lunes, 13 de abril de 2009

A continuación va el primero de los texto que utilizaremos en el Taller de Crítica.

El imperio de la obscenidad estética.
CINCO SITUACIONES (ARTÍSTICAS) CONTEMPORÁNEAS.

Fernando Castro Flórez.

Sobre el arte temático en la época del curatorismo.
“Entre la profanación (lo trivial) y la sacralización (la vitrina), la diseminación (la vida), y la concentración (la colección), la radicalidad y la promoción, se opera una especie de movimiento de ida y vuelta en el que la última palabra seguirá siendo la del Medio, que convierte a la anticultura, la cultura y lo escupido en agua bendita. El Museo, vencedor por puntos. The show must go on”[1]. La postmodernidad es, en cierta medida, el momento del retorno de lo mismo, un eclecticismo que tiende, más que nada, al juego de los disfraces y a la pesada sensación del deja vu. Nos encontramos en una cultura, de acuerdo con un calificativo de Steiner, del after-word, de lo epilogal, donde la proliferación de los comentarios nos apartan de las “presencias reales”. Ese gigantesco medio de comunicación que es el Museo llega a columpiarse entre el narcisismo y la impresión de inutilidad, el discurso para iniciados y la obligación de entretener a las masas, siendo por igual aceptables las estrategias artísticas escandalosas y los modos escenográficos de presentación de las obras, siempre y cuando el mecanismo descontextualizador “organice subterráneamente” lo que podría precipitarse hacia el caos. Es obvio que el neodecorativismo ideológico[2] aplaude esta apoteosis del arte como territorio ocioso. Es curioso que en el momento en el que las artes asumen, radicalmente, la tarea filosófica es también el de la implantación planetaria de estribillos de moda, tarareos intelectuales y, en términos metafóricos, una cultura del karaoke. Uno de los dilemas del arte contemporáneo surge en el deseo de abarcar imágenes y valores que hablen a un amplio público “de un modo sensualmente rico y formalmente experto; por otro, la necesidad de intensificar el estilo conceptual todavía más, recurriendo a técnicas aún no formuladas de evasión, mistificación y desplazamiento de las expectativas normativas de la cultura”[3]. Pero también encontramos, por supuesto, no sólo ese pliegue reflexivo sino una exigencia localización y una defensa de la corporalidad, lo que llamaremos “la ley del otro”[4]. Se trata de propiciar el contacto frente a la situación de sorprendente desconexión (desde la proliferación de los no-lugares hasta la incapacidad subjetiva para establecer analogías o esas interferencias que he asociado con las citas). Sin duda, una de las cuestiones decisivas es la de la comunicación. Es necesario insistir en que una verdadera transformación cultural necesita de un desmantelamiento de las formas de comunicación establecidas y, como no, de esa opinión pública que ha impuesto planetariamente su narcisismo. Semi-enterrados por catálogos de viajes (paraísos del simulacro), guías del ocio (depósitos de la alabanza extrema a lo que acaba de estrenarse), revistas de Ikea (minimalismo anunciado cínicamente para “redecorar tu vida”) y programaciones laberínticas de televisión (inútiles en esa fuga que es el zapping), encontramos un pecio al que agarrarnos: la diversión que, indudablemente, puede tener cualidades subversivas, incluso funcionando como dique contra el “citacionismo”[5], aunque también puede ser el reflejo de un nítido movimiento trivializador. Cuando la misma insatisfacción se ha convertido en una mercancía y el reality show fortifica la voluntad de patetismo, los sujetos consumen, aceleradamente, gatgets y los artistas derivan hacia el bricolage; incluso algunos llegan a incitar a asumir el deliro del mundo de una forma delirante[6]. El arte contemporáneo reinventa la nulidad, la insignificancia, el disparate, pretende la nulidad cuando, acaso, ya el nulo: “Ahora bien la nulidad es una cualidad que no puede ser reivindicada por cualquiera. La insignificancia –la verdadera, el desafío victorioso al sentido, el despojarse de sentido, el arte de la desaparición del sentido- es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca aspiran a ella”[7]. Y, sin embargo, el arte consiste, en un sentido radical, en dejar siempre abierta o acaso un poco indecisa la via del sentido, escapando del dogmatismo tanto como de la insignificancia. Actualmente el plegamiento conceptualista, los juegos de alusiones, las complicidades metalingüísticas que son defendidos por la institución museística con verdadera pasión. “La contradicción del radicalismo postconceptual en un nuevo hogar –la extendidísima red de museos de arte contemporáneo gestionada por conservadores inclinados a conciliar las intenciones estéticas subversivas con el conocimiento y aprobación del público- es de una riqueza innegable, en cuyo amplio ámbito se ha llevado a cabo una elevada proporción de lo más atrevido del arte contemporáneo”[8]. Sugiero, rápidamente, que estamos dominados por un ismo camuflado: el curatorismo. En cierto sentido, el diagnóstico que Wolfe estableciera en La palabra pintada de que la crítica comenzaba a suplantar al arte ha sido cumplido, de una forma extrema, en las últimas décadas, al convertirse el curator[9] en una figura proteica que ha conseguido que todo se le subordine. Podrían hacerse distintos juegos sobre las distintas traducciones del término curator, ya sea en el marcial y represivo “comisario” o en soteriológico “curador” (muy usado en Latinoamérica) que termina en ser tomado casi por un curandero. Lo que es cierto es que esta tendencia “internacional” impone sus propias reglas, convirtiendo lo diaspórico o el nomadismo en una suerte de turismo vertiginoso en el que hay que establecer habilitaciones, pautas de legitimación para engrosar las listas del top ten que, lastimosamente, comienzas a clonarse. Algunos han hablado de arte narrativo para dar cuenta de las estrategias estéticas contemporáneas, cuando, en realidad, lo que está configurándose es un arte temático, en un doble sentido: un comportamiento plástico que “ilustra” o se ocupa de temas, en muchos casos a rebufo de las derivas de las modas teóricas, pero también una integración en la estructura socio-económica de la tematización en el sentido del parque temático o, por emplear términos ya clásicos, de la espectacularización. Las Bienales, el escenario predilecto del curatorismo y de su producto el arte temático, están en las antípodas de las zonas temporalmente autónomas, de esas “utopías piratas” que el activismo reclama casi con rabia. Si, como Mike Kelly ha dicho que el arte minimalista es “algo que necesita que le meen encima”, también podría añadirse que el arte mimético curatorial-temático (un hegemonismo que pretende disfrazarse de “marginalidad”) está comenzando a necesitar una potente contraofensiva, sea en términos escatológicos o por medio de procesos aún desconocidos. Pero tal vez, necesitamos ir más allá del shock y de los escándalos de pacotilla, del monitoring y del patetismo de la “vida en directo” para conseguir rendir testimonio de algo que no sea la más triste de las decadencias.


El peluchismo y la pasión infantil por lo repugnante.
Sería tedioso reiterar que la escatología es nuestro destino, precisamente cuando el higienismo político, la profilaxis sexual y la lobotomización de la crítica han convertido al minimalismo en el esqueleto de la canonización. El Gestell es chasis, bastidor o, en una descripción más ajustada a nuestra sensibilidad, escaparate en el que volver a “localizar” nuestra tendencia a fetichizar incluso aquello que está desmaterializado. Tenemos mierda de artista embasada (Manzoni), cuchillos con los que los exaltados forzaron a presentadoras (Burden), apóstoles de las misas sangrientas (Nitsch), mujeres deconstruyendo la identidad desde la cirugía plástica (Orlan), figuras del exceso que están acotadas por la enfermedad duchampiana, aquella óptica de precisión que reveló el gesto del arte como un pedestal, una diferencia que reclama otra mirada. Pero, la “fascinación objetual” de la contemporaneidad (en un situación de verdadera estagflacción: obsolescencia planificada) y el empacho de lo ya hecho no ocultan que estamos afectados de anorexia[10]. “Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo, toda posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho enseguida”[11]. He propuesto, en otras ocasiones, el término peluchismo para referirme a la oleada, sintomática en el arte contemporáneo, de muñecos, juguetes y miradas perversas dirigidas al territorio insondable de la infancia, ya sea en la clave de una ortodoxia del trauma (esa singular penetración del psicoanálisis y especialmente de la retórica lacaniana en la crítica y, de rebote, en el arte anglosajón) o en un ludismo que puede degenerar fácilmente en cursilería, esa comodidad soporífera que Gómez de la Serna llegara a elogiar con extrema ironía[12]. Hay una suerte de regresión infantil el imaginario contemporáneo, un “retorno” que no es nostálgico (como en el simbolismo), ni provocador (tal y como ocurriera con los comportamientos excesivos del dadaísmo), ni siquiera supone una búsqueda de lo originario (a la manera de los primitivismos de distinto signo), sino que responde a una actitud paródica en la que se oscila entre el cinismo y la corrosión. Pensemos en Los Simpson en los que se plantea la “verdadera historia de una familia nuclear” que adquiere la forma de un desmontaje, desde la provocación cuasi-punk, de lo cotidiano. La maldad intrínseca de los dibujos animados (reflejada en muchos pasajes de la película ¿Quién mató a Roger Rabbit?) se vuelve radical porque la narración no remite al orden animal (Bamby o El libro de la selva de Walt Disney) ni acontece en un escenario de ciencia ficción (como los que dibuja Moebius) ni remite a la especulación metafísica (propia de las producciones Marvel), sino que se despliega en el ámbito de lo doméstico. La casa de los Simpson es una prolongación de la vivienda de Gregor Samsa a finales del siglo XX: los dibujos sufren una metamorfosis y terminan por ser una familia siniestra (Homer es un empleado desastroso de una central nuclear, la madre Marge es una paranoica de la repostería repugnante y Bart es un pequeño y travieso rapero descarriado). Se podría escribir una sociología del dibujo animado, desde el moralismo (en la línea del patito feo) a la grandilocuencia de la obra de arte total (encarnada en Fantasía), hasta el ecologismo maniqueo (El Rey León), el paso del multiculturalismo a la etnificación colonial (Pocahontas) o los desarrollos del metadibujo (llevado a su culminación en Toy Story). Recordemos la pugna entre los muñecos (el pistolero y el astronauta, el viejo y el nuevo juguete), sometidos a las pasiones de los celos, arrastrados hasta una peligrosa exterioridad y, más tarde, al infierno de una casa en la que un niño tortura sin piedad a esos seres sólo en apariencia inanimados. José Luis Pardo ha resumido admirablemente la historia de Buzz Lightyear como la de un muñeco que se convierte en un muñeco[13], cerrándose la posibilidad de que sea humano o incluso de que la narración a la que pertenece no sea otra cosa que ficción o parte del imperio de la mercancía. El arte contemporáneo discurre en paralelo con esas turbias vidas de juguetes, desde la mujer entregada a los mirones en Etant donnes, hasta la muñeca de Bellmer, tanto en las situaciones escatológicas de McCarthy como en la obsesión del ventrílocuo que asume Juan Muñoz. Por todas partes aparecen pequeñas perversiones, algo reprimido que retorna en la forma de lo abyecto, que no tiene que ver necesariamente con la salud, sino que remite principalmente a una perturbación de la identidad: “lo abyecto es perverso, ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe”[14]. En cierto sentido podría aceptarse que lo que tenemos no son cuerpos ni juguetes, sino fetiches, ajenos a cualquier ceremonia, incluidos en una singular pulsión exhibicionista que, por otro lado, higieniza las realidades más turbulentas. El fetiche, ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, es, según Freud, al mismo tiempo, la presencia de aquella nada que es el “pene materno” y el signo de su ausencia; símbolo de algo y, a la vez, de su negación, puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, en la cual las dos reacciones constituyen el núcleo de una verdadera y propia fractura del Yo. El impulso multiplicador, la tensión que incita a coleccionar es propia del fetichista: la encarnaciones sucesivas no agotan completamente la nada de la que son cifra. En cuanto a la presencia, el objeto-fetiche es, en efecto, algo concreto y hasta tangible, pero en cuanto constatación de una ausencia es, al mismo tiempo, inmaterial porque remite continuamente a algo que está más allá de sí mismo, no puede poseerse nunca realmente[15]. Algunos de los juguetes que aparecen, en la experiencia artística, tienen las marcas de haber pasado por algún tipo de experiencia traumática; es cierto que los muñecos, como Rilke o Benjamín señalaran, tienen la tendencia natural a caer por tierra y que en ellos se acumulan los más turbios deseos de la infancia, pero también advertimos que esa melancolía ha sido transformada en rabia, vómito o descoyuntamiento “satánico” en las obras de arte contemporáneas: los objetos terminan por ser encarnaciones de lo inquietante, lo inhóspito, siniestro en la terminología freudiana[16]. Bien es verdad que no hay tanto miedo abismal en los juguetes “artísticos”, en todo caso forman parte de una estética de las travesuras, donde la morbosidad del deseo y el escalofrío del gore están convenientemente planificados. Es indudable que una de las tendencias características de este comienzo de siglo es la estética quinceañera o nueva puerilidad[17] que trata de mezclar lo primitivo que critica lo contemporáneo y el erotismo que deriva hacia la perversidad. “Por una parte, lo nostálgico, ya no es apocalíptico, aunque Warhol lo hubiera afirmado. Por otra, la nueva puerilidad expresa cada vez más con mayor urgencia cómo el artificio es el término clave en las construcciones dominantes de toda identidad sexual o social”[18]. Hoy hay una singular fascinación por lo sucio y abyecto, esos restos e la resaca que forman parte del denominado slack art. Recordemos que los slackers son esos estudiantes que vagabundean por las grandes ciudades los fines de semana, entre el aburrimiento, la borrachera vertiginosa o el mimetismo de los grupos musicales que constituyen, prácticamente, fetiches o figuras totémicas: entregados al vandalismo, preparados para la violencia (ese gusto de machacar o, incluso, ser machacados), con la mochila llena de prejuicios, definiendo una anarquía que nunca llega a hervir. Pero junto a la arqueología de los desperdicios, en esa nueva convocatoria de traperos, con una proliferación de lo grotesco (en un sentido ornamental) aparecen los expertos en el marketing de la tontería, los que revisten el infantilismo de transcendentalidad, solidarios con aquellos que han convertido a la cibernética en el paraíso prometido: el monumento al pensamiento naïf ya está encargado.


La estetización de la violencia.
El atentado reclama, irremediablemente, el protagonismo mediático, la razón acorralada sufre las descargas de un fanatismo abismal, algo que llega a transformarse, en su inconceptualidad, en una especie de “maleficio”[19]. Tenemos claro que la violencia responde, en muchas ocasiones, a determinaciones, cálculos y organizaciones explícitas y no meramente a la cólera repentina, ni a una maldición que solo consiguen asimilar los nigromantes; incluso se ha llegado a advertir una especie de precesión de la violencia en lo simulácrico o, mejor, en un proceso de monitoring. “La violencia no ha desaparecido en las sociedades del capitalismo avanzado donde la barbarie se cree erradicada. El grado cero de la violencia no existe, simplemente se ha transformado. La violencia forma parte intrínseca de las fuerzas de la realidad, y la acción humana nos lo recuerda continuamente engendrando violencia física y psíquica”[20]. La agresividad neo-fascista que se desarrolla en las metrópolis está dirigida, si tal término es oportuno en una situación delirante, hacia los marginados, los que carecen de hogar y, en términos generales, aquel que es diferente (sea en virtud de lo racial, lo sexual, lo ideológico, etc.). Baudrillard ha sabido diagnosticar el final de la violencia, por extraño que parezca, en una sociedad que prohíbe los conflictos, la negatividad e incluso la muerte. “Violencia que de algún modo pone fin a la violencia misma, y a la que por tanto ya no se pueda responder con una violencia igual, sino con el odio”[21]. Por otro lado, la masacre se ha convertido en entretenimiento de masas: “el cine y el video compiten por convertir al sicario, al secuestrador y al asesino en serie en héroe del público”[22]. Mientras los verdugos, verdaderos soberanos del horror, fueron, históricamente despreciados, los asesinos han llegado, en la descripción de su infamia, incluso a conmover a teóricos como Foucault[23]. En Natural Born Killers (1994) Oliver Stone subraya el vínculo entre la espiral de violencia y la mediación televisiva, llegando a convertirse el criminal en una especie de estrella del rock: las coreografías sangrientas nos atraen al mismo tiempo que suscitan una repugnancia moral. “Hoy se zozobra dentro de la violencia, uno se hunde en ella, parece un verdadero pozo sin fondo”[24]. Seamos conscientes de que ha vuelto el circo y los gladiadores en el reciclaje permanente que nuestra sociedad hace de la violencia, favoreciendo las tendencias voyeurísticas más perversas. Es significativo que el video de la paliza a Rodney King por parte de la policía haya sido convertido, rápidamente, en “obra de arte” por Danny Tysdale, en una dinámica de estetización con pretensiones de crítica política. Las mercancías paradójicas que llamamos “arte contemporáneo” están delimitadas por un discurso conspiratorio o, en otros términos, han transformado la violencia en estrategia de la amenaza: “el arte se ha vuelto iconoclasta, pero esta postura iconoclasta moderna ya no consiste en fabricar imágenes, hasta en fabricar una profusión de imágenes en las que no hay nada que ver”[25]. La violencia no es ya necesariamente algo misterioso (vinculado a la regresión y al arcaísmo), ni siquiera podemos hablar de ella en términos de invisibilidad, antes al contrario, se trata de un espectáculo cotidiano, surtido en grandes dosis por televisión, desde los informativos a los videos vertiginosos de programas como Impacto TV. Que lo apocalíptico, como el arte, sea “cosa del pasado”, valga este guiño hegeliano, no quiere decir que se haya realizado e incluso determina un tiempo por venir en el que solo puede suceder lo peor: verdadera sublimidad catastrófica. El asesino en serie de Seven (David Fincher, 1995) pronuncia, casi con el tono del sermón, cuando le llevan en el coche de la policía hasta el escenario de sus dos macabros crímenes finales, una frase iluminadora: “Si quieres que la gente te escuche no puedes limitarte a darles una palmadita, hay que usar un mazo de hierro. Solo entonces se consigue una atención absoluta”. Cuando faltan las palabras llega, más que el sentimiento sublime, la descarga violenta que pone las cosas en su sitio (en la escombrera de la demolición), algo que el terrorismo utiliza sin escrúpulos[26]. Frente a las destrucciones monumentales del terror, las utopías piratas pueden conseguir poco, aunque precisamente su posición sea la de un a pesar de todo: “El sabotaje del arte –escribe Hakim Bey- es la cara oculta del terrorismo poético –creación por destrucción- pero no ha de servir a partido alguno, ni al nihilismo, ni siquiera al arte mismo. Tal como al desterrar las ilusiones se intensifican los sentidos, así la demolición de la plaga estética dulcifica el aire del mundo del discurso, del otro. El sabotaje del arte sólo sirve a la conciencia, a la atención, a la vigilia”[27]. Pero hoy lo que tenemos es, sobre todo, un imperio de lo hipervisible, de ese reality show que revela la atracción ejercida por lo monstruoso, “lo aberrante, lo informe (y deforme), todo cuanto viene a perturbar el orden imperante, haciendo de lo escandaloso la materia misma con la que se alimenta el discurso televisivo”[28]. Todo se desliza hacia la diversión, la vida escenificada por idiotas, dentro de la que también aparece, sin dudas, la violencia o, incluso, el reconocimiento de la impotencia de la teoría. Sabemos que la aceleración de los procesos de metaforización generan, en última instancia, una privación del sentido y el territorio. “Pues nuestras sociedades, a fuerza de sentido, de información y transparencia, han franqueado el punto límite del éxtasis permanente: el de lo social (la masa), del cuerpo (la obesidad), del sexo (la obscenidad), de la violencia (el terror), de la información (la simulación). En el fondo, si la era de la transgresión ha terminado es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites”[29]. En última instancia, hasta los comportamientos más agresivos no dejarían de ser otra cosa que exorcismos e incluso en los baños de sangre, la invocación a la potencia del horror de los mataderos y la fascinación por los depósitos de cadáveres y los posteriores procesos de “articulación plástica” habría mucha retórica[30].


El post-situacionismo y la urgencia de estar juntos.
“La transformación más radical que se ha producido entre los años sesenta y hoy, en lo que respecta a la relación entre arte y vida cotidiana, se puede describir, me parece como paso de la utopía a la heterotopía”[31]. Esta conciencia de la alteración del espacio, causado por una introducción de lo aberrante en el seno de lo real, es compartida por la experiencia del arte y por la práctica lúcida, ajena al cinismo “urbanizante”, de la arquitectura que constata que la ciudad está perdida (de la misma forma que en las artes plásticas surgen, antes que nada, fragmentos, basuras, materiales de bricolage, etc.) y que lo que nos queda es un territorio de escombros (sorprendente escenario de emergencia de la “intimidad”) en el que aparecen toda clase de accidentes.
Toda religión empieza como crisis de culto, como “baile fantasmal de una sociedad traumatizada”[32] y, acaso, nos encontramos en el umbral en el que la disolución de las experiencias que fundan comunidad han llevado a una ritualización museográfica de todo aquello que servía como “escape” (precisamente, el baile reducido por algunos artistas a algo digno de ser aceptado o introducido en la institución canonizadora e higienizante del coleccionar o, como no, la turbulencia del deseo, los abismos del sexo convertidos en estandartes o consignas, la cotidianidad abierta a una sorprendente obscenidad), asumiendo el silencio de la contemplación estética (correspondiente al “se ruega tocar”) el rango de oración: comulgamos con la más estricta estupefacción. Todo sucede después de la fiesta, sin que la resaca sea monumental[33]; la temporalidad del post festum es la del melancólico (un yo ya sido), esa forma del ser ahí (retrasado siempre con respecto a sí mismo) en la que se ha perdido para siempre la fiesta, mientras el tiempo del ante festum corresponde a la esquizofrenia (el yo no es nunca una posesión cierta sino algo que hay que ganar permanentemente) una vivencia en la que lo importante es la anticipación (primacía del porvenir en la forma del proyecto), ejemplificada en el dasein como aquel “ente al que en su ser le va su propio ser” y que, de esa forma, “en su ser se anticipa siempre a sí mismo”, y, por último, en el intra festum puede aparecer la neurosis obsesiva (la adherencia al presente que tiene la forma de una reiteración obsesiva del acto para procurarse las pruebas del propio ser sí mismo, de que uno no se ha perdido ya para siempre) o bien la epilepsia (la carencia que brota de una suerte de exceso extático de la presencia). Mientras la crisis epiléptica sanciona la incapacidad de la conciencia para soportar la presencia, de tomar parte en su propia fiesta, el neurótico tiene que asegurarse, por medio de la repetición, los documentos de su propia presencia en una fiesta que de manera manifiesta se le escapa. La nostalgia de la provocación vanguardista transformada en lógica de lo obsceno, aquel ansia de novedad derivada en el gusto por la perversión que, en apariencia se anticipa a la estrategia neutralizadora, y la carnavalización en medio del pánico resulta actualmente como subjetividad narcolépsica (una vivencia espasmódica en la que la palabra intensidad puede coincidir con el camuflaje autista frente a los conflictos circundantes) guardan relación con las patologías festivas. En última instancia, el problema de las maquinaciones contemporáneas no es la amnesia, dado que tampoco hay nada propiamente que sea digno de la memoria, sino la desconexión. La sociedad del espectáculo ha empujado al arte e incluso a la crítica al terreno del bricolage, siendo el material con el que producir la “obra” una amalgama de souvenirs que señalan un patético final[34]. Asistimos tanto a una sobrecodificación cuanto a una especie de apoteosis del secreto subversivo, en otros términos, la rebeldía está colapsada tanto por la impotencia colectiva y personal cuanto por la tendencia al hermetismo, ese camuflaje que da cuenta, antes que nada, del miedo: la desobediencia termina por ser codificada subliminalmente[35]. Incluso el retorno crítico del situacionismo, en los planteamientos que intentan localizarse en el “intersticio social”[36] de la estética relacional[37], tiene mucho de metafísica barata, una suerte de cóctel en el que el marxismo es, ante todo, una pose “correcta”, cuando la mueca cínica domina todas las actitudes teóricas. Agotada la política de las consignas y transformada la resistencia en hermetismo o, mejor, camuflaje de la impotencia lo que quedan son las “situaciones construidas” menos conflictivas: principalmente bailar[38] y comer. Si Pipilotti Rist y Ana Laura Alaez montan ambientes que remedan el espacio discotequero, Rikrit Tiravanija y Domingo Sánchez Blanco alimentan a las masas, en un momento en el que las intervenciones en el espacio público van principalmente transformándose en anécdotas, fastos, a la manera del barroco, que más que nada desconciertan o producen hilaridad. Pero algunas de esas propuestas consiguen sobrepasar la “pose” para convertirse en ceremonias, “rituales” en los que se genera experiencia y, sobre todo, se escapa de la rutina estética, de esa hibernación pavorosa en la que están localizadas muchas obras.
Entre lo ya dicho y lo inaudito surgen lugares, intersticios, que nos reclaman, un rumor que dice “ven”, sea a edificar algo o a deconstruir lo que nos limita. En definitiva un estar juntos[39]: tan sencillo e infrecuente.


El realismo banal y la estupefacción mediática.
La banalidad está hoy sacralizada, cuando, parodiando a Barthes se llega al grado xerox de la cultura; el arte está arrojado a la pseudorritualidad del suicidio, una simulación vergonzante en la que lo absurdo aumenta su escala[40]. Faltando el drama nos divertimos con la perversión del sentido: las formas de la referencialidad tienen una cualidad abismal, como si el único terreno que conociéramos fuera la ciénaga. Después de lo sublime heroico y de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos, una simulación de tercer grado. Estamos fascinados por el tiempo real y, sin duda, las estrategias de mediación sacan partido de ello dando rienda suelta a lo obsceno, siendo la sombra de esos desvelamientos la evidente rehabilitación del kitsch. El modelo patético de reclusión para el éxito que estableció televisivamente Gran Hermano tiene sus correspondencias en el terreno del arte (Ben Vatier viviendo en el escaparate de la Galería One, Chris Burden encerrado en una taquilla durante unos días, Paco Cao localizado entre cuadro paredes con conexión cibernética con el mundo, Coco Fusco y Guillermo Gómez Peña dentro de una jaula encarnando a dos indígenas postmodernos, etc.), siendo muchas las obras que parten del exhibicionismo tendiendo, en ocasiones, a provocar escándalos de pacotilla. La cámara virtual está en la cabeza de todo el mundo, “antes –escribe Baudrillard- en la época del big brother, se hubiera vivido esto como control policial, mientras que hoy ya no es más que una especie de promoción publicitaria”[41]. Todo viene del ready made duchampiano, por más que nos cueste aceptarlo; aquellos que entregan su psicodrama por televisión son los herederos del Portebouteilles: formas que aspiran a un estatuto especial de visibilidad (unos buscan el arte y otros, sencillamente, la fama). Estamos entrando, en el arte actual, en lo que denominaré una completa literalidad, donde de nada se te dispensa. Me refiero a ese tipo de narrativa en la que si se nombra el accidente hay que pasar, inmediatamente, a la fenomenología de las vísceras, acercar la mirada hasta que sintamos la extrema repugnancia, si de caspa se trata tendremos que soportar la urgencia de quitarnos la que se nos acumula en la chaqueta y, por supuesto, si aparece, en cualquiera de sus formas, el deseo (en plena “sexualización del arte”), habrá que contar con la obscenidad que nos corresponde. “Poner nuestra mirada al desnudo, ése es el efecto de la literalidad”[42]. Cuando la contracultura es, meramente, testimonial (o mala digestión, sarcasmo vandálico en el hackerismo) y la nevera museística ha congelado todo aquello que, en apariencia, se le oponía[43], parece como si fuera necesario deslizarse hacia un realismo problemático (donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto), más que en las pautas del rococó subvertido que establecieran las instalaciones, hoy por hoy, materia prima de la rutina estética, en un despliegue desconocido de las tácticas del reciclaje. Las nuevas tecnologías evitan desplazarse para habitar, la domótica sirve para construir, a escala universal, el “inválido equipado”. Atrapados en la narcolepsia del mando a distancia (cetro mítico y fuente del poder material, falo mediáticamente despótico, golosina de la “democracia telemática”) hemos renunciado al trayecto que, por otro lado, era una de las potencias subversivas del arte contemporáneo[44]. La utopía de la “alta definición” no deja de lanzar el anzuelo: todo está servido por televisión, desde el cómodo sillón el espectador podrá “resolver la existencia” (negociar, conversar, divertirse, viajar virtualmente, controlar las tareas domésticas, etc.). Y, sin embargo, ese zappeo olímpico no nos proporciona otro placer que el masturbatorio (porno codificado, líneas calientes mezcladas con tele-parapsicólogos, voyeurismo del ridículo). Todavía el automóvil (forma de la indumentaria o, mejor, de la prolongación de nuestra “identidad”) tenía un rozamiento con el mundo, permitía una redefinición del paisajismo y, en singulares ocasiones, una dinámica erótica propia de contorsionistas, mientras que el teléfono nos mantenía en contacto con las personas que verdaderamente nos importaban, sin embargo, hoy no hay otro lugar en el que conducir que no sea el atasco (las carreteras convertidas en cementerios de ataúdes climatizados) y los celulares han creado una nueva adicción narcótica (ubicuidad de la llamada, imposibilidad de soportar la falta de interlocutores, vértigo de los negocios o cháchara full time). El arte contemporáneo lanza su último cartucho en una dilatada “desaparición” en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que en realidad ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía[45]. En la actualidad, insisto, proliferan, incluso patéticamente, las figuras de la obscenidad, revelando lo traumático pero también la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, en lo que supone una verdadera deriva manierista. “Hasta cierto punto, la función del arte es proporcionar una distancia soportable”[46], aunque, como sabemos, el programa vanguardista, precisamente, quería romper esta separación, que no sólo es la hay con la vida, sino también aquella otra que aparta, bajo el manto “ideológico” de la autonomía, la política. Son muchas las paradojas del arte moderno, embarcado en una pretendida liberación (social, de los instintos, de la tradición) que termina por resolverse en ambigüedad (negativa), aunque también puede ser entendida como potencia liberadora[47]. Las ambivalentes actitudes artísticas contemporáneas (resultando difícil saber si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica)[48] no han sido capaces de explicar la pasión del hombre por las cadenas, acaso por estar esos mismos procesos creativos atados al fetichismo que intentan cuestionar.


[1] Régis Debray: Introducción a la mediología, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, pp. 97-98.
[2] Cfr. Gillo Dorfles: “La cultura de la fachada” en Imágenes interpuestas. De las costumbres al arte, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1989, pp. 118-119.
[3] Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 169.
[4] Cfr. Paul Virilio: El cibermundo, la política de lo peor, Ed. Cátedra, Madrid, 1997, p. 46.
[5] “ La diversión es lo contrario de la cita, de la autoridad teórica siempre falsificada por el solo hecho de haberse convertido en cita; fragmento arrancado a su contexto, a su movimiento, y finalmente a su época como referencia global y a la opción precisa que se hallaba dentro de esa referencia. La diversión es el lenguaje fluido de la anti-ideología” (Guy Debord: La sociedad del espectáculo, Ed. La Marca, Buenos Aires, 1995, parágrafo 208).
[6] Cfr. Jean Baudrillard: “Shadowing the world” en El intercambio imposible, Ed. Cátedra, Madrid, 2000, p. 153.
[7] Jean Baudrillard: “El complot del arte” en Pantalla total, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 211-212.
[8] Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 141.
[9] Cfr. Edward F. Fry: “The dilemmas of the curator” en Art in America, Julio-Agosto, 1971, p. 73.
[10] Cfr. Achille Bonito Oliva: “L´anoressia dell´arte (in forma autoriflessiva)” en Gratis. A bordo dell´arte, Ed. Skira, Milán, 2000, pp. 229-235.
[11] James G. Ballard: Crash, Ed. Minotauro, Barcelona, 1996, p. 11.
[12] “Desde lo cursi se puede suspirar mejor por la belleza y la pasión” (Ramón Gómez de la Serna: “Lo cursi” en Una teoría personal del arte, Ed. Tecnos, Madrid, 1988, p. 236).
[13] Cfr. José Luis Pardo: “Toy Story. ¿Qué quiere un niño?” en Isleño. Muñecos, n° 2, Madrid, mayo de 1997, p. 83.
[14] Julia Kristeva: Poderes de la perversión, Ed. Siglo XXI, México, 1988, p. 25.
[15] Cfr. Giorgio Agamben: “Freud o el objeto ausente” en Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Ed. Pre-textos, Valencia, 1995, pp. 69-76.
[16] Cfr. Sigmund Freud: “Lo siniestro” precediendo a E.T.A. Hoffmann: El hombre de arena, Ed. José J. de Olañeta, Barcelona, 1991, p. 18.
[17] Cfr. Tania Ragasol: “Arte adolescente” en Poliéster. Toys Juguetes, n° 21, México, invierno 1997-1998, p. 6.
[18] Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 151.
[19] “El menor incidente, la menor irregularidad, la menor catástrofe, un temblor de tierra, una casa que se derrumba, el mal tiempo –tiene que haber un responsable- todo es un atentado” (Jean Baudrillard: “El accidente y la catástrofe” en El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 188).
[20] Juan Vicente Aliaga: “A sangre y fuego. Imágenes de la violencia en el arte contemporánea” en A sangre y fuego, Espai d´Art Contemporani de Castelló, 1999, p. 55.
[21] Jean Baudrillard: “Violencia desencarnada: el odio” en Pantalla total, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, p. 109.
[22] Hans Magnus Enzensberger: Perspectivas de la guerra civil, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 62.
[23] Cfr. Michel Foucault: La vida de los hombres infames, Ed. La Piqueta, Madrid, 1990, p. 176.
[24] Oliver Mongin: Violencia y cine contemporáneo, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p. 17.
[25] Jean Baudrillard: “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 21.
[26] “El terrorismo no es simplemente un fenómeno político, es también un fenómeno artístico. Existe también en la publicidad, los medios de comunicación, los reality shows, la pornografía mediatizada. Lo único que debe hacerse es darle un puñetazo al otro para despertarlo. [...] El puñetazo es el principio de la comunicación: con el puñetazo, se gana proximidad cuando ya no se tienen palabras... En este momento el arte ha llegado a este punto” (Paul Virilio entrevistado por Catherine David: en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1995, p. 50).
[27] Hakim Bey: T.A.Z. Zona Temporalmente Autónoma, Ed. Talasa, Madrid, 1996, p. 20.
[28] Gérard Imbert: “La identidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura. (Hacia una estética de lo hipervisible)” en Revista de Occidente, n° 201, Madrid, Febrero de 1998, p. 94.
[29] Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, p. 69.
[30] Cfr. Georges Bataille: “El espíritu moderno y el juego de las transposiciones” en Documentos, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 161.
[31] Gianni Vattimo: La sociedad transparente, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 155.
[32] Cfr. W. La Barre: The Ghost Dance, Dell Publishing Co., Nueva York, 1978, pp. 239-245.
[33] Sigo las consideraciones que hace Giorgio Agamben a partir del análisis relacional que el psiquiatra japonés Kimura Bin hizo de la temporalidad en Ser y Tiempo de Heidegger con los tipos fundamentales de la enfermedad mental, cfr. Giorgio Agamben: Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, pp. 132-134.
[34] “Por primera vez, las artes de todas las civilizaciones y todas las épocas pueden ser conocidas y admitidas en conjunto. Es una “colección de souvenirs” de la historia del arte que, al hacerse posible, implica, también, el fin del mundo del arte. En esta época de museos, cuando ya no puede existir ninguna comunicación artística, pueden ser igualmente admitidos todos los momentos antiguos del arte, porque ninguno de los cuales padece ya la pérdida de sus condiciones de comunicación particulares en la actual pérdida general de las condiciones de comunicación” (Guy Debord: La sociedad del espectáculo, Ed. La Marca, Buenos Aires, 1995, fragmento 189).
[35] “¿Ha pasado el inconsciente, a lo inhibido del psicoanálisis? Si hoy sigue existiendo, tendrá necesariamente que acosar la realidad objetiva, acosar tanto la propia verdad como su perversión, su distorsión, su anomalía, su accidente. Si la ironía existe, tiene que haber pasado a las cosas. Tiene que haberse refugiado en la desobediencia de los comportamientos a la norma, en el desfallecimiento de los programas, en el desarreglo oculto, en la regla de juego oculta, en el silencio en el horizonte del sentido, en el secreto. Lo sublime ha pasado a lo subliminal” (Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 46-47).
[36] “La obra que forma un “mundo relacional”, un intersticio social, actualizado del situacionismo y lo reconcilia, en la medida de lo posible, con el mundo del arte” (Nicolas Bourriaud: “Estética relacional” en Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, Ed. Universidad de Salamanca, 2001, p. 445).
[37] “La posibilidad de un arte relacional (un arte que toma por horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado) testimonia un giro radical de los objetivos estéticos, culturales y políticos puestos en juego por el arte moderno” (Nicolas Bourriaud: “Estética relacional” en Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, Ed. Universidad de Salamanca, 2001, p. 430).
[38] Me he referido a esa emergencia del paisaje de las discotecas en el terreno del arte contemporáneo en Fernando Castro Flórez: “Nadie puede parar la música. Turismo fin de siecle y estética after hours” en Cimal, n°53, Valencia, 2000, pp. 8-12.
[39] Derrida afirma que la deconstrucción no es un lugar, no es un sitio que exista realmente, “es un “ven”; es lo que llamo una afirmación que no es positiva. [...] La deconstrucción no consiste únicamente en disociar, desarticular o destruir, sino también en afirmar un cierto “estar juntos”, un cierto ahora” (Jacques Derrida: “Dispersión de voces” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 175). Hablando de la obra de arte como intersticio social, señala Bourriaud que es “una forma de arte donde la intersubjetividad forma el sustrato y que toma por tema central el estar-juntos, el “encuentro” entre espectador y obra, la elaboración colectiva del sentido” (Nicolas Bourriaud: “Estética relacional” en Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa, Ed. Universidad de Salamanca, 2001, p. 431).
[40] Cfr. Jean Baudrillard: “La simulación en el arte” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 49.
[41] Jean Baudrillard: “La escritura automática del mundo” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 78.
[42] Roland Barthes: “Sade-Pasolini” en La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 113.
[43] “La crítica a las instituciones implícita en las mejores de las obras más recientes ha pasado a la pregunta seria sobre si los objetos de arte inevitablemente caen presas de la museización del proceso de mercado” (Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 141).
[44] Cfr. Paul Virilio entrevistado por Catherine David: en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1995, pp. 52-53.
[45] “La obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en imagen (...) reside la obscenidad de nuestra cultura” (Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 30-31).
[46] Marshall McLuhan y B.R. Powers: La aldea global, Ed. Gedisa, Barcelona, 1990, p. 94.
[47] “La experiencia de la ambigüedad es, como oscilación y desarraigo, constitutiva del arte; son éstas las únicas vías a través de las cuales, en el mundo de la comunicación generalizada, el arte puede configurarse (aún no, pero sí quizá finalmente) como creatividad y libertad” (Gianni Vattimo: La sociedad transparente, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 154).
[48] Cfr. Hal Foster: “El futuro de una ilusión o el artista contemporáneo como cultor de carga” en Los manifiestos del arte postmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 101.

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