gente importante del mundo del arte; en una habitación se quitó la ropa para aparecer después en el salón completamente desnudo e intentar apagar el fuego de la chimenea orinando sobre él. Es lo mínimo que podía esperarse de un artista. El pintor que quería detener recuerdos en el espacio (verdaderamente sin marco), hacer visible la energía y el movimiento, sabía que sería precisa mucha determinación para acabar con los incendios y la intensidad, que el arte desencadena.

[1] Donald Kuspit: "Confesión de gestos: la identidad espontáneamente impulsiva de Antoni Tàpies" en Tàpies. Celebració de la mel, Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1993, p. 32.
[2] Arthur Danto: "Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura tras la modernidad" en Nuevas abstracciones, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1996, p. 22.
[3] Marlene Dumas: "La pintura no está en crisis" en "Revelaciones", incluido en Revista de Occidente, nº 165, Madrid, Febrero 1995, p. 39.
[4] Angelo Trimarco: Confluencias. Arte y crítica en la postmodernidad, Julio Ollero e Instituto de Estética, Madrid, 1991, p. 21.
[5] Juan Carlos Pérez Jiménez: Imago Mundi. La cultura audiovisual, Fundesco, Madrid, 1996, p. 165.
[6] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 52.
[7] Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 20.
[8] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 35.
[9] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 82.
[10] Régis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 254.
[11] José Jiménez: "Oscuros, inciertos instantes" en Creación, nº 5, Mayo de 1992, Madrid, p. 15.
[12] Tom Wolfe: La palabra pintada, Ed. Anagrama, Barcelona, 1976, p. 104.
[13] Joseph Kosuth: "Statement for Ex Libris, Frankfurt (For W.B.)", en Art after Philosophy and After, The MIT Press, Massachusetts, 1991, p. 252.
[14] Jean Baudrillard: Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1978, pp. 17-18.
[15] Umberto Eco: Apocalípticos e integrados, Ed. Lumen, Barcelona, 1968, p. 54.
[16] Regis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 297-298.
[17] La cultura, en sentido estricto, está prácticamente excluida, "Casi hay algo incompatible ente el "hecho cultural" y la "comunicación de masas", a menos de que se considere a la televisión como un simple "canal de difusión". Lo solución se encuentra pues en la elección hecha desde la creación de la televisión en 1950 hasta la década de 1980: hay un cierto número de temas culturales que pueden ser objeto de un tratamiento audovisual, puesto que las reglas del espectáculo y del entretenimiento impuestas por la televisión son compatibles con la naturaleza cultural de los temas tratados" (Dominique Wolton: Elogio del gran público. Una teoría crítica de la televisión, Ed. Gedisa, Barcelona, 1995, p. 184).
[18] Régis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 307.
[19] Paul Virilio: La máquina de visión, Éd. Cátedra, Madrid, 1989, p. 84.
[20] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 86.
[21] Herman Broch habla del Kitsch como representación del mal. "Desde un punto de vista de la historia contemporánea considero particularmente interesante la alusión a la relación entre neurosis y el kitsch, incluso cuando revela su malignidad. Ciertamente no es casual el hecho de que Hitler (como su predecesor Guillermo II) fuese un adepto entusiasta del kitsch. Vivió el kitsch tipo sangre y amó el kitsch tipo sacarina. Ambos le parecían "bellos". También Nerón fue un entusiasta de la belleza y, en cuanto a talento artístico, bastante más dotado que Hitler. El espectáculo pirotécnico de Roma en llamas y de las antorchas de los cristianos empalados en los jardines imperiales constituyó ciertamente un apreciable valor artístico para el estetizante emperador, el cual demostró ser capaz de permanecer sordo ante los gritos de dolor de las víctimas e incluso de apreciar su valor de comentario estético musical" (Herman Broch: "Notas sobre el problema del kitsch" en Kitsch, vanguardia y arte por el arte, Ed. Tusquets, Barcelona, 1970, p. 30).
[22] Umberto Eco: Apocalípticos e integrados, Ed. Lumen, Barcelona, 1968, p. 107.
[23] Roland Barthes: "Fatalidad de la cultura, límites de la contracultura" en El grano de la voz, Ed. Siglo XXI, México, 1983, p. 159.
[24] Roland Barthes: "Fatalidad de la cultura, límites de la contra-cultura" en El grano de la voz, Ed. Siglo XXI, México, 1983, p. 162.
[25] Cfr. Fredric Jameson: El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Ed. Paidós, Barcelona, 1991, pp. 21-22.
[26] Julia Kristeva: Black Sun. Melancholy and Depresion, Columbia University Press, Nueva York, 1989, pp. 258-259.
[27] Theodor W. Adorno: Teoría estética, Ed. Taurus, Madrid, 1971, p. 329.
[28] "Desde que el arte ha muerto se ha vuelto extremadamente fácil disfrazar a los policías de artistas. Cuando las últimas imitaciones de un dadaísmo resucitado tienen autoridad para pontificar gloriosamente en los medios de comunicación y por tanto también para modificar un poco la decoración de los palacios oficiales, como los locos de los reyes de pacotilla, puede verse como, simultáneamente, se garantiza una cobertura cultural a todos los a gentes o similares, de las redes de influencia del Estado. Se abren pseudomuseos vacíos o pseudocentros de investigación sobre la obra completa de un personaje inexistente tan rápido como se construye la reputación de periodistas-policías o de historiadores-policías, o de novelistas-policías. Arthur Cravan sin duda veía acercarse este mundo cuando en Maintenant escribía: "En la calle pronto no se verán nada más que artistas, y se pasarán todas las fatigas del mundo para descubrir un hombre". Tal es el sentido moderno de una antigua ocurrencia de los granujas de París: "¡Hola artistas! Tanto peor si me equivoco"" (Guy Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 96-97).
[29] Michel Foucault: Vigilar y castigar, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1984, p. 34.
[30] "El carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar" (Walter Benjamin: Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 159). La voluntad negativa borra incluso las huellas de la destrucción, por todas partes ve caminos, tal es su obstinado aferrarse a las encrucijadas.
[31] Guy Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Madrid, 1990, p. 69.
[32] Gregory L. Ullmer: "El objeto de la poscrítica" en La posmodernidad, Ed. Kairós, Barcelona, 1985, p. 127.
[33] Roland Barthes: "Tácito y el barroco fúnebre" en Ensayos críticos, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1967, p. 129.
[34] Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 156.
[35] Marc Augé: Los "no lugares". Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993, p. 103.
[36] Guy Debord: Comentarios a la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1990, p. 41.
[37] Benjamin veía en la sección de cartas al director de los periódicos revolucionarios el espacio en el que el trabajo toma la palabra, cfr. Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, pp. 40-41.
[38] Tulio H. Demicheli: "Rushdie se declara ciudadano de Sarajevo" en diario ABC, Madrid, 4 de Abril de 1994, p. 68.
[39] Jean Baudrillard: "El efecto Beaubourg" en Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1978, p. 91.
[40] Cit. en John Naisbitt y Patricia Aburdene: Megatrends 2000. Las grandes tendencias para la década de los 90, Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1990, p. 94.
[41] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 197.
[42] Robert Hughes: La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 199.
[43] "Con objeto de comunicarse del modo más simple, todo arte presupone un vocabulario compartido y un conjunto de costumbres y expectativas compartidas. ¿Qué otra cosa podría pasar si, a pesar de lo elíptico y oblicuo de buena parte del arte contemporáneo, resulta tan fácilmente entendido por lo que lo ven? Sin esa base de actitudes compartidas, esta comprensión sería imposible. La consecuencia lógica de este hecho, en la mayoría de los casos, es que ese arte político contemporáneo sólo puede ser entendido por los que ya aceptan sus premisas y conclusiones. Sin embargo, se supone que son las últimas personas a las que necesita llegar este arte, si aceptamos que tiene algo que decir. Y se supone que los que parecen necesitarlo más, los fanáticos y los chovinistas, son los que menos posibilidades tienen de encontrarse con él, o de siquiera identificarlo como arte cuando lo encuentran" (James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 166).
[44] Robert Hughes: La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 215.
[45] Laurie Anderson: "Voices from Beyond" en Art Futura 91, Ayuntamiento de Barcelona, 1991, pp. 35-36.
[46] Juan Carlos Pérez Jiménez: Imago Mundi. La cultura audiovisual, Fundesco, Madrid, 1996, pp. 167-168.
[47] José Jiménez: "Oscuros, inciertos instantes" en Creación, nº 5, Madrid, Mayo 1992, p. 17.
[48] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 94.
[49] Marshall McLuhan: El medio es el masaje, Ed. Paidós, Barcelona, 1988.
[50] La realidad virtual prioriza el espectáculo sobre la lectura de la imagen, entendiendo ésta como un acto de análisis reflexivo sobre un texto. "En las representaciones hiperrealistas de las Realidad Virtual se han eliminado aquellas infidelidades o imperfecciones representativas en las que Arnheim vio el origen de las potencialidades artísticas de la fotografía y del cine, que al no ofrecer copias perfectas del mundo, sino imperfectas reelaboraciones técnicas permitían que el artista pudiese trabajar sobre ellas con gran productividad estética. El hiperrealismo de la Realidad Virtual elimina todo el potencial expresivo y estético derivado de las elipses, sinécdoques y metáforas que han forjado la identidad estética de la narrativa audiovisual a lo largo de un siglo" (Román Gubern: Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto, Ed. Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 179-180).
[51] Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 43.

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